No pensaron en su padre hasta que les dije que me iba a casar de nuevo. Ahora los niños me convencen de ello.

Les pregunté a todos varias veces si podían venir a mi celebración de Nochevieja. Solía ser una tradición familiar celebrarlo en familia, pero los niños ya son mayores, piensan en sus nietos o en sus amigos del alma. Al principio todos prometieron que vendrían, pero dos semanas antes de la fiesta, empezaron a abandonar. La hija mayor dijo que su marido le hizo un regalo a ella y a sus hijos y que se van a una estación de esquí, así que no pueden venir; la hija mediana está de luna de miel; y la menor se va urgentemente a trabajar. Y eso fue todo, me quedé sola.

No quería quedarme sola durante el fin de semana de vacaciones, y a través de una vecina del segundo piso, me enteré de dónde podía comprarme un viaje a alguna parte. Fue un viaje largo, pero cogí un autobús turístico durante una semana. Muchas personas de diferentes países viajaban conmigo, y así fue como conocí a Alice. Tenía sesenta y dos años y, como yo, estaba soltera y decidió viajar porque no quería estar sola durante las vacaciones.

Me di cuenta de que muchos turistas viajaban inicialmente en grupo o encontraban conocidos, y Alice y yo también formamos un grupo, visitando juntos los museos y eligiendo la comida para la cena. Juntos salimos sin guía a pasear por el hotel y hablamos mucho. Hablamos de los niños y de nuestra vida y de nuestra falta de alegría y cariño en ella.

– ¿Por qué no dejamos esta soledad? ¿Te casarías conmigo? -pregunté, llamándolo en broma, si Alice no me apoyaba.
– Pues sí, lo haré -respondió la mujer-.

Temí que al volver a casa cambiara de opinión, pero no ocurrió nada de eso. Vivíamos en ciudades diferentes, y expresé mi deseo de mudarme con ella después de la boda. Vendería mi apartamento y podríamos vivir cómodamente nuestros días. Nos iríamos de viaje de nuevo, como un matrimonio. No se lo dije a los niños hasta lo último, decidí escalonar después de las vacaciones, cuando parte de las cosas fueron enviadas por correo a Alice, y encontré un buen agente inmobiliario.

– ¡No se puede! – Declaró mi hijo.
– ¿Qué matrimonio, qué movimiento? – La hija mayor también estaba en contra. – Papá, eres demasiado mayor para enamorarte. ¿Y quieres vender el apartamento para ti? Tenemos dos hijos, nos vendría bien algo de dinero.

De repente me acordé de mí y de mi apartamento.

– Tienes dinero para los viajes a la montaña, así que tienes dinero para tus hijos”, razoné. – No se dividen mis bienes mientras yo esté vivo y sano. Los otros hijos se alegrarían por su padre…
– Nos alegramos -murmuró insegura la hija mediana, y su recién estrenado marido asintió-, pero es tan extraño y repentino.
– ¿Qué tiene de extraño? Todos estáis ahí, yo también quiero cuidar a alguien y recibir cuidados a cambio. Y no quiero estar sola durante las vacaciones. ¿Todos ustedes se han ido, y yo tengo que sentarme y aburrirme? No lo creo.

Los niños tardaron mucho en convencerme. No era tanto que no quisieran dejarme ir como que fuera mi apartamento. Esperaban venderlo y compartirlo, pero decidí gastar el dinero yo mismo y no dárselo a ellos. Así es como los niños crecen y piensan en cómo dividir la herencia.
 

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No pensaron en su padre hasta que les dije que me iba a casar de nuevo. Ahora los niños me convencen de ello.