Verano de 1970. Era tarde por la noche. Me puse de costado y le pregunté a la chica que estaba tumbada a mi lado si quería casarse.
– “Hablemos de ello mañana. Necesito dormir”, respondió ella.
Y por la mañana me dijo que el matrimonio no era una buena idea, pero que estaba de acuerdo. Y tenía razón: era una muy mala idea. La chica de la moda, Tabica Bruce, seguía estudiando. Yo ya me había graduado, pero no conseguía trabajo como profesora. Trabajaba en una lavandería industrial y ganaba un pequeño sueldo, que apenas me alcanzaba para vivir. En el momento de la oferta, tenía dos pares de calzoncillos, dos pantalones, unas cuantas camisetas y problemas con la bebida. Tuvimos esto en cuenta cuando programamos la boda para el 2 de enero de 1971.
En otoño, subimos a un autobús rumbo a la ciudad donde vivía Tabica. En su pueblo hay una joyería famosa, y allí nos dirigíamos. Les pedimos que nos enseñaran las alianzas más baratas que tenían a la venta. Así que por 15 dólares conseguimos un par de alianzas finas pero doradas. Después de comprar los anillos, le dije a mi prometida: “Puedo prometerte que estos anillos dejarán una marca verde en nuestros dedos”.
Unos años más tarde, mi ahora esposa oficial estaba lavando los platos y su anillo de boda resbaló y cayó al desagüe. Intenté encontrarlo, pero todos los intentos fueron en vano. En aquel momento, tuve la oportunidad de comprarle cualquier otro anillo por cualquier dinero. Pero Taba seguía llorando amargamente. Apenas pude calmarla.
He escrito muchos best-sellers y he ganado millones de dólares en mi vida. Pero nunca me he quitado ese anillo de boda barato desde el día en que mi mujer me lo entregó con manos temblorosas. El anillo me recuerda cómo vivíamos antes. Me hace pensar en el futuro y no me permite olvidar que el precio real de las cosas y su valor no son lo mismo.
Han pasado más de 40 años. Y todavía no hay huella ecológica.
