Mi hermana se encontraba en una situación terrible tras una pelea con su novio. Tenía dos hijos y varios trabajos a tiempo parcial sobre sus frágiles hombros, y no tenía dónde vivir porque no había escuchado la advertencia de su madre de que un matrimonio civil no aseguraba nada, y vivió con Mark durante años hasta que él la desalojó de su apartamento con los niños. Fue irreal conseguir ayuda y apoyo de él, y un mes y medio después de romper con mi hermana, consiguió una nueva chica, sin hijos, sin estrías y sin obligaciones.
Samantha no era una desconocida para mí, como tampoco lo eran mis sobrinitos, y yo misma les propuse que se mudaran al apartamento que mi marido y yo habíamos comprado para alquilar. Acabábamos de terminar de reformar el lugar y pensábamos buscar pronto un agente inmobiliario, pero como la situación era ésta y mi hermana necesitaba un lugar donde vivir, le dimos las llaves del apartamento. Samantha prometió que en cuanto se recuperara se mudaría, pero pasaron los años y nada cambió. Sus hijos crecieron, los trabajos cambiaron, mi marido y yo sólo preguntábamos de vez en cuando cómo iban las cosas con la mudanza, pero Samantha suplicaba otro mes, otro año, y antes de que nos diéramos cuenta, mi sobrino mayor tenía catorce años. Mi marido y yo también teníamos hijos por aquel entonces y considerábamos el apartamento donde Samantha vivía temporalmente como un futuro hogar para nuestro hijo mayor, que un día crecería y traería a su nuera a casa y le daríamos su propio apartamento. Pero Samantha y sus hijos debían de haber olvidado en qué apartamento vivían.
Cuando fui una vez más a casa de mi hermana para hablar de la mudanza y sugerirle que alquilara un apartamento con un conocido que cobra menos si no necesita un agente inmobiliario, mi sobrino de catorce años intercedió por mi madre.
– ¿Quién eres tú, que siempre vienes a desahuciarnos? – gritó. – Mamá ha dicho que nosotros también reclamamos este piso, ¡porque lo has comprado con el dinero de la abuela!
Me quedé sin palabras por la sorpresa, y Samantha se asustó y murmuró algo incomprensible, justificando el mal genio de su hijo.
– Discúlpeme, por favor -comencé con un ritmo creciente-, este apartamento lo compramos mi marido y yo con el dinero que ganamos nosotros mismos. ¿No te lo dijo tu madre? Y el “dinero de la abuela” del que estás hablando es un tercio de lo que mis padres y Samantha ganaron con la venta de la casa de verano. Bueno, se quedaron con otro tercio y le dieron otro tercio a tu madre. No sé qué hizo ella con el dinero. Pero sí sé que durante los años que viviste aquí, pude exigirte mucho más. Ni siquiera te cobré el salario mínimo cuando te di mi apartamento. Y ahora quiero que te mudes. A cualquier sitio.
Me decepcionó mi hermana, que se quejó de mí ante mis hijos, como si les hubiera hecho algo malo. Sólo les pedía que desalojaran gratis el apartamento en el que llevaban viviendo más de seis años. A veces pienso que no tenía que ayudar a mi hermana, y me pregunto si le habría dado el mismo apoyo entonces si hubiera sabido cómo me juzgarían ella y su sobrino después.