Después de que mi único progenitor, mi padre, se estrellara con su coche, mi tío empezó a luchar por mi adopción. Tenía cinco años y medio, no recuerdo muy bien aquellos tiempos, pero aún tengo fresca la noticia y el hecho de que me llevaran a un orfanato. Pasé unos dos años allí mientras mi tío se encargaba de los trámites en el juzgado y podía adoptarme. Para ello, más bien firmó con mi madre de acogida y se dejó la piel.
Ya entonces tenía problemas de salud y, a los treinta y cinco años, el lupus que padecía le dañó gravemente los riñones y requirió un trasplante urgente. La búsqueda de un donante era inaplazable y el médico que le atendía le propuso que yo fuera su donante. Por supuesto, acepté. ¿Cómo iba a hacer otra cosa?
Gracias a él, tuve una familia atenta y cariñosa, viví en una casa preciosa, fui a la universidad y pude llamar a alguien “papá”. No le dije a mi tío hasta el último momento que iba a ser su donante, porque me preocupaba que empezara a disuadirme. Por suerte, no fue tanto su decisión como la mía, así que sus excusas no sirvieron de nada, ni siquiera cuando se enteró y los médicos realizaron la operación. Fue doloroso, aterrador y desagradable, pero palidece en comparación con el hecho de que mi otro padre se recuperó.
Algunos dirán que eso es suficiente para agradecer a un hombre que adopte y mantenga a un hijo, pero yo pienso hacer todo lo que pueda por mi familia en el futuro.