Me casé cuando tenía solo dieciocho años. Mi esposo era veinte años mayor que yo, y precisamente esa diferencia de edad me atraía. Era maduro, responsable y me daba la seguridad que tanto necesitaba. En poco tiempo tuvimos una hija, y no mucho después nació nuestro hijo. Nuestra vida parecía tranquila y estable, y con su apoyo logré terminar mis estudios, algo que antes ni siquiera podía imaginar. Estaba orgullosa de lo que habíamos logrado juntos. Sin embargo, un día todo cambió.
Cuando nuestro hijo tenía tres años, mi esposo me dijo que se iría por unos días. No sospeché nada, siempre confiaba en sus palabras. Pero en lugar de regresar, simplemente desapareció. Ni siquiera dejó una nota. Intenté llamarlo, pero su teléfono estaba apagado. Los días se convirtieron en semanas, las semanas en meses, y poco a poco comprendí que no volvería.
Al principio, me sentí completamente perdida. Lloraba por las noches, sin saber cómo iba a arreglármelas sola con dos niños. No tenía a nadie con quien dejarlos, así que no podía buscar trabajo. La pensión alimenticia que pagaba mi esposo era ridículamente baja, apenas alcanzaba para cubrir lo básico. Me vi obligada a ahorrar en todo, y a veces incluso no teníamos suficiente para comer. Cuando mi hijo consiguió un lugar en el jardín de infancia, logré encontrar un empleo. No fue fácil, pero poco a poco empecé a recuperar el control de mi vida.
Un día, completamente inesperado, mi esposo regresó. Estaba en la puerta, con un ramo de flores en la mano, y me pidió perdón. Dijo que había cometido un error, que entendía cuánto nos amaba y que quería volver con su familia. Mirándolo a los ojos, sentí enojo y decepción. Le dije directamente: “Aprendimos a vivir sin ti. Ni una sola vez pensaste en los niños mientras no estabas. ¿Y ahora vuelves con disculpas? Vete y no vuelvas a nuestras vidas.” Vi cómo su rostro cambiaba de esperanza a amargura, pero no me arrepentí de mis palabras.
Un mes después, recibí una citación judicial. Mi esposo había decidido luchar por la custodia de los niños. Intentó desacreditarme, convencer de que era el mejor padre, pero el tribunal no cayó en sus argumentos. Todos los hechos estaban de mi lado, y los niños se quedaron conmigo. Solo medio año después supe por qué de repente había querido volver. Resultó que su padre había hecho un testamento en el que dejaba su herencia a nuestros hijos. Mi esposo pensaba que reconciliarse conmigo le daría control sobre eso. Pero no fue así. Se quedó sin nada.
Aunque ese capítulo de mi vida ya está cerrado, todavía recuerdo aquellos días difíciles. Recuerdo cómo tenía que compartir un trozo de pan con mis hijos y pasar hambre para que ellos pudieran comer. Esas experiencias me enseñaron que soy más fuerte de lo que pensaba y que puedo superar cualquier cosa. Hoy miro al pasado sin rencor, pero con una lección que llevaré conmigo para el futuro.