Es interesante
02
No visito a nadie, no invito a nadie, no comparto mi cosecha ni mis herramientas: en mi pueblo me creen un loco.
No visito a nadie, no invito a nadie, no comparto mi cosecha ni mis herramientas; en mi aldea me consideran
MagistrUm
Es interesante
03
La madre de mi amigo me humilló delante de todos sin saber que estaba saliendo con su hijo.
La madre de mi novio me avergonzó delante de todos, sin saber que yo estaba saliendo con su hijo.
MagistrUm
Es interesante
06
La carta que nunca llegó La abuela llevaba mucho rato sentada junto a la ventana, aunque no había casi nada que mirar. En el patio anochecía temprano, la farola bajo la ventana parpadeaba perezosa. La nieve guardaba huellas dispersas de perros y gente; en la distancia, la portera arrastró la pala y todo volvió al silencio. Sobre el alféizar descansaban sus gafas de fina montura y un móvil antiguo de pantalla rajada. A veces el móvil vibraba brevemente cuando caía alguna foto o audio al chat familiar, pero hoy guardaba silencio. La casa estaba en calma. El tic-tac del reloj apenas dejaba respirar. Se levantó, fue a la cocina y encendió la luz. La bombilla dibujó un círculo amarillento. En la mesa, un cuenco de varéniki fríos, protegido por un plato. Los había cocido al mediodía, por si acaso alguien aparecía. Nadie apareció. Se sentó a la mesa, cogió uno de los varéniki, lo mordió y lo dejó. La masa, tras horas, estaba gomosa. Comestible, pero sin gracia. Se sirvió té de una vieja tetera esmaltada, escuchó cómo el agua llenaba el vaso y, sin querer, suspiró en voz alta. El suspiro le salió tan pesado que pareció que algo se escapaba del pecho y se sentaba junto a ella en el taburete. ¿Qué hago quejándome? pensó. Estamos todos vivos, gracias a Dios. Tengo techo. Y aun así… Aun así, le dieron vueltas en la cabeza fragmentos de conversaciones recientes. La voz de su hija, tensa como una cuerda: — Mamá, no aguanto más así. Él otra vez… Y la voz de su yerno, algo burlón: — ¿Te ha estado quejando? Pues dile que en la vida no todo es a su manera. Y su nieto, Santi, respondiendo escuetamente con un “vale” cada vez que ella le preguntaba cómo le iba. Y esos “vale” dolían más que nada. Antes podía pasar horas contándole sobre el colegio, los amigos. Ahora, claro, ha crecido. Pero aun así. Nunca discutían en su presencia, no daban portazos. Pero entre las palabras se cerraba una especie de muro invisible. Pequeños dardos, silencios, ofensas que nadie reconocía. Y ella, entre dos aguas, ora con la hija, ora con el yerno, procurando no decir de más. A veces sentía que era culpa suya, por no haber educado mejor, no haber dado el consejo o el silencio adecuado. Probó el té, se quemó, se acordó de cuando Santi era pequeño y escribían juntos la carta a los Reyes Magos. Él, con letra de niño, pedía: “Por favor, trae un Lego y que mamá y papá no discutan”. Entonces ella se reía, le acariciaba el pelo y le decía que los Reyes lo oirían. Ahora esa memoria le daba casi vergüenza, como si entonces hubiese engañado al niño. Mamá y papá nunca dejaron de discutir. Solo aprendieron a hacerlo más bajo. Retiró el vaso, limpió la mesa aunque ya estaba limpia y luego fue al despacho a encender la lámpara. La luz cayó sobre el viejo escritorio, donde ya casi no escribía nada a mano. Ahora todo era en el teléfono: mensajes, emoticonos, audios. Aun así, la pluma descansaba en el bote con los lápices, al lado de un cuaderno de cuadrícula. Se quedó mirando y de pronto pensó: ¿Y si…? Era una idea absurda, infantil, pero la calentó por dentro. Escribir una carta. De verdad, en papel. No para pedir un regalo. Solo para pedir algo. No a las personas con sus propias cuentas pendientes, sino a alguien que, supuestamente, no debe nada a nadie. Sonrió a solas. Vaya ocurrencia la de la vieja, escribir a un personaje de cuento. Pero ya tenía la mano en el cuaderno. Se sentó, se ajustó las gafas, cogió la pluma. En la primera página había notas viejas; pasó la hoja y encontró una limpia. Dudó un poco, luego escribió: “Queridos Reyes Magos”. La mano tembló. Le dio vergüenza, como si alguien espiara por encima del hombro. Miró la habitación vacía, la cama hecha, el armario cerrado. Nadie. — Bah, qué más da —murmuró, y siguió: “Sé que sois para los niños, y yo ya soy mayor. No os pido un abrigo, una tele ni otras cosas; ya tengo lo que necesito. Solo os pido una cosa: por favor, traed paz a mi familia. Que mi hija y mi yerno no discutan, que mi nieto no se quede callado como un extraño. Que podamos sentarnos juntos sin miedo a que alguien diga algo fuera de lugar. Sé que la culpa es de las personas y vosotros no podéis hacer mucho. Pero quizá podéis ayudar, aunque sea un poquito. Quizá no tengo derecho a pediros esto, pero lo hago. Si podéis, haced que volvamos a escucharnos. Con cariño, la abuela Nina”. Releyó lo escrito. Las palabras le parecieron ingenuas y torpes, como dibujos de niño. No tachó nada. Se sintió aliviada, como si por fin hubiese dicho algo que no se quedaba en el vacío. El papel crujía en sus dedos. Lo dobló con cuidado, luego otra vez. Se quedó sentada con la carta en la mano, sin saber qué hacer. ¿Tirarla por la ventana? ¿Al buzón? Ridículo. Fue al pasillo a por el bolso. Recordó que al día siguiente iba al mercado y a Correos, a pagar recibos. Bueno, la dejo ahí y la echo en el buzón de los Reyes Magos —pensó—. Ahora los ponen en todas partes. Le bajó la vergüenza: no sería la única. Guardó la carta en el bolsillo del bolso, junto al DNI y los recibos, y apagó la luz. El reloj seguía marcando los segundos. Se acostó, dio vueltas escuchando el silencio y al fin se durmió. Por la mañana salió antes de lo habitual, para llegar antes del almuerzo. Había hielo fuera, la nieve crujía bajo las suelas. En la entrada, la vecina paseaba el perro; la saludó y preguntó por la salud. Cruzaron unas palabras y Nina siguió, apretando la correa del bolso. Correos estaba lleno. La cola avanzaba hacia la ventanilla de los recibos. Ella sacó los papeles y la carta. No había buzón de Reyes en la oficina, solo los normales y la vitrina con sobres y sellos. Se quedó sin saber qué hacer. Puede que fuera buena idea tirarla a la papelera, pero no pudo. Volvió a guardarla, pagó y salió. Frente a la oficina había un quiosco de chucherías y espumillón. Tenía una caja de cartón: “Cartas a los Reyes Magos”, pero la dependienta la desmontaba ya. — Se acabó —le dijo al notar la mirada de Nina—. El plazo fue ayer. Ahora ya no llegan a tiempo. Nina asintió, aunque ella ya no tenía prisa. Dio las gracias por puro reflejo y volvió a casa. La carta seguía en el bolso, ese pequeño bulto cálido que dolía recordar y no se podía tirar. En casa se descalzó, colgó el abrigo. Dejó el bolso sobre el taburete para sacar luego la compra. El teléfono vibró en el bolsillo. Miró: mensaje de su hija. “Mamá, hola. El sábado vamos a tu casa, ¿vale? Santi necesita mirar unos libros para el cole, dice que tienes de los antiguos”. Sintió un apretón dentro, que en seguida se aflojó. Así que vendrán. No está todo tan mal, entonces. Tecleó: “Claro, venid. Os espero”. Luego fue a la cocina, guardó la compra, puso caldo en el fuego. La carta quedó olvidada, en el bolsillito del bolso. El sábado por la tarde sonaron pasos en la escalera, la puerta de entrada golpeteó. Nina miró por la mirilla: eran ellos. Hija con una bolsa, yerno con una caja, Santi con la mochila al hombro. Había crecido, delgado, el pelo saliéndole por la gorra. — Abue, hola —dijo entrando el primero y besándola en la mejilla. — Pasad, pasad —se apuró ella, apartándose—. Dejad los zapatos, os tengo zapatillas. En el recibidor se amontonaron y el olor de calle, nieve, y dulces llenó el aire. El yerno protestó del estado del portal; Santi se quitaba las zapatillas a toda prisa. — Mamá, no estamos mucho rato —anunció la hija dejando la bolsa—. Mañana estamos con sus padres, ¿te acuerdas? — Me acuerdo, me acuerdo —asintió Nina—. Vamos a la cocina, he preparado sopa. En la cocina se acomodaron a la mesa. El yerno cerca de la ventana, la hija a su lado, Santi frente a Nina. Sirvieron la sopa en silencio, apenas ruido de cucharas. Luego la conversación empezó sola: trabajo, atascos, precios. Todo fluía, pero por debajo se notaba la tensión, como corriente subterránea. — Santi, ¿no decías que necesitabas libros para clase? —le recordó su madre cuando terminaron. — Ah, sí —Santi pareció despertar—. Abue, ¿tienes algo de historia, de la guerra? El profe dijo que mirásemos cosas aparte. — Sí, claro —se alegró Nina—. Tengo toda una colección. Vente. Se fueron juntos a la sala. Nina encendió la lámpara, subió a la estantería y fue sacando libros. — Mira, aquí sobre el sitio de Leningrado, aquí sobre los partisanos, aquí memorias… ¿Cuál quieres? — No sé —encogió Santi los hombros—. Uno que no sea aburrido. Estaba junto a ella, cabeza inclinada, y de pronto Nina vio al mismo niño que antes se acurrucaba con mil preguntas. Ahora callaba, pero le brillaban los ojos. — Llévate este —le alcanzó un tomo gastado—. Ese me lo leí yo de joven, muy entretenido. Él hojeó el libro. — Gracias, abue. Un rato hablaron de colegio, del profe de historia, que según Santi “bien, pero a veces se pasa”. Nina escuchaba, preguntaba detalles. Le bastaba con oírle contar algo. Su hija entró por la puerta: — Santi, nos vamos en media hora, ve preparándote. — Vale —metió el libro en la mochila y se fue al recibidor. Al irse, otra vez el lío de siempre. Bolsas, chaquetas, bufandas, consejos de llamada y mensajes. Nina les acompañó a la puerta, escuchó el ascensor cerrarse y volvió al comedor. El silencio la envolvió casi en seguida. Fue a la cocina, empezó a recoger. Sobre el taburete, su bolso y la carta. Casi sin pensar, la buscó en el bolsillo, tocó el papel doblado. Un segundo pensó en romperla, pero la escondió más hondo y cerró la cremallera. No supo que, mientras sacaba libros, Santi tropezó con el bolso y un extremo blanco apareció. Por instinto lo colocó bien, leyó “Queridos Reyes Magos” y se quedó de piedra. No se atrevió a sacarla. Los mayores, el alboroto… Pero aquello se le quedó grabado. En casa, ya de noche, Santi sacó el libro y recordó el papel de la abuela a los Reyes Magos. Al principio le hizo gracia, luego le resultó triste. Al día siguiente fue a casa de otros abuelos, entre ensaladas, conversación y móvil. Pero en el fondo seguía revoloteando el recuerdo del papel blanco. Un par de días después, de vuelta del colegio, escribió a su abuela: “Abue, ¿puedo pasar? Necesito más cosas de historia”. Ella contestó enseguida: “Por supuesto, ven”. Fue después de clase. El recibidor olía a col cocida y detergente. Abrió en seguida, como si le esperase tras el timbre. — Pasa, Santi, desabrígate. Hice crepes —dijo llevándolo a la cocina. Dejó la mochila junto al bolso de la abuela. El bolsillo asomaba otra vez el papel blanco. Notó un golpe en el pecho. Mientras la abuela iba y venía, él simuló atarse la zapatilla, sacó la carta a escondidas. Le temblaban las manos. Sabía que no era muy honesto, pero no pudo evitarlo. Metió la carta en el bolsillo de la sudadera, se irguió y fue a la mesa. — Mmm, crepes —dijo, disimulando—. Buena pinta. Comieron, charlaron de colegio, del tiempo, las vacaciones próximas. Ella preguntaba si tenía frío, si los zapatos aguantaban, él esquivaba respondía bromeando. Más tarde se sentó en la habitación, fingió leer el libro y se marchó a su hora habitual para no despertar sospechas. Ya solo en su cuarto, en casa, abrió el papel y lo desplegó sobre las rodillas. El papel algo arrugado, las esquinas dobladas. La letra cuidada, curvada. Al principio fue incómodo, como espiar una conversación ajena. Luego peor, al leer “que el nieto no se quede callado como un extraño”. Se detuvo, releyó. Un nudo en la garganta. Recordó sus monosílabos por teléfono, no por falta de cariño, sino de ánimo, de costumbre. Ella lo tomaba por distancia… Terminó la carta. Sobre la paz, la mesa común, volver a escucharse. Sintió tanta ternura y compasión que casi deseó abrazarla y prometer que todo iría bien. Aunque luego le dio vergüenza por la cursilería. Se quedó mirando el techo. La carta, una mancha blanca sobre la colcha oscura. ¿Y ahora? ¿Se lo cuento a mamá? ¿A papá? Dirán que son tonterías, que para qué escribe eso. O se molestan, o discuten más aún. ¿Devolver la carta a la abuela fingiendo haberla encontrado? Ella sabrá que la ha leído. Le dará apuro. A él también. Se dio la vuelta; las palabras seguían en su cabeza: “que el nieto no se quede callado como un extraño”, “que podamos sentarnos juntos”. No sonaban pedido a un rey, sino a él mismo. En la cena empezó a decir varias veces: “Mamá, la abuela…”, pero algo se interponía siempre. El padre, la madre, nimiedades. Acabó callando, mirando los macarrones. La noche fue larga. Guardó la carta en el cajón, bien doblada. Saber que estaba ahí le inquietaba. Al día siguiente, en el recreo, contó a su amigo lo de la carta a los Reyes Magos. El amigo se rió: — Mi abuelo solo cree en la pensión. — No tiene gracia —saltó Santi, y él mismo se sorprendió del tono. El amigo encogió los hombros. Santi se sintió más solo aún. Por la tarde marcó el número de la abuela, pero colgó antes del tono. Abrió el chat familiar, miró los últimos mensajes: foto de ensalada, chiste de tráfico, invitación a una cena del trabajo. Todo superficial, seguro. Ninguna carta. Casi escribió: “Mamá, ¿por qué no cenamos todos en casa de la abuela en Nochevieja?”, pero lo borró enseguida. Se imaginó la respuesta: “Estás loco, ya hemos quedado con los padres de papá”. Rencor, discusiones. Se sentó en el escritorio, abrió la carta, la releyó. Volvió a las palabras sobre la mesa común. Y entonces se le ocurrió una idea tonta, que daba un poco de vergüenza y graciosa a la vez. No Nochevieja. Una cena. Sin motivo. O casi. Entró en la habitación de su madre, sentada con el portátil. — Mamá —dijo desde la puerta—. ¿Y si vamos… bueno… todos juntos a casa de la abuela? A cenar, tranquila. Ella le miró, entrecerrando los ojos. — ¿No vamos ya? — Pero no así. No solo una hora. Como antes. Voy, ayudo a preparar. Ella sonrió. — ¿Tú? ¿Cocinar? Eso sí que quiero verlo. Pero no hay tiempo. Tu padre llega tarde, yo tengo trabajo. — En fin de semana, el sábado, da igual —insistió—. Lo de siempre en casa. Suspiró, se recostó. — No sé, Santi. Papá siempre protesta, necesita descansar. Y… — Mamá —la cortó—, ella está sola, tú misma lo decías. Una vez. Solo eso. Se sorprendió de su propia insistencia. Ella le miró raro, como si viera algo nuevo. — Vale —dijo por fin—. Hablo con él. No prometo nada. Asintió y salió; tenía las orejas al rojo. Era solo un pasito, no heroico, pero un paso adelante. Oyó luego a sus padres en la cocina. — Lo pide él —decía su madre—. Imagínate: lo ha propuesto él. — ¿Y qué hacemos allí? Otra vez temas de salud, pensiones —rezongaba el padre. — Está sola —dijo ella bajito—. Y a Santi le importa. Silencio y un suspiro. — Está bien. El sábado vamos. Santi volvió a su cuarto sintiéndose ganador de una pequeña batalla. Faltaba otra: la abuela. Al día siguiente la llamó él mismo. — Abue, hola. El sábado vamos a tu casa. A cenar. Quiero ir antes, ayudarte a cocinar. Breve silencio al otro lado. — Claro, ven —contestó—. ¿Qué cocinamos? — Lo que quieras. Yo pico ensalada o patatas. — Todavía no sabes picar, pero te enseñaré. El sábado llegó con su madre y dos bolsas de compra. — Madre mía, ¿a quién vamos a invitar? —rió la abuela al verlas. — Mejor que sobre. Pelar patatas, cortar verdura, la abuela corrigiendo la posición de los dedos. Olor a cebolla, carne dorándose, radio bajito en la cocina, anocheciendo ya afuera. — Abue —dijo de pronto Santi mientras cortaba pepino—. ¿Tú… crees en los Reyes Magos? Ella se sobresaltó, la cuchara tintinea en la sartén. Silencio incluso en la radio, parecía. — ¿A qué viene eso? —respondió, seria. Él se encogió de hombros. — Por nada. Discutimos en clase. Ella removió, apagó el fuego y se giró. Había algo receloso en su mirada. — De niña, sí. Después… quién sabe. Quizá existen, pero no como en la tele. ¿Por qué? — Por nada —dijo él deprisa—. Sería bonito si existieran. Quedó un silencio más, ella volvió a los fogones. Por dentro a él le temblaba todo. No se atrevió a decirle nada de la carta, pero la conversación movió algo en los dos. Como si supieran de qué va todo, sin decirlo. Por la tarde llegaron los padres. El padre algo cansado, la madre llevó un bizcocho. — Vaya —dijo el padre al ver la mesa—. Se puede alimentar a un regimiento. — Haberle dicho a tu hijo, que ayudó en todo —rió la abuela. — ¿De verdad? —miró el padre a Santi—. No te lo creo. — Tampoco es para tanto —replicó encogido—. No me deshice. Empezaron la cena, algo torpes, cada uno midiendo las palabras. Pero la comida abrió paso, como suele pasar. Salieron anécdotas, risas, historias de cuando la madre era pequeña. El padre contó alguna broma del trabajo. Nina reía, a veces tapándose la boca. Santi les miraba pensando en la carta. Entre los silencios sentía el eco de otro diálogo, el de la escucha verdadera. En un momento, su madre sirviendo el té dijo: — Mamá, perdón por venir tan poco. Yo… vamos siempre de cabeza. No lo dijo para justificarse, sino como confesión. Nina bajó la mirada y acarició el borde del platillo. — Lo entiendo —dijo suavemente—. Tenéis vuestra vida. No me enfado. Eso, Santi lo notó, no era cierto del todo. Pero no acusaba, sino que procuraba no herir. — Aun así —intervino Santi, sorprendiéndose—. Se puede venir de vez en cuando. Sin fiesta. Los padres lo miraron. Se sonrojó, continuó: — Como hoy. No está mal. El padre sonrió, insólitamente amable. — Bastante bien, sí. La madre asintió. — Lo intentaremos —dijo, y en su voz había algo nuevo, menos promesa que intención de probar. La charla derivó a planes de estudios, exámenes, profesores. Nina intervenía cuanto podía, a su ritmo. Al recoger, el pasillo bullía otra vez con abrigos y guantes. El padre ayudó a guardar la cazuela, la madre a limpiar. — Mamá, la próxima vez lo montamos igual, ¿vale? Te aviso —prometió la hija cerrando el abrigo. — Cuando queráis —asintió Nina—. Yo encantada. Santi dudó en la puerta de la sala. Se acercó al escritorio, la pluma, el cuaderno. La carta no estaba, seguía en su bolsillo. Ya había decidido no devolverla; era demasiado. — Abue —dijo él bajo, mientras los demás salían ya—. Si alguna vez quieres que hagamos algo distinto… dínoslo. No hace falta escribir a nadie. Dínoslo a nosotros. Ella le miró largo; en los ojos asomó la sorpresa y luego dulzura. — Lo haré —dijo ella—. Si hace falta, te lo diré. Él asintió. Salió. La puerta se cerró, el ascensor bajó. Nina se quedó en la calma. Pasó a la cocina, se sentó. Olor de comida, el té, migas de bizcocho en el mantel. Pasó la mano por la tela, recogiendo las migas. En el pecho, una sensación rara. No alegría, ni euforia: como si en la estancia hubieran abierto una ventana y entrara un poco de aire fresco. Los conflictos seguían ahí, lo sabía. Su hija y el yerno seguirían discutiendo, Santi tenía sus secretos, pero esa tarde, al menos, habían estado un poco más cerca. Recordó la carta. No sabía qué había sido de ella. Puede que siguiera en el bolso. Puede que se hubiera extraviado. Puede que alguien la hubiera encontrado. De pronto, ya no le importó tanto. Fue hasta la ventana. Abajo, en el patio, unos niños hacían figuras con la nieve bajo la farola. Uno en gorro rojo reía alto, su voz llegaba clara hasta el tercero. Nina apoyó la frente en el cristal frío y sonrió. Apenas, leve. Como si respondiera a una señal lejana pero reconocible. En el bolsillo de la cazadora de Santi, en la entrada de su casa, la carta seguía bien doblada. De vez en cuando la sacaba, leía unas frases y la guardaba. Ya no como súplica de alguien a los Reyes Magos, sino como recuerdo de lo que de verdad quiere quien te hace la sopa y espera tu llamada. No contó nunca lo de la carta. Pero la próxima vez que su madre dijo que no iría a ver a la abuela por estar cansada, él simplemente contestó: — Entonces, voy yo. Y fue. No era un milagro. Solo un pasito más hacia esa paz que alguien, alguna vez, escribió en un papel cuadriculado. Nina, al abrirle la puerta, se sorprendió, pero no preguntó demasiado. Solo dijo: — Pasa, Santi. Acabo de poner el agua al fuego. Y eso bastó para que la casa volviera a sentirse un poco más cálida.
La carta que nunca llegó La abuela Julia permanecía sentada junto a la ventana desde hacía horas, aunque
MagistrUm
Es interesante
01
El marido cuidaba de su madre enferma mientras su esposa trabajaba, hasta que un día ella lo vio comprando flores para regalárselas a otra mujer
Valeria no recordaba la última vez que se había sentido tan descansada. Su viaje de trabajo se había
MagistrUm
Es interesante
021
Mi suegra destrozó mi césped de la casa de campo para plantar huertos y la obligué a dejarlo todo como estaba
Fernando, ¿estás seguro de que no nos dejamos el carbón en casa? Recuerda el año pasado: tuvimos que
MagistrUm
Es interesante
027
“¡Fuera de mi casa!” – le dije a mi suegra, cuando una vez más comenzó a insultarme.
«¡Fuera de mi casa!», le grito a mi suegra cuando vuelve a lanzarme insultos. Todo lo que he temido siempre
MagistrUm
Es interesante
050
El hijo de mi exmarido de su segundo matrimonio enfermó, y él me pidió ayuda económica. ¡Le dije que no!
El hijo de mi exesposo, nacido de su segundo matrimonio, ha sido diagnosticado con cáncer, y él me ha
MagistrUm
Es interesante
013
Los parientes se ofendieron porque no les dejé pasar la noche en mi piso nuevo: la historia de cómo defendí mi hogar ante la familia, pese a presiones, chantajes emocionales y rencores de toda la vida
Diario de Rodrigo Díaz, Madrid Viernes, 22 de marzo ¿Rodri, pero te has quedado mudo? Te digo que ya
MagistrUm
Es interesante
04
La mujer se sentó en el asiento trasero y se dio cuenta de que su hijo ya no cabría allí.
La mujer se dejó caer en el asiento trasero del autocarril y, al instante, sintió que su hijo ya no cabía allí.
MagistrUm
Es interesante
017
Mi tía me dejó una casa, pero mis padres no estaban de acuerdo. Querían que la vendiera, les diera el dinero y me quedara con mi parte. Afirmaron unánimemente que no tenía derecho a esa casa.
Mi tía dejó en herencia la casita en el centro de Sevilla, pero mis padres no aceptaron la decisión.
MagistrUm