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Mi hijo y su esposa me regalaron un piso cuando me jubilé: el día que llegaron con las llaves, me llevaron al notario y me sorprendieron con este regalo para mi retiro, a pesar de mis dudas y diferencias pasadas con mi nuera—ahora, tras años de convivencia y aprendizaje, valoro este gesto tan generoso que mis familiares debatieron, recordándome historias de herencias en mi propia familia, hasta que comprendí que este regalo era una auténtica recompensa y el comienzo de una nueva etapa.
Mi hijo y su esposa me han regalado un piso cuando me he jubilado. Hoy mismo, mi hijo y mi nuera han
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Yo compro pechuga de pavo de máxima calidad para mí y cocino filetes al vapor, mientras que a él le doy carne de cerdo pasada de fecha.
Compro para mí pechuga de pavo de la mejor calidad y me preparo filetes al vapor, mientras que a él le
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Durante cinco años, creyó que vivía con su marido, pero en realidad buscaba convivir con él como con su madre.
Durante cinco años, creía que vivía con su marido, pero en realidad, lo que deseaba era convivir con
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Siempre conectada: una mañana en la cocina con el viejo teléfono y el nuevo móvil, entre infusiones, recuerdos y mensajes de familia, en el cumpleaños de doña Natividad mientras aprende a encontrar su lugar entre chats, pantallas y esas pequeñas cosas que la acercan, poco a poco, a los suyos
En línea Las mañanas de Inés Ibáñez transcurren siempre igual. Pone la tetera en la vitrocerámica, echa
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Un día vi a mi hermana melliza sonriente en una tienda, caminando de la mano de un hombre distinguido, ambos luciendo alianzas en los dedos
Un día veo a mi hermana, radiante, paseando por una tienda del centro, de la mano de un hombre elegante
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Víctor llegó de la marcha más tarde de lo habitual, su esposa Tamara, preocupada, ya temía que algo le hubiera ocurrido en el camino; Kólya, su hijo, impaciente, preguntaba: ¿dónde está papá?
15 de octubre de 2024 Hoy he esperado más de la cuenta la llegada de mi hermano Víctor, que había quedado
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078
Normas para el verano Cuando el cercanías frenó junto al andén diminuto, doña Natividad ya aguardaba en el borde, sujetando contra el pecho su bolsa de tela. Dentro rodaban manzanas, un tarro de mermelada de cereza y un táper de empanadillas. Todo innecesario, claro—los nietos llegaban saciados, directos de Madrid, cargados de mochilas, pero a Natividad siempre le nacía el impulso de agasajarles con algo casero. El tren dio un tirón, las puertas se abrieron y de golpe saltaron al andén tres: alto y larguirucho Daniel, su hermana menor Lara y una mochila tan gorda como inquieta. —¡Abu! —Lara fue la primera en verla y agitó la mano, tintineando las pulseras. Natividad sintió cómo le subía al pecho un calor dulce. Depositó la bolsa en el suelo, abriendo los brazos. —Ay, pero cómo estáis… —Quiso decir “mayores”, pero se mordió la lengua. Ya lo sabían. Daniel se acercó más despacio, la abrazó con un brazo, con el otro sujetaba la mochila. —Hola, Yaya. Ahora casi le sacaba una cabeza. Lucía barba incipiente y muñecas huesudas; y de la camiseta asomaban los auriculares. Natividad no pudo evitar buscar en él al crío que antaño corría por la finca en katiuskas verdes, aunque su mirada se topó solo con detalles adultos y extraños. —El abuelo os espera abajo —anunció ella—. Vamos, que si no, me enfrío las albóndigas. —Espera, que hago una foto —Lara ya sacaba el móvil, capturó el andén, el vagón, a su abuela—. Para Stories. “Stories” le sonó como pájaro fugaz. Ya en invierno preguntó a su hija qué era eso, pero la explicación se le olvidó. Lo importante era que la nieta sonreía. Bajaron la escalera de cemento. Junto al “Panda” gastado aguardaba don Víctor, que palmoteó a Daniel en el hombro, abrazó a Lara y asintió a Natividad. Era parco en gestos, pero ella bien sabía que la felicidad le rebosaba igual. —¿Entonces, vacaciones? —preguntó él. —Vacaciones… —suspiró Daniel, lanzando la mochila al maletero. Camino a casa los niños callaban. Por la ventanilla desfilaban chalés, huertos, algún rebaño de cabras. Lara revisó un par de veces el móvil, Daniel se rió con algo en la pantalla, y Natividad se sorprendió mirando las manos de ambos, siempre aferrados a esos rectángulos negros. No pasa nada, —se dijo—. Lo principal es que en casa estén “a la española”. Luego, que hagan como sea habitual hoy en día. El hogar los recibió con aroma a albóndigas y eneldo. En la galería esperaba la mesa de madera vieja, cubierta por hule de limones. En la cocina chisporroteaba la sartén y el horno terminaba de dorar la empanada de berza. —¡Menuda fiesta! —se asomó Daniel. —Qué fiesta ni fiesta, esto es comida —respondió instintiva Natividad y se corrigió—. Venga, id lavándoos las manos, en el lavabo aquel. Lara ya iba a sacar el móvil otra vez. Mientras su abuela sacaba la ensalada, el pan y el guiso, veía de reojo cómo su nieta fotografiaba platos, ventana y a la gata Musa, que se colaba bajo la silla. —En la mesa nada de móviles —soltó Natividad disimulando. Daniel alzó la vista. —¿Perdón? —Eso —remató Víctor—. Después de comer, como queráis. Lara dudó, aun así dejó el móvil boca abajo junto al plato. —Solo era una foto… —Ya la has hecho —dijo Natividad, suave—. Primero comamos, luego ya… subes lo que sea. El verbo “subes” sonó titubeante. No sabía bien cómo se llamaba, pero suponía que bastaba. Daniel, viendo la atmósfera, también apartó el móvil. Era como si le pidieran desabrocharse el casco dentro de una nave espacial. —Aquí se va por horarios —prosiguió ella mientras servía el zumo—. Comer a la una, cenar a las siete. Por la mañana no más tarde de las nueve. Después, salís a jugar, lo que os plazca. —¿No más tarde de las nueve…? —farfulló Daniel—. ¿Y si por la noche veo pelis? —Por la noche se duerme —sentenció Víctor, sin mirar del plato. Natividad percibió que una fina hebra de tensión flotaba. Así que se apresuró: —No es una academia militar, claro. Pero si dormís hasta el mediodía, no veis el día. Tenemos río, bosque, bicicletas… —¡Yo quiero ir al río! —saltó pronto Lara—. Y foto sesión en el jardín también quiero. Ya estaban acostumbrados a la palabra “foto sesión”. —Perfecto —asintió Natividad—. Pero primero un pequeño favor. Hay que escardar patatas y regar fresas. No habéis venido a un resort. —Abu, que son vacaciones… —empezó Daniel, pero Víctor le cortó con la mirada. —Vacaciones, no balneario. Daniel suspiró pero no rebatió. Bajo la mesa, Lara le dio un toque con el pie y él sonrió, apenas. Después de comer, los niños se esparcieron a deshacer maletas. Media hora después Natividad fue a buscarles. Lara ya había colgado las camisetas del respaldo, puesto sus cremas, cargadores y frascos en la ventana. Daniel, sentado en la cama, seguía deslizando el dedo por la pantalla. —Os he cambiado las sábanas —anunció ella—. Si hay algo, decídmelo. —Todo bien, Yaya —sin alzar la vista del móvil, respondió Daniel. Le dolió ese “todo bien”. Pero solo asintió. —Por la tarde hacemos barbacoa —avisó—. Ahora, cuando descanséis, al huerto. Un rato ayudáis. —Vale… —bufó Daniel. Cerró suavemente la puerta y se detuvo fuera. Desde dentro se oía la risa de Lara, hablando por videollamada con alguien. Natividad, por primera vez, se sintió vieja. No por la espalda, sino porque la vida de los chicos discurría en otra dimensión invisible. No pasa nada, —se repetía—. Lo principal es no agobiar. Por la tarde, con el sol decayendo, los tres estaban en el huerto. La tierra templada, la hierba crujía a sus pies. Víctor señalaba qué arrancar, qué no. —Esto lo arrancas; esto lo dejas, —enseñaba a Lara. —¿Y si me equivoco? —No pasa nada —intervino Natividad—. No somos un koljós, no pasa nada. Daniel, a un lado, se apoyaba en la azada, mirando la casa. De su cuarto titilaba el azul del monitor, olvidado. —¿No perderás el móvil? —preguntó Víctor. —Lo dejé arriba —gruñó Daniel. Por alguna razón, aquello alegró más de lo que esperaba a su abuela. Los primeros días pasaron en temple. Por las mañanas los despertaba golpeando la puerta, protestaban, daban vueltas, pero a las nueve y media estaban en la cocina. Desayunaban, ayudaban algo y se dispersaban: Lara organizaba fotos con Musa y las fresas, las subía; Daniel leía, se ponía música, o se largaba con la bici. Las normas se sostenían en pequeños detalles. Móviles fuera durante la comida. Por la noche, silencio. Solo una vez, la tercera noche, Natividad se despertó entre risas apagadas tras la pared. Miró el reloj—casi la una. ¿Tiro o me espero? —dudó en la oscuridad. Las risas se repitieron. Luego el sonido de un audio. Suspiró, se echó una bata y llamó flojito. —Dani, ¿no duermes? Todo calló de inmediato. —Ya, —susurró él. Abrió la puerta con el ceño arrugado y el pelo revuelto, móvil en mano. —¿No duermes? —preguntó, buscando sonar calmada. —Veo una peli… —¿A la una? —Quedamos los amigos para verla a la vez y chatear… Le imaginó como, en distintos pisos de la capital, otros chicos hacían lo mismo, en penumbra, debatiendo el filme. —Mira, hacemos trato —dijo—. No me importa que veas pelis. Pero si trasnochas no sirves al día siguiente y no te puedo sacar al huerto. Hasta medianoche, venga. Después, a dormir. Frunció el ceño. —Pero es que ellos… —Ellos están en Madrid; tú aquí. Aquí mandamos nosotros. Tampoco pido que te acuestes a las nueve. Él se rascó la cabeza. —Vale —admitió—. Hasta medianoche. —Y cierra la puerta, que la luz molesta. Y el sonido, bajito. Al regresar al lecho, dudó si había sido demasiado blanda. Antes habría sido más firme, como con su hija. Pero algo se le resistía. Otros tiempos. Los conflictos emergían de cosas mínimas. Un día de calor, Natividad pidió a Daniel ayudar a Víctor a mover unas tablas al cobertizo. —Ahora voy —dijo, sin apartarse del móvil. Diez minutos después, seguía sin moverse. —Dani, tu abuelo cargando solo… —acusó, con dureza creciente. —Termino de escribir y voy —respondió con irritación. —¿Y qué escribes tú que es tan vital, que el mundo sin ti no anda? Él levantó la cabeza de golpe. —Es importante —clamó—. Estamos en un torneo. —¿Qué torneo? —De juego online. Si me voy, mi equipo pierde. Quiso replicar que hay deberes más esenciales, pero notó cómo apretaba los labios, la tensión en sus hombros. —¿Cuánto te queda? —Veinte minutos. —Vale. En veinte minutos, ayudas. ¿Trato? Asintió y siguió escribiendo. A los veinte, ya se ponía los tenis. —Ya voy, ya voy. Pequeños pactos así le hacían sentir que aún se podía manejar la situación. Pero llegó un punto de ruptura. Fue a mediados de julio. Iban a ir al mercado de abastos con Víctor, que pidió ayuda para cargar bolsas y vigilar el coche. —Dani, mañana vas con el abuelo —avisó Natividad cenando—. Yo y Lara nos quedamos, hacemos mermelada. —No puedo —saltó él. —¿Cómo que no? —He quedado con los chicos para ir a la ciudad. Hay festival de música, food trucks… —miró a Lara en busca de apoyo, pero ella encogió los hombros—. Os lo dije. No recordaba que lo dijera. Quizá sí, pero sería de pasada. Últimamente eran muchos temas. —¿A qué ciudad? —se inquietó Víctor. —A la nuestra. El tren—es solo una parada. Lo de “una parada” no convenció a su abuelo. —¿Sabes el camino? —preguntó. —Van todos. Y además, tengo dieciséis años. Ese “dieciséis” sonaba a desafío definitivo. —Con tu padre quedamos en que no ibas solo —insistió Víctor. —No voy solo, voy con amigos. —Todavía peor. Natividad sintió cómo la tensión espesaba el aire en la cocina. Lara apuró el plato y apartó la silla. —¿Y si vais hoy al mercado y mañana él va al festival? —intervino Natividad conciliadora. —El mercado es solo mañana —cortó Víctor—. Y necesito ayuda. No puedo solo. —Voy yo —dijo Lara inesperadamente. —Tú te quedas con la abuela —respondió él, sin pensar. —Puedo ir sola —propuso Natividad—. La mermelada espera. Lara te ayuda. Víctor la miró—admirado, agradecido, y desafiante. —¿Y este, el rey del mambo? —indicó a Daniel. —Es que… —¿No entiendes que no estamos en Madrid? Aquí no es tan sencillo. Además, respondemos por ti. —Siempre respondéis por mí —soltó Daniel—. ¿No puedo decidir nada por mi cuenta? Tras aquello, silencio sepulcral. Natividad sintió el alma oprimida. Quería decirle que lo entendía, pero solo oyó su voz, seca: —Mientras estés aquí, se respetan nuestras normas. Él apartó la silla de un golpe. —Pues nada. No voy. Se alejó, portazo incluido. Arriba, sonó un golpe sordo—quizá la mochila. La tarde pasó tensa. Lara intentó bromear, habló de una youtuber, pero no levantó mucho el ánimo. Víctor callaba con la vista en el plato. Natividad fregaba y revivía las palabras “nuestras normas”, repicando en la cabeza. Aquella noche la despertó un silencio inusual. Normalmente la casa crujía suave, una rata chillaba, pasaba algún coche. Ahora—demasiado silencio. Se fijó. Ninguna luz bajo la puerta de Daniel. Quizá al menos descanse —pensó, dándose vuelta. A la mañana, en la cocina, las nueve menos cuarto. Lara ya en la mesa, Víctor con el periódico. —¿Y Daniel? —preguntó. —Durmiendo, creo —dijo Lara. Natividad subió, llamó. —Dani, arriba. Nada. Abrió. La cama mal hecha, como siempre cuando no quería hacerla. Pero él no estaba. La sudadera en la silla, el cargador, el móvil no. Un vacío le atravesó. —No está —bajó. —¿Cómo que no? —Víctor se levantó. —Se ha ido. —Estará fuera… Buscaron por el patio, cobertizo, huerto. La bici estaba. —El tren de las ocho y cuarenta —susurró Víctor, mirando la carretera. Natividad notó las manos heladas. —Igual está con chicos del pueblo… —¿Qué chicos? Aquí no conoce a nadie. Lara sacó el móvil. —Le escribo. Sus dedos iban y venían ansiosos por la pantalla. —No lee —alzó la vista un minuto después—. Una sola marca. Lo de “una marca” no decía nada a Natividad, pero por la cara de su nieta supo que era mala señal. —¿Qué hacemos? —consultó a Víctor. Él meditó. —Voy a la estación —decidió—. A ver si alguien le vio. —Pero a lo mejor… —Ha salido sin avisar, —cortó él—, eso ya es grave. Rápido cogió las llaves. —Tú quédate —le dijo—, por si vuelve. Lara, si recibes noticias, me lo dices. El coche se fue. Natividad se quedó en la galería, trapo en mano. Por la mente le cruzaban todas las imágenes—Daniel en el andén, subiendo al tren, siendo empujado, perdiendo el móvil… Sacudió la cabeza. Tranquila. No es un niño. No es tonto. Una hora. Luego otra. Lara revisaba el móvil, negaba con la cabeza. —Nada, —susurraba—. Ni en línea. A las once volvió Víctor, cansado. —Nada. Ni un alma lo ha visto. Fui a la estación. Nada. —Quizá fue al festival —musitó Natividad—. A la ciudad. —Sin dinero ni nada… —Con la tarjeta. Y el móvil —interrumpió Lara. Se miraron. Para ellos el dinero era de monedero. Los chicos, en el aire digital. —¿Llamamos a su padre? —propuso Natividad. —Llama —aceptó Víctor—. Se enterará igual. La llamada fue dura. Su hijo empezó callando, luego maldijo, luego se quejó de su falta de control. Natividad colgó más agotada aún. Se sentó, cubriéndose la cara. —Abu —susurró Lara—. No ha desaparecido. Solo está enfadado. —Enfadado y se va, —musitó—. Como si fuéramos el enemigo. El día pasó eterno. Ocupaban las manos como podían: mermelada, herramientas… Sin ganas. El móvil, en silencio. Al atardecer, crujió el porche. Natividad tembló. Chirrió la verja. En el hueco—Daniel. Misma camiseta, vaqueros polvorientos, mochila, cara de cansado pero intacta. —Hola —saludó bajito. Natividad se puso en pie. Un segundo quiso abrazarle; algo la frenó. Solo preguntó: —¿Dónde estabas? —En la ciudad —bajó los ojos—. En el festival. —¿Solo? —Con chicos. Del pueblo vecino. Quedé con ellos. Víctor salió detrás, secando las manos. —¿Tienes idea de cómo… —empezó, pero se le quebró la voz. —He escrito —se adelantó Daniel—. Perdí cobertura y el móvil murió. Sin batería. Lara ya estaba allí, móvil en mano. —Yo también te escribí. Siempre una marca. —No era aposta —dijo, mirándoles—. Es que… sabía que si pedía permiso, no me dejaríais. Y ya había quedado. Entonces… Se atascó. —Y decidiste que era mejor no preguntar —acabó Víctor. El silencio reinó otra vez, ahora mezclado de agotamiento. —Entra y come —dijo Natividad. Daniel obedeció, sentándose en la cocina. Ella le puso un plato de sopa, pan, zumo. Comió con ansia, como quien no prueba bocado en el día. —Allí es todo carísimo —musitó él—. Vuestros “food trucks”. Ese “vuestros” sonó raro, pero no le reprochó. Comido ya, salieron a la galería. El sol cedía el paso a la noche. —Mira, —dijo Víctor tomando asiento—. Ya entendemos que quieres libertad. Pero somos responsables de ti. Mientras estés aquí, no podemos hacer como si no preocuparas. Daniel callaba. —Si quieres ir a algún lado —prosiguió él—, nos avisas. Con antelación. Y lo hablamos tranquilos. Miramos rutas, horarios. Si nos cuadramos, vas. Si no, no. Pero desaparecer así, no. —¿Y si no me dejáis? —preguntó. —Entonces te enfadas y te quedas —dijo Natividad—. Y nosotros te llevamos al mercado. Él la miró; en esa mirada se mezclaban rabia y pena. —No quería preocuparos —susurró—. Quería decidir. —Decidir está bien, —dijo ella—. Pero también implica cuidar de los que se preocupan por ti. Sus propias palabras la sorprendieron—no eran moraleja, sino realidad. Él suspiró. —Vale. Lo he entendido. —Tengo otra norma —añadió Víctor—. Si se te apaga el móvil, buscas dónde cargarlo. Bar, estación, lo que sea. Y primero avisas. Aunque temamos regañar. Daniel asintió. Se quedaron un rato en silencio. Detrás del seto, ladró un perro. Musa maulló en el huerto. —¿Y el festival, qué tal? —preguntó Lara. —Normal, la música, regulera, pero la comida rica. —¿Me enseñas fotos? —El móvil sin batería. —Nada, —suspiró ella—. Ni pruebas, ni contenido. Él sonrió de medio lado. Desde aquel día, todo cambió apenas. Las normas seguían, pero algo se flexibilizó. Por la noche Natividad y Víctor redactaron en un papel lo importante: levantarse antes de las diez, ayudar en casa dos horas, avisar de salidas y comidas, móviles fuera de la mesa. El papel quedó en la nevera. —Esto parece internado —bromeó Daniel. —Pero uno familiar, —corrigió ella. Lara propuso sus propias condiciones. —Y vosotros, no me llaméis cada cinco minutos si voy al río —dijo—. Y no entréis nunca sin tocar. —Ni lo hacemos —sorprendida, confesó Natividad. —Pues apuntadlo, —secundó Daniel—. Así es justo. Añadieron más líneas. Víctor resopló, pero firmó. Así surgieron tareas nuevas, compartidas. Un día Lara sacó un viejo juego de mesa. —Jugamos hoy —propuso. —Yo era un as con esto —se animó Daniel. Víctor, de primeras, reprochó tener faena en el garaje, pero al final se sentó. Resultó que recordaba las reglas mejor que nadie. Hubo risas, reproches amistosos y alianzas. Los móviles, olvidados. Cocinar pasó a ser otro reto colectivo. Harta del eterno “¿qué hay de cena?”, Natividad soltó: —El sábado cocináis vosotros. Yo solo os indico dónde está todo. —¿Nosotros? —bramaron los dos. —Sí. Cualquier cosa, con tal de que se pueda comer. Aceptaron en serio. Lara buscó una receta de moda, Daniel cortaba verduras debatiendo el método. Olía a sofrito, subía la montaña de cacharros, pero vibraba una alegría infantil. —No os ofendáis si luego hacemos cola al baño —gruñó Víctor, pero repitió plato. En el huerto también pactaron. En vez de imponer ración diaria de escarda, Natividad planteó “parcela propia”. —Ésta es tu línea —señaló a Lara junto a las fresas—. Y ésta, tuya —indicó a Daniel con las zanahorias—. Haced lo que queráis. Si sale, bien; si no, no os quejéis de la cosecha. —Un experimento —apuntó Daniel. —Con grupo control y experimental —añadió Lara. Y así ella hacía fotos diarias a sus fresas, las subía como “mi huerto”; él regó dos veces sus zanahorias y olvidó el resto. Al final del verano la cesta de Lara rebosaba, la de Daniel… sólo dos raíces tristes. —¿Conclusión? —preguntó Natividad. —Que el campo no es lo mío, —admitió él. Rieron. Ya sin tensión. Al final del verano, la casa bullía en ritmo propio. Desayuno juntos; a mediodía, cada uno a lo suyo; por la noche, la mesa los reunía. Daniel seguía trasnochando, pero a las doce apagaba luces; y Natividad, al pasar su puerta, solo oía un resuello tranquilo. Lara podía irse con la amiga al río, pero avisaba siempre. Las discusiones existían: por la música, la sal del guiso, la pila de cacharros. Pero ya no era una guerra generacional. Más bien la ajustada convivencia de quienes comparten techo. La última noche, Natividad horneó tarta de manzana. Todo olía a fiesta, la galería recibía el fresco, los macutos aguardaban ordenados. —Selfie de despedida —pidió Lara, ya cortando la tarta. —Otra vez con lo vuestro… —empezó Víctor, pero calló. —Solo para nosotros —aclaró Lara—. No hace falta subirla. Salieron al jardín. El sol rozaba los tejados, dorando manzanos. Lara puso el móvil en un cubo, programó el disparo y corrió. —Abu en el centro, abuelo a la derecha, Daniel aquí. Se arrimaron, incómodos pero unidos. Daniel rozó el codo de su abuela, Víctor también se acercó más. Lara los abrazó. —¡Sonreíd! Click. Y otra vez. —¡Listo! —miró la pantalla—. Sale genial. —Enséñala —pidió Natividad. Parecían algo pintorescos: ella con el delantal, Víctor en su camisa vieja, Daniel despeinado, Lara con su camiseta chillona. Pero juntos, conectados. —¿Me la imprimes? —preguntó ella. —Claro, te la mando. —¿Y cómo la imprimo si está en el móvil? —dudó Natividad. —Yo te ayudo —intervino Daniel—. Ven a vernos y la imprimimos, o te la traigo en otoño. Ella asintió, tranquila. No porque se entendieran a la perfección—discutirían mil veces más—sino porque sentía que, entre las reglas y la libertad, se abría una senda para ir y venir. Ya tarde, cuando los chicos dormían, salió a la galería. El cielo, oscuro, con estrellas escasas. La casa, en calma. Se sentó en el escalón, abrazándose. Víctor salió también, se sentó a su lado. —Mañana se van, —dijo. —Se van, —repitió. Silencio juntos. —Al final, bien —añadió él—. Se arregló. —Y hasta hemos aprendido algo —concedió ella. —Quién ha enseñado a quién… —bromeó bajito. Ella sonrió. En la ventana de Daniel, oscuridad. En la de Lara, igual. El móvil, seguro, cargando callado, reuniendo fuerzas para el siguiente día. Natividad entró, cerró la puerta, vio el papel en la nevera. Los bordes ya enrollados; el boli, junto. Pasó el dedo por las firmas y pensó, sorprendida, que quizá el próximo verano habrá que reescribirlo. Añadir, quitar. Pero lo esencial seguirá ahí. Apagó la luz y fue a dormir, sintiendo la casa respirar serena, guardando todo lo que fue aquel verano, dejando dentro sitio para lo que venga.
Normas de Verano Cuando el tren de cercanías frenó chirriando en la pequeña estación de Villalba de la
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073
Él le dijo a su esposa que se había cansado de ella, pero ella cambió tanto que ahora es ella quien se ha cansado de él
Hace casi dos años, escuché de mi marido una frase que nunca seré capaz de olvidar. Me dijo: Vives de
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066
« Señor… ¿puedo comer con usted? » preguntó la joven sin hogar al millonario — lo que él hizo a continuación dejó a todos en lágrimas y transformó por completo sus vidas.
¿Señor puedo comer con usted? preguntó la niña sin hogar al millonario. Lo que sucedió después dejó a
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0630
La suegra propuso que nos mudáramos a su piso con claras intenciones — Muchas gracias por tu oferta, de verdad. Es muy generoso por tu parte, pero vamos a rechazarla. El rostro de mi suegra se quedó desencajado. — ¿Y eso por qué? ¿Demasiado orgullosos? — No, no es cuestión de orgullo. Ya tenemos nuestra vida organizada. Cambiar a los niños de colegio a mitad de curso les supondría un estrés innecesario. Además, nos hemos acostumbrado. Acabamos de hacer reforma, está todo nuevo. Y en tu casa… — Cristina hizo una pausa, eligiendo bien las palabras, pero al final decidió ir al grano. — En tu piso hay recuerdos, cosas de mucho valor para ti. Nuestros hijos son pequeños, romperán o mancharán algo. ¿Para qué pasar esos nervios? Cuando Cristina volvió a casa del trabajo, su marido estaba esperándola en el pasillo. Se quitó los zapatos, fue en silencio al dormitorio a cambiarse y luego se dirigió a la cocina. El marido la siguió sin decir una palabra. Cristina no pudo más: — ¿Otra vez? Ya te lo dije: ¡No! Denis suspiró profundamente. — Mi madre ha llamado de nuevo. Dice que le sube la tensión. Que allí se le hace muy difícil, los abuelos están cada vez peor, son caprichosos como niños. Ella sola no se apaña ya. — ¿Y qué? — Cristina dio un trago de agua fría, intentando calmarse. — Fue decisión suya irse a la casa de campo. Alquila el piso, recibe dinero, respira aire puro. Al principio le encantaba. — Sí, le gustaba, pero mientras tenía fuerzas. Ahora se queja de aburrimiento y de lo duro que es. Total… — Denis cogió aire— Nos ha propuesto mudarnos a su piso. Una casa de tres habitaciones. Cristina abrió los ojos como platos y soltó un: — No. — ¿Por qué tan rápido? ¡Ni siquiera quieres escuchar! — protestó Denis— Piensa: el barrio es perfecto. A tu oficina llegas en quince minutos y a la mía en veinte. El colegio está cruzando la calle, la guardería en el patio. ¡Nos acabaríamos las horas en los atascos! Y este piso lo alquilamos, la hipoteca se paga sola. ¡E incluso nos sobraría algo! — Denis, ¿te oyes? — Cristina se acercó a él— Llevamos dos años y medio aquí. Yo misma decidí dónde poner cada enchufe. Los niños tienen a sus amigos en el portal de al lado. Por fin estamos en nuestro hogar. ¡En nuestro hogar! — ¿Qué más da dónde vivir si sólo vienes para dormir? ¡Dos horas de atasco cada día para volver del trabajo! — replicó él. — Allí es una casa antigua del centro, techos altos, paredes gruesas, no se oye a los vecinos. — Y la reforma que hicieron cuando yo iba al colegio —cortó Cristina — ¿Has olvidado el olor que hay allí? Y lo más importante, no es nuestra casa. Es la de Ana Leonor. — Mi madre dice que no se meterá en nada. Ella seguiría en la casa de campo, sólo quiere saber que alguien cuida de su piso. Cristina se rió tristemente. — Denis, ¿tienes memoria de pez? ¿Recuerdas cómo fue comprar este piso? Él bajó la mirada. Claro que se acordaba. Siete años saltando de alquiler en alquiler, ahorrando cada céntimo. Cuando juntaron para la señal, Denis fue a ver a su madre. El plan era perfecto: vender el gran piso del centro y conseguir dos más pequeños, uno para ella y otro para ellos. Ana Leonor sonreía y asentía: “Por supuesto, hijos, tenéis que ampliaros”. Ya tenían opciones elegidas. Ya soñaban con el cambio. Pero el día antes de firmar, ella llamó. — ¿Recuerdas lo que dijo? — insistió Cristina — “He pensado… Mi barrio es tan prestigioso, los vecinos son tan educados… ¿Cómo voy a irme a esa urbanización nueva de obreros? No quiero”. Y nos fuimos al banco, cogimos la hipoteca con intereses disparatados y compramos esto, a cinco kilómetros de la M-30. Solos. Sin sus “metros de prestigio”. — Bueno, entonces se equivocó, le asustaron los cambios, era cosa de la edad —murmuró Denis — Ahora dice otra cosa. Se siente sola. Quiere a los nietos cerca. — ¿Nietos cerca? Los ve una vez al mes, cuando vamos con la compra. ¡Y a la media hora ya dice que le duele la cabeza del ruido! En ese momento entró corriendo el pequeño Mario, seguido de su hermana Lucía. — ¡Mamá, papá, tenemos hambre! —gritó Mario. — ¡Y Lucía me ha roto el avión! ¡Tres horas me costó hacerlo! — ¡Eso no es verdad! — chilló Lucía. — ¡Él lo rompió solo! Cristina suspiró. — Venga, a lavarse las manos, que vamos a cenar. ¿Has hecho macarrones, papá? — Están hechos — masculló Denis— Y salchichas también. Mientras los niños arrastraban las sillas y Cristina ponía la cena, dejaron el tema. Lo retomaron por la noche, ya en la cama. *** El sábado tuvieron que ir a la casa de campo —Ana Leonor llamó por la mañana, con voz débil, diciendo que al abuelo se le habían acabado las medicinas y a ella “le dolía el corazón”. La carretera les llevó hora y media. Ana Leonor salió a recibirlos. A sus sesenta y tres, estaba impecable: pelo arreglado, manicura, pañuelo de seda al cuello. — ¡Ay, por fin! — se acercó para un beso — Cristina hija, ¿has engordado o es que esa camisa es ancha? — Hola, Ana Leonor. La blusa es ancha — Cristina aguantó la indirecta. Entraron en la casa. En el salón estaban los padres de la suegra, ya muy mayores y adormilados frente al televisor. Cristina los saludó, pero solo asintieron, sin apartar la vista de la pantalla. — ¿Os apetece un té? — preguntó Ana Leonor desde la cocina — Tengo galletas, un poco duras ya… No salgo a comprar, me duelen las piernas. — Trajimos tarta — dijo Denis, dejando la caja sobre la mesa — Mamá, tenemos que hablar. Lo del piso… Ana Leonor se animó de inmediato. — Sí hijo, sí. No puedo más. Aquí hay campo, aire puro, mis padres necesitan cuidados… Pero en invierno es mortal de aburrimiento. Y el piso allí vacío, alquilado a extraños que me lo destrozan todo. ¡Me duele el alma! — Mamá, si los inquilinos son buena gente, una familia — intervino Denis. — ¡Buena gente! — resopló la suegra. — Fui a mirar y la cortina torcida. Y ese olor… no es el mío. Por eso pienso: ¿para qué sufrís en las afueras? Veníos a mi casa. Hay sitio de sobra. Cristina miró a su marido. — Ana Leonor, ¿y usted dónde piensa vivir? — preguntó. La suegra levantó las cejas con asombro. — ¿Cómo dónde? Aquí, claro. Con mis padres. Bueno, a lo mejor algún día vuelvo, si necesito ir al médico. En mi ambulatorio los médicos me conocen de siempre. — ¿Algún día? ¿Eso cuántas veces sería? — indagó Cristina. — Pues, no sé, un par de veces por semana a lo mejor. O si hace mal tiempo, igual una semanita entera. Al fin y al cabo, mi habitación sigue siendo mía. No pongáis a los niños allí, que vayan a la habitación grande; mi dormitorio que esté cerrado, por si acaso. A Cristina se le cruzaron los cables. — O sea, nos ofrece el piso de tres habitaciones pero una hay que reservarla siempre para usted, ¿y viviríamos los cuatro en dos habitaciones? — ¿Por qué cerrarla? — se sorprendió Ana Leonor — Podéis usarla, pero no toquéis mis cosas ni el aparador. Ahí está el cristal, y los libros. Denis, ¿te acuerdas? Prohibido tocar la biblioteca. Denis se removió en la silla. — Mamá, si nos mudamos, hay que adecuar la casa, poner habitaciones infantiles… — ¿Habitaciones? Si hay un sofá cama estupendo. Lo compró tu padre. ¿Para qué gastar dinero? Cristina se levantó. — Denis, ¿hablamos fuera un momento? Salió a la terraza sin esperar respuesta. Denis fue tras ella, mirando de reojo la puerta. — ¿Has escuchado? —susurró Cristina— “No toquéis el sofá”, “la habitación es mía”, “vendré una semana”. ¿Entiendes lo que significa? — Cristina, solo tiene miedo al cambio… — No, Denis. Quiere que le cuidemos el piso gratis, ¡y ni siquiera podré cambiar un mueble! Entrará con su llave cuando quiera y me dirá cómo colgar cortinas, hacer la sopa y tender las camas. — Pero es más cerca del trabajo… — intentó él. — Me da igual el trabajo. Prefiero tardar dos horas en el atasco y saber que llego a mi casa y soy la dueña. Denis bajó la mirada. Lo entendía todo. La facilidad de la propuesta le había nublado el juicio. — Y otra cosa — Cruzada de brazos, Cristina remató. — Recuerda lo de la venta del piso. Entonces nos dejó plantados por el prestigio. Ahora solo está aburrida. Quiere entretenimiento y tenernos ahí, a mano, para dar la lata. En ese momento se abrió la puerta y apareció Ana Leonor. — ¿De qué cuchicheáis ahí fuera? Cristina se giró hacia ella. — No se preocupe. No vamos a mudarnos a su piso. — Tonterías — bufó la suegra — Denis, ¿no dices nada? ¿Aquí decide tu mujer y tú sólo asientes? Denis levantó la cabeza. — Mamá, Cristina tiene razón — dijo firme — No nos vamos. Nosotros tenemos nuestra casa. Ana Leonor frunció los labios. Sabía que había perdido, pero no lo reconocerá nunca. — Pues vosotros veréis. Yo solo quería ayudar. Luego no os quejéis de los atascos. — No nos quejaremos — dijo Denis — Vámonos ya. ¿Necesitas algo más? — No quiero nada vuestro — ella se giró y cerró la puerta de un portazo. Viajaron en silencio. Los atascos ya se disipaban, pero el GPS marcaba retenciones cerca de su barrio. — ¿Estás enfadado? — preguntó Cristina en un semáforo. Denis negó con la cabeza. — No. Solo imaginaba a Mario saltando en el ‘sofá de papá’ y a mamá dándole un infarto. Tienes razón. Era una mala idea. — No me importa ayudar, Denis — le dijo acariciando su rodilla— Si hace falta, llevamos comida, medicinas. Y si la cosa se pone complicada, contratamos una cuidadora. Pero vivimos en nuestro sitio. La distancia, el secreto para la paz familiar. — Sobre todo con mi madre — bromeó él. *** Por supuesto, Ana Leonor les guardó rencor. Parece que ya había echado a los inquilinos, convencida de que su hijo y su nuera aceptarían mudarse. Durante casi un mes, estuvo machacando a Denis por teléfono. Él aguantó firme. Quién iba a decir que era tan fácil decir “no” cuando la situación lo exige.
La suegra propuso que nos mudáramos a su piso, claramente con segundas intenciones Muchas gracias por
MagistrUm