Estaba preparando la cena: un gratinado de champiñones, el plato favorito de Javier. Los niños ya dormían, y la casa estaba impregnada de calidez y del aroma de las especias. Su teléfono vibró sobre la mesa de la cocina.

Estaba preparando la cena: un gratinado de champiñones, el plato favorito de Javier.
Los niños ya dormían, y la casa estaba impregnada de calidez y del aroma de las especias.
Su teléfono vibró sobre la mesa de la cocina.

La pantalla se iluminó con un breve mensaje:

“Amor mío, te espero. No olvides las fresas y la nata.”

Solo unas pocas palabras… Pero en un instante, mi realidad se vino abajo. Diez años de matrimonio se desmoronaron en un solo segundo.

Miré la pantalla hasta que se apagó. Un segundo después, otra notificación. No la leí.

Mis manos temblaban mientras metía la bandeja en el horno. Diez años. Dos hijos.
Un negocio que habíamos construido juntos. O mejor dicho, que él había construido mientras yo me sacrificaba.

– Amor, ahora lo más importante es que me apoyes. Ya tendrás tiempo para lo tuyo más adelante.

Le creí.

Cuando llegaba tarde, como siempre últimamente, no hacía preguntas.

– Lo siento, cariño, la reunión se alargó.

Lo observaba en silencio mientras comía su gratinado favorito.

Y solo pensaba en una cosa:

¿A quién mentía más: a mí o a sí mismo?

– ¿Estás bien? – notó mi silencio.

– Sí, solo estoy cansada.

Sonreí.

Pero por dentro, todo se estaba derrumbando.

¿Cuándo dejé de ser yo misma?

Esa noche no pude dormir. Con los ojos cerrados, recordé cómo nos habíamos conocido.
Cómo admiraba mis bocetos. Cómo me prometía un futuro brillante.

Y luego…

La boda. El embarazo. El segundo embarazo. Un negocio que demandaba cada vez más tiempo.

– Lo entiendes, ¿verdad? Lo más importante ahora es estabilizarnos.

Lo entendía. Llevaba la casa, organizaba reuniones, atendía llamadas. Y mis bocetos, los guardaba en un cajón, para tiempos mejores.

A la mañana siguiente, empecé a notar cosas que antes no veía. Cómo elegía con cuidado su camisa.
Cómo tardaba demasiado en arreglarse el cabello. Cómo apartaba la mirada al leer mensajes.

– Papá, ¿jugarás conmigo esta noche? – preguntó nuestro hijo pequeño, tirándole de la manga.

– Lo siento, hijo, tengo una reunión importante.

Una reunión importante. Me preguntaba… ¿Llevaría un vestido azul?

El mismo que yo solía usar al inicio de nuestra relación… Ahora acumulaba polvo en el armario.
Demasiado elegante para hacer la compra o asistir a reuniones escolares.

Seguí haciendo todo como siempre.

Preparar el desayuno. Revisar las tareas. Encargarme de la empresa.

Pero dentro de mí, solo ardía una pregunta: ¿por qué?

¿Quién era ella? ¿Cuánto tiempo llevaba esto?

– Mamá, estás triste – susurró mi hija abrazándome con suavidad.

– Todo está bien, cielo. Solo estoy cansada.

Pero esta vez, ya no creía ni en mis propias palabras.

Tenemos que hablar

Esa noche saqué mis viejos bocetos del cajón.

Tantas ideas. Tantos planes… Encontré el diseño de una habitación infantil que había creado cuando esperaba a Elena.
Un interior vivo, único. Columpios colgando del techo, paredes transformables.

Y Javier había dicho:

– Hagamos algo más sencillo. Es solo una habitación infantil.

Solo…

¿Cuándo se convirtieron mis sueños en “solo”?

El teléfono vibró de nuevo. Un mensaje de él:

– Esta noche llegaré tarde.

Miré la pantalla. Y de repente, lo entendí:

No puedo seguir así.

La noche siguiente, cuando los niños estaban con su abuela, lo esperé con una decisión clara en mi corazón.

Cuando entró, sin siquiera quitarse el abrigo, pregunté:

– ¿Quién es ella?

La pregunta que me quemaba por dentro salió en voz baja, pero cortó el silencio como un cuchillo.

Javier se quedó inmóvil. Luego se sirvió un whisky. Vi cómo le temblaban las manos.

– Laura…

– Solo dime la verdad. Tengo derecho a saberlo.

Se sentó frente a mí, girando nervioso el vaso entre los dedos.

– No significa nada.

¿Nada?

– Es solo que… lo entiendes, ¿verdad? Entre nosotros todo se ha enfriado hace tiempo.

¿Enfriado?

Recordé cómo:

– Le preparaba el desayuno, incluso cuando estaba enferma.
– Pasaba noches en vela organizando sus documentos.
– Renuncié a un viaje a París por una de sus reuniones.

– ¿Cuándo?

– ¿Cuándo qué?

– ¿Cuándo todo se enfrió?

– ¿Cuándo dejé de ponerme vestidos bonitos?

– ¿Cuándo sacrifiqué mi sueño por tu negocio?

Frunció el ceño.

– No exageres. Tú elegiste ser ama de casa.

¿Ama de casa?

– Llevaba tu contabilidad. Organizaba tus reuniones. Criaba a nuestros hijos. ¿Eso lo llamas ser ama de casa?

– Clara, escúchame…

Intentó tomar mi mano.

– Podemos arreglar esto. Lo dejaré. Podemos empezar de nuevo.

Pero yo ya veía a un desconocido delante de mí.

– ¿Sabes qué es lo peor?

Se quedó en silencio.

– No que hayas conocido a otra mujer.

– Sino que ni siquiera entiendes lo que has hecho.

Volveré a ser yo misma

Esa noche, por primera vez en años, abrí mi cuaderno de bocetos.
A la mañana siguiente, recogí a mis hijos. Y luego…

Comenzó un nuevo capítulo de mi vida.

Ya no era la sombra de nadie. Volvía a ser yo misma.

Y esa incertidumbre ya no me asustaba. Al contrario, era hermosa.

Porque la peor traición de todas no es la de los demás.

Es la que nos hacemos a nosotros mismos.

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MagistrUm
Estaba preparando la cena: un gratinado de champiñones, el plato favorito de Javier. Los niños ya dormían, y la casa estaba impregnada de calidez y del aroma de las especias. Su teléfono vibró sobre la mesa de la cocina.