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La casa de nadie Sergio se despertó, como siempre, sin necesidad de despertador, a las seis y media. El piso estaba en silencio, sólo el rumor bajo del frigorífico rompía la calma de la cocina. Se quedó un momento tumbado, escuchando ese sonido, y alargó el brazo hacia la repisa de la ventana en busca de sus gafas. Afuera, el día apenas clareaba y algunos coches deslizaban sus neumáticos por el asfalto mojado. Antes, a esa hora, se preparaba para ir a trabajar. Se levantaba, iba al baño, escuchaba cómo el vecino encendía la radio al otro lado de la pared. Ahora el vecino seguía encendiendo la radio, pero él ya sólo pensaba en qué haría ese día. Oficialmente estaba jubilado desde hacía tres años, pero por costumbre seguía llevando una vida de horarios estrictos. Se puso unos pantalones de chándal y fue hasta la cocina. Puso la tetera a hervir y sacó un trozo de barra de pan del día anterior de la panera. Mientras el agua se calentaba, se asomó a la ventana. Séptimo piso, edificio de ladrillo visto, patio con parque infantil. Abajo, debajo de la ventana, estaba su viejo Lada Niva, cubierto por una fina capa de polvo. Pensó automáticamente que debía pasar por el garaje y comprobar si el techo goteaba. El garaje estaba en un polígono de la ciudad, a tres paradas de metro. Antes pasaba allí medio fin de semana, trasteando en el coche, cambiando el aceite, discutiendo con los vecinos sobre el precio de la gasolina o sobre fútbol. Ahora todo era más fácil: talleres rápidos, compra de ruedas por Internet, tienda en dos clics. Pero el garaje no lo había dejado. Allí guardaba herrajes, neumáticos, cajas con cables y maderas, sus ‘cosas de manitas’, como decía. Y el chalet: una casita en una urbanización de las afueras. De madera, con un porche estrecho, dos habitaciones y una cocina pequeña. Cuando cerraba los ojos aún veía esas tablas, las grietas del suelo, y oía la lluvia repiqueteando en el tejado. El chalet lo heredó junto a su mujer de los padres de ella. Hace más de veinte años iban allí casi todos los fines de semana, con los niños. Cavaban huertos, freían patatas, ponían el radiocasete sobre el taburete. La mujer llevaba cuatro años muerta. Los hijos ya crecieron, cada uno con su piso, su familia. Y el chalet y el garaje seguían siendo su mundo. Le hacían sentir dentro de una coordenada fija y familiar. Aquí el piso, allí el chalet, allí el garaje. Todo en su sitio, todo bajo control. La tetera silbó. Sergio se preparó el té y se sentó a la mesa. En la silla de enfrente, doblado de víspera, estaba el jersey de punto. Comió el bocadillo, miró el jersey, y pensó en la conversación de la tarde anterior. Ayer vinieron los hijos. El hijo con su mujer y un niño pequeño, el nieto. La hija con su marido. Merendaron, hablaron de cuándo irían de vacaciones. Luego la charla viró al tema de siempre últimamente: el dinero. El hijo explicó que la hipoteca apretaba, que subieron los intereses. La hija se quejaba del precio de la guardería, de las clases extraescolares, de la ropa. Sergio asentía: recordaba contar las pesetas hasta la nómina, cuando no tenía ni chalet ni garaje, sólo una habitación de alquiler y esperanzas. A continuación el hijo, algo cohibido, soltó: — Papá, hemos hablado entre nosotros… También lo comentamos con Cristina. ¿No crees que podrías vender algo? El chalet, por ejemplo. O el garaje. Ya casi no vas… Él había bromeado cambiando de tema, pero por la noche no pegó ojo, repitiéndose ese “ya casi no vas”. Terminó el bocadillo, apuró el té, dejó la taza en el fregadero. Miró el reloj: las ocho. Decidió irse al chalet: tenía que ver cómo estaría tras el invierno. Y de paso… demostrarse algo a sí mismo. Se abrigó, cogió las llaves del chalet y del garaje, se las metió en el bolsillo de la cazadora. Se detuvo en el espejo del pasillo: un hombre de sienes canosas, ojos algo cansados pero aún fuerte. No era un viejo. Se arregló el cuello y salió. Paró primero en el garaje a recoger herramientas. La cerradura chirrió, la puerta se abrió con el gesto habitual. Olor a polvo y gasolina, trapos viejos. En los estantes, tarros de tornillos, cajas con cables, una vieja cinta de casete rotulada a mano. Telarañas en la viga. Repasó con la mirada las baldas: el gato hidráulico de su primer coche, las tablas ordenadas para un banco que nunca llegó a construir para el chalet. Pero aún las conservaba. Cogió la caja de herramientas, varias garrafas, cerró el garaje y condujo hasta las afueras. Tardó alrededor de una hora. Nieve sucia a los lados de la carretera, la tierra oscura asomando en los claros. La urbanización seguía vacía: aún era pronto para que llegara la mayoría. En la garita, la portera, con su anorak, le saludó con la cabeza. El chalet le recibió con su inmovilidad propia de la temporada baja. Valla de madera, cancela medio torcida. La abrió, anduvo por el sendero de la entrada, las hojas pisadas crujían bajo las botas. Dentro olía a madera y humedad. Abrió las ventanas para airear, retiró la colcha vieja de la cama, la sacudió. En la diminuta cocina, la cazuela de esmalte donde antes hacían compota. De un clavo colgaba el manojo de llaves: el del trastero del jardín. Fue recorriendo el interior, acariciando con las yemas paredes y pomos. En la habitación de los niños, la litera todavía montada. Arriba, un oso de peluche con una oreja arrancada. Recordaba cómo su hijo lloró por eso, y él, al no encontrar pegamento, se la ató con cinta aislante. Salió al jardín. La nieve, casi derretida; los bancales, negros y húmedos. En la esquina, una barbacoa oxidada. Recordó el olor de la carne a la brasa, las meriendas con su esposa en el porche, el té en vasos de cristal, las risas de los vecinos de parcela. Sergio suspiró y se puso a trabajar: limpió el sendero, arregló la tabla suelta del porche, revisó el tejado del trastero. Encontró una silla de plástico, se sentó fuera. El sol ya calentaba. Miró el móvil, revisó las llamadas. Su hijo había telefoneado la noche anterior. La hija había escrito en el chat: “Tenemos que hablarlo con calma, papá. No estamos en contra del chalet, pero hay que pensar con la cabeza”. Con la cabeza. Lo había oído muchas veces en los últimos meses. Pensar con la cabeza era no dejar dinero muerto. Pensar con la cabeza era que un jubilado no debía matarse a trabajar con la finca y el garaje. Era ayudar a los hijos mientras pudiera. Él los entendía. De verdad. Pero allí, sentado en la silla de plástico, escuchando lejano un perro y el goteo del agua del tejado, esa ‘cabeza’ se le iba al fondo. Esto no era cuestión de cálculos. Caminó por la parcela, volvió a cerrar la casa, echó el candado. Subió al coche y volvió a Madrid. Sobre la una llegó al piso. Dejó la chaqueta y la bolsa de herramientas en el recibidor. En la cocina puso la tetera y se dio cuenta de la nota sobre la mesa, en una hoja de bloc: “Papá, pasamos esta tarde, hablamos. S.” Se sentó y apoyó las manos sobre el tablero. Era esa tarde. Habría que hablar en serio, sin bromas. Por la tarde vinieron los tres: el hijo con su mujer y la hija. Al nieto lo dejaron con los suegros. Sergio abrió y les saludó, les dejó pasar al pasillo. El hijo, como antes, se descalzó y colgó su abrigo en la percha. Un gesto automático. Ya en la cocina se sentaron. Sirvió té, pastas, caramelos. Nadie tocó nada. Hablaron primero de cosas sin importancia: el niño, el trabajo, el tráfico. Luego, la hija miró al hermano y éste asintió, y ella dijo: — Papá, hablemos de verdad. No queremos presionarte, pero… todos tenemos que tomar una decisión. Sergio sintió un nudo en el estómago. Asintió: — Hablad. El hijo empezó: — Mira, tienes este piso, el chalet y el garaje. El piso es sagrado, de eso ni hablamos. Pero el chalet… Tú mismo dices que te cuesta. El huerto, el tejado, la valla… Cada año se va dinero ahí. — Hoy he ido —dijo Sergio bajo—. Todo está bien. — Ahora sí —dijo la mujer de su hijo—. Pero ¿y dentro de cinco, diez años? Tú no vas a vivir eternamente. Perdona, pero tenemos que pensar en ello. Sergio apartó la mirada. El “no vas a vivir eternamente” le resultó demasiado directo, aunque no parecía querer herirle. La hija habló con más suavidad: — No te decimos que lo dejes. Pero si vendes el chalet y el garaje, el dinero se reparte: parte para ti, parte para nosotros. Nos ayudaría con la hipoteca. Siempre dijiste que te gustaría echarnos una mano. En efecto, así lo decía cuando recién se jubiló y aún hacía algunos trabajos. Entonces pensaba que sería fuerte muchos años y podría ayudar. — Ya ayudo lo que puedo —contestó—. Me llevo al niño, os compro comida. El hijo sonrió tenso: — Papá, eso no es lo mismo. Ahora necesitamos una cantidad, no favores puntuales. Lo sabes, viste los intereses. No es que te pidamos que nos des todo. Es que tienes propiedades… Aquella palabra, propiedades, sonó extraña en la cocina. Sergio sintió que una columna invisible, hecha de cifras, recibos y créditos, se erigía entre ellos. Agarró la taza, bebió un sorbo de té ya frío. — Para vosotros son propiedades —dijo despacio—. Para mí son… Se quedó callado, buscando la expresión. No quería sonar grandilocuente. — Son trozos de vida —dijo al fin—. Ese garaje lo construí con mis propias manos. Con mi padre, en paz descanse. Ladrillo a ladrillo. Y el chalet… Ahí crecisteis vosotros. La hija bajó la vista. El hijo calló un momento y añadió, más suave: — Lo entendemos, de verdad. Pero tú apenas vas. Cada vez está más vacío. No puedes con todo solo. — Hoy he estado allí —repitió Sergio—. Todo bien. — Hoy. ¿Y antes? ¿En otoño? Papá, en serio. Se hizo el silencio. Se oía el tic-tac del reloj del salón. Sergio vio de pronto con claridad cómo discutían sobre su vejez como un asunto que planificar: optimización de gastos, reparto de propiedades. — Bien —dijo—. ¿Qué proponéis entonces? El hijo se animó: se notaba que ya lo tenían hablado. — Hemos contactado con una inmobiliaria. Por el chalet se saca buen dinero. El garaje también se vende bien. Nosotros nos encargamos: enseñar, papeles. Tú solo firmas la autorización. — ¿Y el piso? —preguntó Sergio. — El piso no se toca —dijo rápido la hija—. Este es tu hogar. Él asintió. ‘Hogar’ sonaba de otro modo. ¿Solo estas paredes? ¿Y el chalet, el garaje donde pasaste tantas horas…? Se levantó, fue a la ventana. Las farolas del patio encendidas. Todo igual que veinte años atrás. Sólo los coches y los críos han cambiado. — ¿Y si no quiero vender? —preguntó sin girarse. Más silencio. La hija contestó con cautela: — Papá, es tuyo. Tú decides. Nadie puede obligarte. Solo… nos preocupa verte tan cansado. — Cansancio hay —concedió él—. Pero aún puedo decidir a qué dedicar mi tiempo. El hijo suspiró: — No queremos discutir, pero parece que prefieres aferrarte a las cosas y nos dejas con toda la carga: financiera y mental. Siempre estamos pensando qué hacer si de repente enfermas. ¿Quién va al chalet? ¿Quién lo mantiene? Sergio sintió una punzada de culpa. Él también lo pensaba: si le pasaba algo repentinamente, sus hijos tendrían que hacer gestiones, heredar, ver a quién tocaba cada casa. Sí, sería duro. Volvió a la mesa, se sentó. — Y si… —empezó, dudó—. Si pongo el chalet a vuestro nombre, pero sigo yendo mientras pueda? Hija e hijo cruzaron una mirada. La nuera frunció el ceño. — Papá —dijo—, pero eso no resuelve. Nosotros no podríamos ir tanto como tú quieres: trabajo, los niños… — No os pido que vayáis. Sólo seguir yendo yo, el tiempo que aguante. Después decidís. Sabía que era un compromiso: para él, tener la puerta abierta; para ellos, la herencia en orden. La hija meditó. — Es una opción —dijo—. Pero seamos sinceros: probablemente nunca iremos. Nosotros nos planteamos irnos a otra ciudad, donde la vida es más accesible. Sergio se estremeció. Eso no lo sabía. El hermano también alzó las cejas. — No me lo habías dicho —le recriminó. — Solo lo estamos pensando —se defendió ella—. En cualquier caso, el chalet para nosotros no es lo que es para ti. No lo vemos como tu futuro. Quedó atrapado en esa palabra: “futuro”. El de ellos iba en otra parte; el de él, en estos lugares, el piso, el garaje, el chalet. Dieron vueltas a los mismos argumentos un buen rato. Ellos con cifras y planes, él con recuerdos. Hablaban de salud y vejez; él, de no marchitarse si se quedaba sin ocupación. Hasta que el hijo, finalmente agotado, soltó —más áspero de lo que pretendía—: — Papá, no puedes seguir siempre quitando malas hierbas. Llegará un momento en que no puedas. ¿Y entonces? ¿Que todo se caiga? ¿Que lo veamos una vez al año, hecho ruinas? Sergio se irritó: — ¿Ruinas para ti? Correteaste ahí de niño. — Pero crecí. Ahora tengo otras preocupaciones. Silencio otra vez. La hija quiso mediar: — Sasha, ya basta… Ya era tarde. Sergio comprendió que hablaban lenguajes distintos. Para él, tiempo en el chalet era vida; para ellos, un pasado bonito pero prescindible. Se levantó. — Vale. Tengo que pensarlo. No hoy, ni mañana. Dadme tiempo. — Papá —intentó la hija—, no podemos tardar. El mes que viene vence el plazo del banco… — Lo entiendo —le interrumpió—. Pero entended vosotros: esto no es vender un armario. Silencio. Empezaron a irse, colocaron los zapatos, se abrigaron. La hija le abrazó despacio. — No es que rechacemos el chalet de verdad —le murmuró—. Tememos por ti. Asintió, incapaz de hablar. Cuando se quedaron solos, la casa se llenó de silencio. Sergio fue a la cocina, se sentó a la mesa. Allí, tazas a medio vaciar, la bandeja de pastas. Se sintió muy cansado. Se quedó así mucho rato, sin encender la luz. Afuera caía el crepúsculo, se encendían ventanas en la casa de enfrente. Al rato se levantó, sacó del armario la carpeta de documentos. El título del chalet, el garaje. Se detuvo en el plano: ese rectángulo, los bancales dibujados. Pasó el dedo por las líneas, como por los caminos de tierra reales. Al día siguiente fue al garaje. Necesitaba hacer algo. Abrió las puertas de par en par para que entrara el sol. Organizó herramientas, revisó cajas. Tiró por fin lo que ya era chatarra. El vecino, un tal Manolo, apareció por allí. — ¿Te deshaces del trasto? —preguntó. — Limpiando, a ver qué quiero y qué no. — Bien hecho —afirmó—. Yo vendí el mío. Hacía falta para el coche del hijo. Sin garaje, pero el chaval está encantado. Sergio guardó silencio. Manolo se fue, él se quedó entre cosas y pensamientos. Vender —hijo contento. Tan sencillo como una chaqueta vieja. Tomó una llave inglesa gastada de tanto usar. Recordó cuando su hijo, de niño, le pedía que le dejase apretar tornillos. Antes pensaba que siempre estarían juntos, unidos por el lenguaje del taller. Ahora ese lenguaje le era extranjero a su hijo. Por la tarde volvió a repasar los papeles. Llamó a la hija. — He decidido —le dijo—. Pongo el chalet a nombre de los dos, tú y Sasha. Pero no se vende todavía. Voy mientras pueda. Luego, haced como mejor veáis. Una pausa. — ¿Estás seguro? — Seguro —mintió. En el fondo sentía que se arrancaba algo muy suyo, pero no había más remedio. — Vale. Mañana nos vemos y vemos los papeles. Colgó y se quedó callado. Se sentía cansado, pero extrañamente aliviado. Como alguien que toma una decisión inevitable. Una semana después fueron al notario. Firmó el documento de donación con la mano algo temblorosa. El notario le explicaba lo que firmaba; los hijos, agradecidos. — Gracias, papá —dijo el hijo—. Nos soluciones mucho. Él asentía. Pero sentía que también le solucionaban a él el problema de “el después”. El después ya estaba en los papeles. Decidió guardar aún el garaje, por ahora. Los hijos sugerían venderlo también, pero él fue tajante. Lo necesitaba, dijo, para no pasarse el día ante la tele. Eso lo entendieron. La vida siguió igual. Él en su piso, yendo de vez en cuando al chalet: ya como invitado en lo que no era suyo. Pero todavía con las llaves, y nadie ponía pegas. El primer día que fue tras el cambio, el parque florecía. Pensó en el viaje sabiendo que la casa no era formalmente suya: propiedad ajena. Pero abrió la cancela, oyó el chirrido, recorrió el camino y el sentimiento de ajenidad se desvaneció. Entró, colgó la chaqueta en el clavo. Todo igual: la cama, la mesa, el oso de peluche remendado. Se sentó en el taburete del ventanal. Un rayo de sol iluminaba el polvillo sobre la madera. Pasó la mano por la repisa, notó cada veta. Pensó en sus hijos, en sus vidas calculadas, en sus planes. En los suyos, cada vez más ligados a estaciones que a años: aguantar hasta la próxima primavera, remover la tierra una vez más, sentarse al porche en verano. Sabía que venderían la casa tarde o temprano. Tal vez en un año, tal vez en cinco. Cuando ya no pudiera ir. Dirán que mantenerlo vacío no tiene sentido. Y tendrían razón. Pero de momento, la casa seguía. El tejado aguantando, palas en el trastero, los brotes verdes abriéndose paso en los bancales. Aún podía caminar por la parcela, agacharse, recoger tierra. Salió, rodeó la casa. Vio los vecinos: unos plantando, otros colgando ropa. La vida seguía. El verdadero miedo no era a perder la casa y el garaje. Era a volverse prescindible. Estos lugares le recordaban que aún era útil, que podía arreglar, pintar, cavar. Ahora esa prueba era frágil, más memoria que propiedad. Pero el derecho a estar allí nadie se lo quitaba: no por papeles, sino por todo lo que recordaba. Sacó un termo de té, lo vertió en la taza, probó. Algo amargo, pero no como aquella noche en la cocina. Decisión tomada. Lo que perdía y lo que ganaba estaba claro. Había entregado parte de sí, y recibía a cambio el seguir estando, aunque fuera por la memoria. Miró la puerta, la cerradura, la llave vieja y gastada. La apretó en la mano. Algún día esa llave quedará en manos ajenas, que la meterán en la cerradura sin saber el peso de ese gesto. Y eso le dio tristeza y, al mismo tiempo, paz. El mundo cambia, las cosas se heredan, se venden. Lo principal es haber vivido el tiempo justo en tu lugar: aunque solo sea por dentro y no en ningún papel. Sergio terminó el té, se levantó. Caminó al trastero, sacó una pala. Al menos cavar un bancal más. Por él, no por nadie más. Clavó la azada, apoyó el pie, la tierra se abrió. El olor a húmedo. Inspiró hondo, agachado. El trabajo era lento: le dolía la espalda, los brazos pesados. Pero con cada palada sentía alivio. Como si removiera no solo la tierra, sino los miedos. Al atardecer se sentó en el porche, secándose el sudor de la frente. Los bancales ordenados, el cielo rosado. Escuchó el grito lejano de un pájaro. Miró la casa, sus huellas en la tierra, la pala apoyada. Pensó en qué pasaría mañana, el año próximo, en cinco. No lo sabía. Pero sentía que, ahora mismo, estaba exactamente donde tenía que estar. Se levantó, apagó las luces, cerró la casa. En el porche se detuvo un segundo, escuchó el silencio. Echó la llave: el hierro hizo clic. Sergio guardó la llave en el bolsillo y caminó hacia el coche, evitando pisar la tierra recién removida.
Nadie en casa Me desperté, como de costumbre, sin necesidad de despertador, a las seis y media.
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— ¡No es tu hija! ¿Estás completamente ciego? Estuve saliendo con mi futuro marido menos de un año. Cuando conocí a su madre, ni por asomo imaginé que su actitud hacia mí y hacia nuestra hija, que nació después de casarnos, sería tan desconfiada y negativa. El problema era que nuestra niña nació rubísima y de ojos azul intenso, mientras que mi marido y su hermano menor parecían gitanillos. Cuando estaba en la planta de maternidad, mi suegra me llamó para felicitarme y quiso conocer a su nieta. Así se produjo el encuentro. El rostro de mi suegra se volvió frío y, en pleno pasillo de la maternidad, me soltó a bocajarro: — ¿Qué pasa, han cambiado a la niña? Todos los presentes se quedaron boquiabiertos y mi suegra me miraba esperando respuesta. Yo, incómoda, le dije que era imposible porque la niña no me había dejado en ningún momento. La siguiente ocurrencia mi suegra la llevaba en la frente, aunque no la soltó entonces. Pero en casa, mientras estábamos con el bebé, le espetó a mi marido: — Que no es tu hija, ¿es que estás ciego? Mi marido se quedó de piedra, pero mi suegra seguía insistiendo: — ¡No se parece en nada a ti ni a su madre! ¿No ves por qué? ¡Seguro que fue otro hombre! En ese momento, mi marido se puso de mi lado y la sacó de casa. Yo estaba dolida, llevábamos mucho esperando ese día, el embarazo fue complicado, pero mi niña nació sana y respiré tranquila cuando me la pusieron encima y lloró fuerte. El médico incluso bromeó: — ¡Vaya artista que tienes aquí, qué pulmones! Sonreí, me la pusieron al lado y nos llevaron a planta. Soñaba con las navidades y momentos en familia, hasta que… Después de que mi suegra se fuese, mi marido intentó animarme, pero el ambiente ya estaba envenenado. Mi suegra como si estuviera poseída: ni el rechazo de su hijo la detuvo, sino que inició su particular guerra. Llamadas constantes a mi marido; en cada rara visita, comentarios venenosos contra mí y nuestra felicidad. Jamás cogía a su nieta en brazos, intentaba quedarse a solas con su hijo, y exigía una prueba de paternidad. No le importaba soltar lo primero que se le pasaba por la cabeza, y yo lo oía todo en la otra habitación. Mi marido le explicaba que por supuesto, esa niña era su hija, que confiaba en mí, pero ella solo se reía: — ¡Pues hagamos la prueba! Un día de estos no aguanté más. Fui a la cocina, interrumpí la conversación y dije: — ¡Cuánto rollo! ¡Hagamos la prueba y le ponemos un marco bonito, así la abuela lo cuelga en el dormitorio y puede admirar el resultado: papá eres tú! Mi suegra me fulminó con la mirada y no supo qué responder. Mi tono era sarcástico y el mensaje claro. Aun así, hicimos la prueba. Mi marido ni quiso leer el papel, sabía lo que ponía, y mi suegra, tras mirar el resultado, me devolvió el folio. No pude resistirme: — ¿Y cómo quieres el marco, claro o oscuro? Mi suegra se enfadó: — ¡Encima te ríes! Seguro que ese test te lo ha hecho un amigo. Mi hijo pequeño tiene una niña igualita a él, morenita y con sus mismos ojos. ¡Eso sí es nuestro! Total, que la famosa prueba no cambió nada. La guerra continuó. Cinco años pasaron entre peleas familiares. Volví a quedarme embarazada, tres meses después que la mujer del hermano de mi marido. Con ellos, la relación perfecta; hasta les hacía gracia cada vez que mi suegra insinuaba sospechas sobre el padre de mi hija. Su segundo hijo fue una niña. Cuando conocimos a la bebé y a la madre al salir del hospital, levanté una esquina del edredón y me eché a reír: ¡era un clon de mi hija! Todos me miraron y, entre carcajadas, dije: — ¿Y tú? ¿Resulta que has estado con mi amante? Todos entendieron el chiste y reaccionaron bien, menos la cara de mi suegra, que se puso colorada. No dijo ni pío. Fue el punto de inflexión. Dejó de decir tonterías; y la primera vez que la vi jugando a las muñecas con mi hija, supe que el hielo se había roto. Ahora mi hija es la nieta mayor y la favorita, “nuestra niña”, “mi arándana” y demás. Mi suegra la colma de regalos y mimos, intentando compensarla por los años de enemistad. No le guardo rencor, pero la espinita sigue ahí. Espero que con el tiempo desaparezca.
¿Pero no ves que esa niña no es tu hija, o es que estás completamente ciego? Recuerdo como si fuera ayer
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019
La carta que nunca llegó La abuela llevaba rato sentada junto a la ventana, aunque fuera no había mucho que mirar. En el patio anochecía temprano, la farola bajo la ventana se encendía y apagaba cada poco, como si le costase. Sobre la nieve quedaban huellas dispersas de perros y de personas; a lo lejos, la portera arrastraba su pala—y luego volvía el silencio. Sobre el alféizar descansaban unas gafas de montura fina y un móvil antiguo con la pantalla resquebrajada. El móvil a veces zumbaba brevemente cuando caían fotos o audios al chat familiar, pero hoy permanecía callado. En casa reinaba el silencio, sólo el tic-tac del reloj parecía más ruidoso de lo tolerable. Se levantó, fue a la cocina y encendió la luz. La bombilla derramó un círculo débilmente amarillento. En la mesa había un bol de varéniki ya fríos, tapados con un plato. Los había cocido por si acaso venía alguien, pero nadie apareció. Se sentó, cogió un varénik, lo mordió y enseguida lo devolvió al plato—la masa, tras todo el día, estaba como goma. Comestible, pero sin ilusión. Se sirvió un té de la vieja tetera esmaltada, escuchó el agua al caer en el vaso y, sin esperarlo, suspiró en voz alta. El suspiro fue pesado, como si algo se le hubiera desprendido del pecho y hubiera ido a sentarse junto a ella en el taburete. ¿De qué me quejo?, pensó. Todos están vivos, gracias a Dios. Tengo techo. Y aun así… Aun así, a la cabeza volvían retazos de conversaciones recientes. La voz de su hija, tensa como una cuerda: —Mamá, ya no puedo seguir así con él. Otra vez… Y la de su yerno, medio irónica: —Se te queja, ¿verdad? Dile que en la vida no todo sale a su gusto. Y Sashka, el nieto, soltando un «ajá» distraído cuando le preguntaba cómo iba todo. Esos «ajá» dolían más que nada. Antes podía pasarse horas contándole cosas del cole, de sus amigos. Ahora ya ha crecido, claro. Pero aun así. No se peleaban delante de ella, no portazos, no reproches en voz alta. Pero entre palabra y palabra había un muro invisible. Aguijazos, cosas no dichas, rencores que nadie nombraba. Y ella, moviéndose entre ambos lados, intentando no decir nada de más. A veces pensaba que todo era culpa suya, que no supo educar bien, aconsejar a tiempo, callar cuando hacía falta… Dio un sorbo de té, se hizo daño y recordó cuando Sashka era pequeño y juntos escribieron la carta a los Reyes Magos. Él con su letra irregular: «Trae, porfa, un mecano y que mamá y papá no se peleen». Entonces ella reía y le decía que los Reyes lo escuchaban todo. Ahora, esa memoria le hacía sentirse incómoda, como si hubiera mentido al niño. Mamá y papá nunca dejaron de discutir—sólo aprendieron a hacerlo más bajo. Apartó el vaso, limpió la mesa—ya limpia de por sí—, y fue al salón. Encendió la lámpara de sobremesa. Su luz cayó sobre el viejo escritorio, donde ya casi no escribía a mano. Ahora todo era en el móvil: mensajes, emoticonos, audios. Pero la pluma ahí seguía, en un bote, junto a un cuaderno de cuadros. Se quedó mirándolos. Y de pronto pensó: ¿Y si…? La idea era absurda y casi infantil, pero le templó el pecho. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir regalos. Sólo para pedir. No a las personas, que tienen sus propios líos, sino a alguien que, en teoría, no le debe nada a nadie. Sonrió para sí misma. Vaya, una vieja volviéndose loca, escribiendo a los Reyes Magos. Pero la mano ya iba al cuaderno. Se sentó, se arregló las gafas, cogió la pluma. Pasó las primeras páginas con notas antiguas; buscó una limpia. Dudó un poco, luego escribió: «Queridos Reyes Magos». La mano le tembló. Le dio pudor, como si alguien le leyera por encima del hombro. Miró la habitación vacía, la cama hecha, el armario cerrado. Nadie. —Bueno, da igual —dijo en voz baja, y siguió: «Sé que vosotros sois para los niños, y yo ya soy mayor. No quiero pediros abrigo, tele ni otras cosas. Tengo lo que necesito. Sólo os pido una cosa: que en mi familia haya paz. Que mi hija y su marido no discutan. Que mi nieto no me hable como si fuéramos extraños. Que podamos sentarnos juntos a la mesa sin miedo a que alguien diga algo desafortunado. Sé que la culpa es de los propios, que vosotros no tenéis la culpa. Pero igual podéis ayudar un poco, aunque sea. Seguramente no tengo derecho a pedir esto, pero igual lo hago. Si podéis, haced que nos escuchemos unos a otros. Con cariño, la abuela Nina». Leyó lo escrito. Las palabras le parecieron infantiles y torcidas, como dibujos de niños. Pero no las tachó. Sintió alivio, como si, por fin, hubiera dicho algo no al vacío. El papel susurraba bajo los dedos. Dobró la hoja, luego otra vez. Y se quedó un rato con el papel en la mano, sin saber qué hacer después. ¿Tirarla por la ventana? ¿Al buzón? Ridículo. Se levantó, fue al pasillo a por el bolso. Recordó que mañana pensaba ir a hacer la compra y a Correos, pagar los recibos. Pues la echo en el buzón de los Reyes Magos, pensó. Ahora los ponen en todas partes. Ya no se sintió tan rara. No era la única, entonces. Metió la carta en el bolsillo del bolso, junto al DNI y los recibos, y apagó la luz. El reloj seguía marcando el tiempo. Se fue a la cama, tardó en dormirse, escuchando el silencio. Por la mañana salió antes de lo habitual, para volver antes del mediodía. Las aceras resbalaban y la nieve crujía bajo los pies. La vecina con su perrita le saludó. Intercambiaron unas palabras y Nina siguió camino, agarrando fuerte el bolso. En Correos había cola. Se puso al final, sacó los recibos y la carta doblada. No había buzón de Reyes en la oficina: sólo los de siempre y una vitrina de sobres y sellos. Se quedó descolocada. Mira que tener ocurrencias, pensó. Podría tirarla a la papelera, pero no se atrevía. La volvió al bolso, pagó los recibos, salió. Junto a Correos había un kiosco con juguetes y espumillón. Había una caja de cartón: «Cartas a los Reyes Magos». Pero la estaban ya retirando; la dependienta quitaba la pegatina. —Ya está, —le dijo al notar su mirada—. Ayer fue el último día. Ya no llegan a tiempo. Nina asintió. No tenía prisa, pero agradeció igual, aunque no había nada que agradecer. Se fue a casa. La carta seguía en el bolso, caliente y difícil de olvidar, imposible de tirar. En casa se descalzó, colgó el abrigo, dejó el bolso sobre el taburete. El móvil vibró brevemente en el bolsillo del abrigo. Mensaje de su hija: «Mamá, hola. Este finde pasamos por casa, ¿vale? Sashka pregunta por unos libros antiguos para el cole». Sintió un nudo de alegría deshaciéndose por dentro. Así que vendrán. No todo está perdido. Respondió: «Por supuesto, venid cuando queráis. Os espero». Fue a la cocina, colocó las compras, puso caldo a cocer. La carta se quedó en el bolso, olvidada en el taburete. El sábado por la tarde pisadas y voces retumbaron en el portal. Nina miró por la mirilla: su hija con bolsa, el yerno con caja, Sashka con mochila. Había crecido tanto que casi tocaba el larguero de la puerta, delgado, gorro oscuro, el pelo asomando. —¡Hola, abuela! —dijo él, entrando primero y dándole un beso torpe en la mejilla. —Pasad, pasad, —se apresuró ella, apartándose—. Quitaos los zapatos, os he dejado zapatillas. El recibidor se llenó de gente, de ruido. Olía a la calle, a nieve, a algo dulce de la bolsa de la hija. El yerno refunfuñaba del portal sucio, Sashka se quitaba las zapatillas en silencio. —Mamá, vamos pocas horas, ¿vale? Mañana vamos a sus padres, ya sabes. —Claro, claro —asintió Nina—. Vamos a la cocina. He hecho sopa. Se sentaron algo dispersos. El yerno junto a la ventana, la hija con él, Sashka frente a Nina. Comían sopa en silencio, sólo sonaban las cucharas. Luego la charla fue surgiendo: el trabajo, los atascos, los precios. Todo superficial, bajo la corriente de tensión. —Sashka, tú querías de historia, —recordó la hija. —Ah, sí, —despertó él—. Abuela, ¿tienes libros de historia, de la guerra? El profe dijo que podíamos mirar algo extra. —Claro, tengo una colección, ven que te la enseño. Fueron juntos al salón. Nina encendió la lámpara, buscó en la estantería: —Mira, aquí sobre el sitio sitiado, aquí de los partisanos, aquí memorias… ¿Buscas algo concreto? —No sé —se encogió de hombros él—. Lo que no sea muy aburrido. Lo vio de pie, la cabeza inclinada. Por un momentito vio a aquel niño que, años atrás, se sentaba en su regazo a preguntar mil cosas. Ahora callaba, pero en los ojos asomaba curiosidad. —Llévate este, —le dio un libro con la tapa deslucida—. Muy ameno. Yo lo leí de joven. Él dió las gracias. Hablaron un poco de la escuela, del profesor de historia, «normal, aunque a veces se pasa», dijo él. Nina escuchaba y preguntaba. Le bastaba oírle contar. La hija asomó la cabeza: —Sashka, en media hora nos vamos, ve cogiendo todo. Él asintió y guardó el libro. Al irse, el recibidor volvió a llenarse de ruido, bolsas, abrigos, besos, recordatorios. Nina les acompañó hasta la puerta, esperó hasta ver el ascensor cerrarse, y regresó. De golpe, el piso se quedó mudo. Fue a la cocina, recogió la mesa. El bolso seguía en el taburete; metió la mano en el bolsillo, sintió el papel doblado. Por un instante quiso sacarlo y romperlo, pero sólo lo escondió mejor y cerró la cremallera. No sabía que en el recibidor, mientras iba a por los libros, Sashka, al dejar la mochila, había rozado el bolso. De su bolsillo asomó un borde blanco con el título «Queridos Reyes Magos», y se quedó mirando, paralizado. No se atrevió entonces a sacarla. Había adultos cerca. Pero el encabezado se le quedó grabado. En casa, sacando el libro, volvió a pensar en la carta. Le hizo gracia al principio, luego rareza, después tristeza. Al día siguiente fueron a otra casa, comieron ensaladilla, escuchó a los mayores, miraba el móvil. Pero la imagen del papel blanco le bailaba en la memoria. Al poco, volviendo del colegio, escribió a la abuela: «Abu, ¿puedo ir a verte? Necesito algo para historia». Ella contestó al minuto: «Por supuesto, ven cuando quieras». Pasó después de clase, con los auriculares y la mochila. En el portal olía a col cocida y detergente. La puerta se abrió enseguida, como si ella le esperara junto al timbre. —Pasa, Sashenka, quítate el abrigo, he hecho tortitas —dijo ella alejándose al fondo. Colgó la chaqueta, dejó la mochila sobre el taburete, justo donde estaba el bolso. De su bolsillo asomaba de nuevo el borde blanco. Sintió un nudo por dentro. Mientras la abuela estaba en la cocina, pasó como sin querer, recogió el papel. El corazón se le disparó. Sabía que no debía, pero no se detuvo. Guardó la carta en el bolsillo del jersey, fue a la cocina. —¡Ah, tortitas! —dijo normal—. Qué bien. Comieron, hablaron un poco de la escuela, del tiempo, de que pronto habría vacaciones. Ella siempre preguntando si tenía frío, si la bota estaba rota. Él respondía de mala gana, bromeando. Después, en el salón, fingió ojear el libro y se marchó a la hora habitual para no levantar sospechas. En su habitación, sacó la carta, se sentó en la cama y la leyó. Se sintió incómodo, como al escuchar una conversación ajena. Más incómodo aún al leer «que el nieto no me hable como a una extraña». Se detuvo. Lo releyó. Sintió un nudo en la garganta. Se vio respondiendo siempre con monosílabos; no por falta de cariño, sino porque nunca hay tiempo, ganas, siempre hay algo. Pero ella lo vivía como si la ignorara. Siguió leyendo. Lo del único deseo: paz familiar. Y sintió una ternura tan honda, tan llena de compasión, que casi deseó correr a abrazarla y consolarla. Pero también se avergonzó de la idea. Boca arriba, mirando el techo, la carta a su lado, pensaba: ¿Y ahora qué? ¿Se lo cuento a mamá? ¿A papá? Se lo tomarían a mal, la abuela se avergonzaría, él también. ¿Se la devuelvo como quien la ha encontrado? Sabría que la leyó. Por la noche, más pensamientos. Le contó a su amigo en clase que encontró una carta de su abuela a los Reyes. El amigo se rió: —Vaya, mi abuelo sólo cree en la pensión. —No tiene gracia —protestó Sashka sorprendiéndose del tono. Su amigo cambió de tema y él se quedó solo, con su raro secreto. Por la noche llamó a la abuela; colgó antes de sonar. Miró el chat familiar: una foto de ensalada, chistes, recordatorio de una comida de empresa. Todo superficial. Nada de cartas. Escribió: «Mamá, ¿y si celebramos Nochevieja en casa de la abuela?» y lo borró. Imaginó la respuesta: «¿Estás loco? Ya hemos quedado con los abuelos». Más líos. Sacó la carta, la releyó. Miró de nuevo la frase sobre la mesa compartida. Y se le ocurrió algo: no Nochevieja, sólo una cena. Sin más. Fue al salón, su madre escribía en el portátil. —Mamá, —dijo desde la puerta—. ¿Y si vamos un día todos a casa de la abuela a cenar? Una cena familiar, especial. Ella levantó la vista, intrigada. —Ya vamos a verla. —Pero no así. No de paso. Que nos quedemos, que cenemos, que charlemos. Puedo ayudar a preparar algo. Ella sonrió: —¿Tú? ¿En la cocina? Interesante. Pero no tenemos tiempo; papá llega tarde, yo tengo el informe. —Puede ser sábado. Si en casa sólo estamos… Ella suspiró: —No sé, tu padre se quejará. Y… —Mamá, —insistió movido por algo nuevo—, ella está sola. Tú misma lo dices. Una vez. Por probar. Ella le miró, como si le descubriera por primera vez. —Vale. Se lo propondré, pero no prometo nada. Sashka asintió. Aquello ya era un pequeño logro. Por la noche, a medias oyó un diálogo en la cocina. —Él lo pide, imagínate, salió de él. —¿Para qué? —gruñó el padre—. Para charla sobre pensiones y achaques. —Ella está sola, —contestó la madre, bajando la voz—. Y a Sashka parece que sí le importa. Hubo silencio; luego el padre cedió: —Está bien. El sábado vamos. Sashka lo celebró en silencio—aunque sentía que la abuela era el siguiente reto. Al día siguiente la llamó: —¡Hola, abuela! El sábado vamos todos a cenar. Yo iré antes a ayudarte, si quieres. Hubo una pausa: —Por supuesto, ven —dijo ella—. ¿Y qué cocinamos? —Lo que quieras. Yo pico la ensalada. O patatas. —Nunca has picado ensalada —rió—, ya aprenderás. El sábado trajo dos bolsas de compras. —¿Vamos a alimentar a un cuartel, abuela? —bromeó ella. —¡Mejor que sobre! —repuso él. Pelaron patatas y cortaron verduras juntos. Nina le corregía: —Así no, los dedos, que te cortas… —¡Así está bien! Olor a cebolla dorándose, carne en la sartén, la radio sonando bajito. Fuera ya oscurecía. De pronto él dijo, sin mirar: —¿Abuela, tú crees en los Reyes Magos? Ella se estremeció tanto que la cuchara tintineó en la sartén. Una pausa quieta, hasta la radio se atenuó. —¿Por qué preguntas? Él se encogió de hombros: —Por nada. En el cole discutíamos. Ella removió la carne, apagó el fuego, se volvió. En los ojos brillaba una tensión dulce. —En mi infancia sí. Luego… no sé. A lo mejor sí existen, pero no como en la tele. ¿Por qué? —Por nada —repitió él—. Estaría bien si existieran. Guardaron silencio. Ella volvió a sus cosas, él también. Por dentro, temblaba. No le dijo nada de la carta. Pero ambos sabían, sin palabras, de qué hablaban. Al anochecer, llegaron los padres. El padre algo cansado, pero no huraño. La madre trajo un bizcocho que había hecho esa mañana. —¡Vaya mesa! —asombró el padre—. Para todo un regimiento. —Es cosa de tu hijo, —rió Nina—. Me ha ayudado. —¿En serio? —el padre miró a Sashka—. No me lo creo. —Tampoco me he roto nada, —masculló él. Comieron. Al principio tenso, todos elegían palabras. Pero la comida hizo su trabajo: las conversaciones empezaron a fluir. Historias de la infancia de la madre, anécdotas del trabajo del padre. Nina reía, cubriéndose la boca. Sashka miraba la escena y pensaba en la carta. Entre frases, sonrisas y pausas, había otro diálogo: el de escucharse de verdad. Al servir el té, la madre dijo: —Mamá, perdona que venimos tan poco. Yo… siempre corriendo. No era excusa, sino confesión. Nina bajó la mirada, rodeó el plato con el dedo. —Lo entiendo —dijo baja—. Tienes tu vida. No me enfado. A Sashka le sonó a resignación, aunque no era un reproche. Intento de no pesar. —De todas formas, —saltó él, casi sin querer—, podría ser más veces. No sólo en fiestas. Le miraron ambos. Le dio vergüenza, pero insistió: —Como hoy. Está bien. El padre sonrió, sin ironía. —Bien, sí. Hasta bien. La madre asintió: —Lo intentaremos. —No era promesa, sino la voluntad de empezar. La charla se desvió a otros temas: el futuro de Sashka, profesores particulares. Nina participaba lo que podía, le encantaba escuchar. Al irse, caos en la entrada: abrigos, guantes, cajas. El padre ayudó con una olla pesada, la madre quitaba la mesa. —Mamá, la próxima, otra vez aquí, ¿vale? Te aviso. —Por mí, encantada. Sashka se detuvo en la habitación. En la mesa, el cuaderno, la pluma. La carta ya no estaba—la llevaba en el bolsillo, bien doblada. Había decidido no devolverla: ahí había más que un simple ruego. —Abuela, —susurró cuando los padres ya estaban en la puerta—. Si quieres que hagamos algo distinto… dínoslo. No hace falta escribir a nadie. Sólo a nosotros. Ella le miró con sorpresa, luego ternura. —De acuerdo —dijo—. Si alguna vez lo decido, lo digo. Asintió y salió. La puerta se cerró, el ascensor descendió. Nina se quedó en silencio. Fue a la cocina, se sentó. Platos, migas de bizcocho, tazas. Olor a carne y té. Recogió las migas con la mano. Sentía algo sereno; no euforia, no dicha. Algo más tranquilo, como si hubieran abierto una ventana y entrara aire fresco. Los desacuerdos no habían desaparecido. Sabía que vendrían más discusiones, confidencias, secretos. Pero esa noche, alrededor de esa mesa, parecían un poco más cercanos. Recordó su carta. No sabía qué había sido de ella—¿seguiría en el bolso? ¿La habría perdido? ¿La habría encontrado alguien? Ya no importaba tanto. Se acercó a la ventana. En el patio, bajo la farola, jugaban niños, modelaban en la nieve. Uno en gorro rojo reía a carcajadas, su voz subía clara hasta el tercer piso. Nina apoyó la frente en el cristal frío y sonrió. No muy abiertamente, sólo un pequeño gesto. Como quien responde a una señal lejana, pero perfectamente comprensible. En el bolsillo del abrigo de Sashka, en su propio recibidor, la carta seguía doblada. A veces la sacaba, leía unas frases y la guardaba. No como petición a un personaje de cuento, sino como recordatorio de lo que verdaderamente necesita la persona que te hace sopa y espera tu llamada. No se lo contó a nadie. Pero la siguiente vez que su madre dijo que estaba muy cansada para ir a ver a la abuela, él contestó: —Pues yo voy solo. Y fue. No por fiesta, ni por compromiso. Sin motivo. No fue un milagro. Sólo un pequeño paso más hacia esa paz que alguien soñó alguna vez en una hoja de cuadros. Nina, al abrirle, se sorprendió, pero no preguntó. —Pasa, Sashenka. Justo he puesto agua para el té. Y era suficiente para devolver un poco de calor al hogar.
Diario de Noche, 12 de diciembre, Madrid Hoy ha sido uno de esos días largos en los que toda la casa
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02
«¡No quiero otra nuera, y haz lo que te dé la gana!» – le dijo la madre a su hijo. Marek estaba terminando la universidad y pensó que era el momento perfecto para casarse con su primer amor del instituto, Magda. Magda era guapa y además una chica amable e inteligente. En ese momento, ella estaba escribiendo su tesis de máster. Los jóvenes acordaron casarse nada más que se graduaran. Marek decidió contarle a su madre sus planes de boda, pero ella no tenía buenas noticias para él. Le dijo que o se casaba con Amanda, la vecina, o con ninguna otra. Incluso le preguntó qué era más importante para él: la carrera o el amor. Su madre soñaba con que su hijo fuera un hombre de éxito. Amanda era de una familia acomodada y siempre había estado enamorada de Marek, mientras que él solo tenía ojos para Magda, que venía de una familia humilde. La madre de Magda tenía mala reputación… ¿Qué diría la gente? «No quiero otra nuera, y haz lo que te dé la gana» – insistió la madre de Marek. Marek trató de convencer a su madre, pero ella fue inflexible y le advirtió que si se casaba con Magda, lo desheredaría. Marek no se atrevió. Siguió viendo a Magda durante seis meses, pero su relación se fue apagando. Finalmente, Marek se casó con Amanda. Ella realmente lo amaba, pero decidieron no hacer una gran boda; él no quería que Magda viera fotos del enlace. Marek se mudó a la enorme casa de los padres de Amanda, que también ayudaron a impulsar su carrera. Pero jamás fue feliz. Marek no quería tener hijos. Cuando Amanda comprendió que no podría convencerlo, pidió el divorcio. Cuando esto ocurrió, Marek tenía ya cuarenta años y Amanda treinta y ocho. Después, ella se volvió a casar, tuvo un hijo y fue feliz de verdad. Marek soñaba con casarse con Magda, intentó buscarla, pero fue imposible; era como si hubiera desaparecido. Luego supo que ya no vivía. Un conocido le dijo que, al poco de romper con él, Magda se casó con el primer hombre que conoció y resultó ser un maltratador. La golpeó hasta matarla. A partir de entonces, Marek se instaló en el antiguo piso de sus padres y empezó a beber sin control. Siempre miraba la foto de Magda y jamás pudo perdonar a su madre.
¡No quiero otra nuera, y haz lo que te dé la gana! exclamó la madre a su hijo. Martín estaba a punto
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09
Mi marido me comparó con la esposa de su amigo durante la cena y terminó con una ensaladilla rusa en el regazo
Mi marido me comparó con la esposa de su amigo en la mesa y acabó con el plato de ensaladilla en las piernas.
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051
Mi marido me comparó con la esposa de su amigo durante la cena y terminó con una ensaladilla rusa en el regazo
Mi marido me comparó con la esposa de su amigo en la mesa y acabó con el plato de ensaladilla en las piernas.
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017
En el balneario fui a bailar y conocí a mi primer novio del colegio
En el balneario de la Sierra de Granada asisto a una velada de baile y, sin esperarlo, me encuentro con
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030
Mi suegra destrozó mi césped del chalet para hacer huertos y la obligué a dejarlo todo tal y como estaba – Antonio, ¿seguro que no se nos ha olvidado el carbón? La otra vez tuvimos que ir al ultramarinos del pueblo y allí solo había leña húmeda – comentó Alicia, girándose hacia su marido, que conducía concentrado esquivando los baches de la vieja carretera de la sierra. – He cogido el carbón, Ali, y el líquido para encenderlo, y la carne que marinaste está en la nevera portátil – sonrió Antonio, apartando la vista de la carretera un instante. – Relájate. Vamos a disfrutar. Dos semanas de vacaciones, silencio, pajaritos y tu adorado césped. Llevarás soñando todo el invierno con él. Alicia se recostó en el asiento y cerró los ojos. Césped. Esa palabra sonaba como música. Tres años atrás, cuando compraron aquel terreno descuidado con una casita derruida, sólo había ortigas y escombros. Alicia misma se encargó de limpiar, arrancar maleza y, junto a Antonio, contrataron a una cuadrilla para nivelar el terreno y colocar un césped en rollos, de esos caros, tupidos, perfectos. Era su rincón sagrado. Una alfombra verde, uniforme y suave, ideal para tumbarse a leer, tomar café al sol o hacer yoga. Ni siquiera permitía que jugasen al bádminton allí con zapatillas por no dañar la hierba. Para ella, ese césped era símbolo de que la casa de campo era para el descanso, no para la esclavitud hortelana de las generaciones anteriores. – Espero que mamá no se haya olvidado de regarlo mientras no estábamos – pensó Alicia en voz alta. – Ha hecho un calor de treinta grados toda la semana. – No te preocupes – respondió Antonio con un gesto. – Es responsable. Le dejamos las llaves y prometió pasar día sí, día no. Sabe lo que vale tu césped. Nina, la suegra de Alicia, era una mujer de otro tiempo. Vital, de voz potente y convencida de que la tierra está para algo más que “lucir”. Todo espacio debía dar hortalizas: patatas, zanahorias o al menos un poco de perejil. Alicia, los dos primeros años, libró auténticas guerras para defender su zona de descanso. Nina renunciaba a criticarlo llamándolo “capricho de señoritos”, pero se resignó, limitándose a la pequeña huerta en la esquina del terreno. El coche ralentizó al llegar a la verja. Alicia bajó primero a abrir. El aire olía a pino caliente y a madreselva. Se descalzaría y caminaría sobre su fresca hierba… Abrió la verja y dio un paso. Se quedó clavada. El bolso con el portátil se le cayó de la mano, aterrizando suavemente sobre el polvo. – Alicia, ¿qué pasa? ¡Hay que meter el coche! – gritó Antonio, pero al ver su cara, apagó el motor y salió. – ¿Ali? Siguió la mirada de su mujer… y se quedó mudo. La alfombra verde había desaparecido. Delante de la casa se extendía un campo removido, surcos bastos, tierra oscura mezclada con trozos del césped arrancado, todo destruido desde el porche hasta la glorieta. En los surcos asomaban unas plantas débiles y torcidas. En medio de todo, con bata vieja y sombrero, estaba Nina. Se apoyaba en la azada, sudorosa pero satisfecha, como una campeona olímpica. – ¡Hijos, qué alegría veros! – exclamó al verlos petrificados. – ¡Os he preparado una sorpresa! He tenido que darme prisa para terminar antes de vuestra llegada. Alicia sintió el pulso frío. Caminó, como hipnotizada, hasta el borde de lo que un día fue su césped. Debajo de sus pies quedaban jirones de hierba – raíces embrolladas con malla, cortadas a palazos. – ¿Qué es esto? – dijo Alicia, tan bajito pero tan gélido, que Antonio se estremeció. – ¿Cómo que qué es? ¡Huertos, hija! – Nina clavó la azada con aire triunfal. – ¡Cuánto espacio perdido! Aquí el sol da todo el día. Ahora tenéis cebollas, zanahorias, y ahí, cerca de la glorieta, calabacines. ¡Imaginaos, calabacines de vuestro propio huerto! ¡Nada de químicos, pura salud! – Madre… – gimió Antonio, acercándose. – Pero si esto era un césped especial. Nos costó mil quinientos euros hace tres años, más el mantenimiento, tratamientos… – ¡No me hagas reír! – cortó Nina. – ¡Mil quinientos euros por hierba! Os han tomado el pelo por “señoritos de la ciudad”. La tierra debe alimentar. ¿Habéis visto los precios en el súper? ¡Las zanahorias a precio de oro! Y aquí, todo para vosotros. He estado tres días seguidos cavando, mientras vosotros ibais de vacaciones. Alicia callaba. Miraba sus sueños muertos, la fealdad invasora sobre el terreno, y sentía una furia fría, cristalina. No era simplemente salirse con la suya; era invadir sus límites, despreciando el trabajo y las ilusiones ajenas. – Señora Nina – dijo Alicia, clavando la mirada en su suegra. – Le dijimos que regara las plantas. Nadie le pidió cavar nada ni plantar cebollas. Esto es nuestra casa y nuestra tierra. – ¿Y qué? – se plantó Nina, desafiante. – ¡Soy la madre! Sé mejor que nadie lo que necesitáis. Ya me daréis las gracias este invierno cuando os salve los guisos y tengáis botes de conserva. Ese césped… tontería de vagos. Me daba vergüenza con los vecinos. Todos con huerto y aquí, ¡un campo de golf! La mujer de al lado se reía: “¿No tienes ni un poco de perejil propio, tu nuera es muy floja?” – Me da igual lo que piense la vecina – contestó Alicia muy seria. – Y no quiero sus calabacines. Antonio, descarga las cosas. – Espera… – intentó retenerla Antonio, pero Alicia se soltó. – Mamá, te pasaste. Acordamos, la huerta es tuya, el resto es zona de relax. Lo has destrozado todo. – ¿¡Destrozado!? – chilló Nina, roja de ira. – ¡Me dejo la espalda por vosotros! ¡Y en vez de gracias, me lo echáis en cara! ¡Egoístas! Simuló que le dolía el corazón y se dejó caer en un banco del porche. Alicia entró en la casa ignorándola. Se sirvió un vaso de agua en la cocina. Le temblaban las manos. Sabía que estallar era lo que buscaba Nina: un drama con ella de víctima. Minutos después, entró Antonio con expresión derrotada. – Ali, quería hacerlo bien. Es mayor, es lo que aprendió… Para ellos, un terreno vacío es un pecado. – No es cuestión de crianza. Es cuestión de respeto. Cree que somos de su propiedad. Nada le importa lo que a nosotros nos gusta. Ha hecho lo que le ha dado la gana. – Hablaré con ella. Intentaré que entienda… – Olvídalo. Llevamos tres años hablando. Siempre lo mismo: asiente y luego, a la mínima, hace lo que quiere. Reconstruir el césped no es tirar semillas, habrá que llevar tierra nueva, nivelar, volver a comprar rollos. Es dinero y semanas de trabajo. Antonio se dejó caer en una silla. – ¿Qué hacemos entonces? ¿La echamos? – No. Que arregle lo que ha hecho. Que quite sus huertos, retire plantas, iguale la tierra. Y el nuevo césped que lo pague ella. – ¡Pero si sólo tiene la pensión…! – Tiene ahorros. Presume de guardarlos para ayuda a los nietos. Somos los hijos, necesitamos ayuda. Que ayude a deshacer su “error”. – Es muy duro, Ali… – Duro es volver a tu propia casa y verla como un lodazal. Duro es que se rían de tus gustos. Si no acepta, cambio las cerraduras hoy mismo y aquí no entra. Alicia salió al porche. Nina ya conversaba animadamente con la vecina Ludmila, señalando la casa con aspavientos, pero al verla, endureció el gesto. – Señora Nina, tengo que hablar con usted. – ¿Qué quieres ahora? Dame agua, que tengo la boca seca de disgusto. – Beba agua después. Ahora escuche: tiene usted hasta la tarde del domingo para quitar todo lo sembrado. Cada planta, cada cebolla. Prepare el terreno nivelado. Nina la miraba como si le hablara en chino. – ¿Estás loca, muchacha? ¿Sembrarlo para arrancarlo después? ¡Eso es pecado! ¡No pienso hacerlo! ¡Manda más que yo en la casa del hijo! – La casa es tanto mía como de Antonio. Yo no autoricé este despropósito. Si el domingo no está el terreno limpio y nivelado, vendrán los albañiles y lo arrasarán a máquina, y lo pagará usted. Y más no entrará a esta casa. Deje las llaves a Antonio ya. – ¡Antonio! – chilló su suegra buscando apoyo. Antonio salió, pálido, pero comprendiendo que, si cedía, su matrimonio estaba en juego. – Mamá, Alicia tiene razón. Te pasaste. Este es nuestro descanso, y lo has estropeado. – ¡Tú también! – gritó Nina. – ¡Dominao! ¡Bruja! Yo solo… – Mamá, basta. Has hecho lo que tú querías y ahora tienes que arreglarlo. O vacías los huertos o se acabó el buen rollo. Nina calló y, tras quedarse sin palabras, tiró su llavero en el suelo de mala gana. – ¡Toma, a ver si te atragantas! ¡Ojalá sólo crezca cardo borriquero aquí! Cruzó la verja dando un portazo y, al poco, oyeron su taxi. Alicia recogió las llaves y las limpió del polvo. – Volverá – dijo segura. – Tiene aquí las plantas y el abrigo. Y ella nunca cede de primeras. En efecto, al rato, su voz se oía tras la valla, quejándose a Ludmila de que la nuera la había echado a la calle por salvar la cosecha. Alicia marcó un número en su móvil. – ¿A quién llamas? – preguntó Antonio. – A una empresa de jardinería. Voy a pedir presupuesto de restauración “llave en mano”, con limpieza de tierras y todo. Esa noche no hablaron; sólo el lodazal negro frente a la casa deslucía cualquier intento de alegría. Al día siguiente, sábado, la verja chirrió. Alicia, que preparaba el desayuno, miró por la ventana. Nina había vuelto, con aire ofendido. Se dirigió a la huerta, evitando mirar a la casa. Alicia salió. – Buenos días. ¿Viene a por sus cosas? Nina se detuvo, nerviosa. – He pensado… la verdad, la cebolla es holandesa, costó dinero. – Es una pena. Restaurar el césped costará ochocientos euros – respondió Alicia con serenidad. Los ojos de Nina se abrieron como platos. – ¿¡Cómo!? ¡Menudo sablazo! – Es el precio que hay. O deja el terreno igualado y solo resembramos –más barato–, o paga la restauración. – ¡No tengo tanto dinero! – se exclamó la suegra. – Pues póngase manos a la obra: retire lo que plantó y allane el terreno. Antonio le ayudará a sacar la tierra, nada más. – ¡Soy una mujer mayor! – Seguro que remover tierra lo era más, y sí pudo. Así entenderá que aquí no puede hacer lo que quiera. Antonio salió al rellano. – Mamá, es justo. Puedes llevarte la cebolla a tu piso, pero aquí tiene que quedar el terreno listo. Nina intentó enternecerles, rebuscar compasión o derechos, pero enfrente sólo encontraba determinación. – Vale – gruñó. – Dadme las bolsas. ¡Desalmados! Fueron dos días surrealistas. Nina, protestando, sacaba cebollas y brotes, almacenando la cosecha en cajas, mientras Alicia, vigilante, fingía leer en la tumbona del último rincón verde. Por la tarde de domingo, el campo estaba negro y llano, sin surcos. No perfecto, pero preparado para nuevo césped. Nina se sentó agotada. – Ya está. ¿Contentos? Alicia inspeccionó el trabajo. – Gracias, señora Nina, de verdad. La suegra la miró con rencor. – Eres dura, Alicia. Creí que harías feliz a Antonio, pero lo tienes dominado. – No es dureza. Es respeto por mis decisiones. Podía haberle dejado un huerto donde no molestara. Pero eligió destruir lo que yo apreciaba. Por eso tiene que arreglarlo. Sin responder, Nina recogió sus cosas. – ¿Antonio llevará los cajones a casa? – Por supuesto – dijo Alicia. – Y… las llaves, ¿me las devolvéis? Antonio y Alicia se miraron. – No, mamá. Las llaves quedan aquí. Si quieres venir, lo hablamos antes. Nina se mordió el labio pero no insistió. Había cruzado una línea. Un mes después, el césped volvía a brotar. Alicia y Antonio sembraron una mezcla deportiva, y los primeros brotes cubrían la tierra oscura con alegre verdor. Nina solo apareció en agosto, por el cumpleaños de Antonio. Fue humilde, trajo empanadas (con sus cebollas) y hasta elogió el césped nuevo. – Está quedando bonito, limpio. Tal vez sí es mejor así – concedió. Alicia sonrió y le sirvió té. – Aquí cada cosa en su sitio, señora Nina. Las hortalizas, en el mercado o la huerta; aquí, se viene a descansar. La guerra territorial había terminado. Ciertamente, quedaban cicatrices en la tierra, pero la relación, aunque con menos sonrisas corteses, tenía ahora unos límites claros y justos.
Juan, ¿estás seguro de que no nos hemos olvidado de comprar carbón? La última vez tuvimos que ir corriendo
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010
Me crió mi abuela. Por supuesto que le estoy agradecido, pero su amor no fue del todo desinteresado
Me crió mi abuela. Por supuesto, le estoy agradecido, pero su amor nunca fue del todo desinteresado.
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025
Veinte años después reconozco en ese chico a mi joven yo. La víspera de nuestra boda, Arturo sospechó que Marta le era infiel. Aunque ella juró fidelidad, él no quiso escuchar. Pero, veinte años más tarde, se encuentra con el hijo de Marta… ¡y es su viva imagen! Les unía un amor como los de novela: apasionado, único, inmenso. Muchos envidiaban su relación y metían cizaña. Los jóvenes preparaban la boda, pero nunca llegó a celebrarse. La noche antes del enlace, Marta confesó a Arturo que estaba embarazada. Lejos de alegrarse, él reaccionó con rabia y desconfianza, convencido de que Marta le había engañado. Le repitió que era imposible quedarse embarazada tan rápido y la acusó a la cara de infidelidad. Ella, pese a todo, decidió tener al bebé. Sus amigos le decían que era un imbécil, todos sabían cuánto le quería Marta. Pero Arturo se mantuvo firme. Rompieron, se canceló la boda y él incluso le propuso abortar, algo que ella rechazó. Marta esperó hasta el final una disculpa que nunca llegó. Ella no pensaba llamarle. Arturo estaba convencido de tener razón. Cada uno rehízo su vida por separado. Marta tuvo que enfrentarse sola a las consecuencias. Cuando años después se cruzaban por la calle, él fingía no reconocerla. A veces la veía en el parque, pero apartaba la mirada, empeñado en olvidar el pasado. La vida de Marta fue dura. Era madre soltera, pero aun así supo encontrar la felicidad. Sacrificó su vida personal, pero tenía un pequeño ángel por quien estaba dispuesta a todo. Hizo lo imposible para darle a su hijo una buena vida. Trabajó en varios empleos para asegurarle un futuro. Krisián le agradeció todo: era su apoyo y su mayor defensor. Se sacó una carrera, cumplió con el servicio militar y consiguió trabajo. Al crecer, dejó de preguntar por su padre porque ya lo entendía todo. De niño, Marta le contaba historias sobre su padre, pero, ¿realmente creía en ellas? La respuesta era obvia. Krisián era igual que su padre. Con 20 años, Marta veía en él al Arturo del que se enamoró. Un día, los caminos de los tres se cruzaron: Marta, Arturo y Krisián. El padre biológico no pudo evitar el impacto ante el parecido. Durante largo rato los observó, sin atreverse a decir nada. Tres días después, Arturo fue a ver a Marta y le preguntó: —¿Puedes perdonarme? —Hace mucho tiempo que lo hice… —susurró ella. Y entonces, por primera vez, Krisián miró a los ojos a su propio padre y surgieron historias de aquel “papá” perdido.
Veinte años después, me reconozco en el rostro de aquel joven, como si estuviera viendo a mi yo de antaño.
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