El vecino del garaje trabaja como economista en un reputado despacho. A juzgar por su flota de veinte camiones de varias toneladas, su volumen de negocio es considerable.
Por las tardes, él y yo trabajamos en nuestros coches, y a menudo nos ayudamos mutuamente con pequeñas tareas de mantenimiento: bombear los frenos, cambiar algo del chasis, etc. Por supuesto, normalmente con cerveza y pescado.
Y así fue aquella noche. Habíamos trabajado duro, pero no teníamos suficiente cerveza. Decidimos correr a un mercado cercano para llenar el vacío. Cogimos cerveza y pescado, y nos pusimos a la cola. Yo llevaba un mono bastante manchado, mi vecino llevaba el mismo atuendo, poco atractivo. La gente a nuestro alrededor mantenía las distancias, y algunos hacían muecas de disgusto. El guardia de seguridad nos miró con desconfianza, deteniéndose a la salida de nuestra caja.
Mientras pagábamos, sonó el teléfono de mi vecino. Su breve conversación cambió radicalmente la actitud tanto de la cola como del guardia:
– “¡Sí! ¡Lo arreglaremos mañana! Estoy ocupado, ¡y la cerveza se está calentando! ¿Qué? Te lo dije, mañana encontraremos los cuarenta mil, duerme bien, ¡no es la clase de dinero por la que necesitas preocuparte después del trabajo!”
Cuando nos íbamos, parecía que el guardia se había puesto en guardia, despidiendo a un cliente para el que cuarenta mil no era una cantidad de la que preocuparse.