Vecinos descarados en el vagón se comieron toda mi comida, pero recibieron una lección que nunca olvidarán

**Diario de un viaje inesperado**

Los vecinos de mi compartimento se comieron toda mi comida, pero aprendieron una lección que no olvidarán.

Las ruedas del tren marcaban el ritmo de mi anhelada felicidad. Durante tres meses había ahorrado para estas vacaciones, soñando con el mar, con la brisa salada en mi piel y los atardeceres libres de edificios. El compartimento estaba vacío, y disfrutaba de ese lujo escaso: estar sola con mis pensamientos y sueños.

Coloqué con cuidado mis provisiones en la mesa: albóndigas caseras envueltas en papel de aluminio, un tarro de pepinillos en vinagre, bocadillos de chorizo, manzanas, galletas y un termo de té fuerte. Todo calculado para el largo viaje hasta la costa. Imaginaba almorzar despacio, mirando los paisajes que desfilaban por la ventana, leyendo un libro mientras sorbía mi té favorito.

El tren redujo la velocidad al acercarse a la siguiente estación. Ni siquiera presté atención al bullicio en el pasillo. ¿Qué me importaba si el mar y dos semanas de dicha me esperaban?

Pero el destino decidió corregir mis planes.

Entraron al compartimento una familia: un hombre bajo, con pelo revuelto y barriga cervecera, su esposauna mujer de complexión sólida y voz estridentey su hijo, un niño de unos diez años, igual de robusto que su madre. Se instalaron con estrépito, hablando alto y dejando sus cosas por todas partes.

“¡Por fin!”, exclamó la mujer, desplomándose en el asiento inferior. “¡Pensé que se me caerían los pies de llevar esas maletas!”

“¿Qué esperabas, Loli?”, gruñó el hombre. “¡Tú misma insististe en traer tanta cosa!”

“¡No son tonterías, son cosas necesarias!”, replicó ella, ofendida.

El niño, en silencio, trepó a su litera y empezó a masticar patatas fritas con ruido.

Intenté mantener la compostura. Al fin y al cabo, también iban de vacaciones. Quizá se calmarían y conviviríamos en paz.

Pero mis esperanzas se desvanecieron en media hora.

“Oye, ¿qué es eso tan rico que tienes ahí?”, dijo Loli, mirando con avidez mi mesa. “¡Nosotros también trajimos comida, mira!”

Sacó de su bolsa dos huevos duros y un pepino mustio, colocándolos junto a mis provisiones.

“¡Todo para compartir!”, anunció con aire de quien hace un gran favor.

Algo en mí se tensó, pero aún esperaba que todo pasara.

Fue en vano.

El hombre, que se presentó como Paco, desenvolvió mis albóndigas y mordió una sin pedir permiso.

“¡Vaya, caseras! ¡Buen cocinero!”, comentó con la boca llena.

“Paco, déjame probar”, extendió la mano Loli.

“Perdonen”, intenté detenerlos, “pero esto es mi comida. La preparé para mí durante el viaje”.

Me miraron como si hubiera dicho algo absurdo.

“¡Pero qué dices!”, se indignó Loli. “¡Si está en la mesa, es para compartir! ¡Es de educación!”

“Nosotros también sacamos nuestra comida”, añadió Paco, señalando los tristes huevos. “¡Sirve, no seas tímida!”

Mientras, el niño metió su mano sucia en mi tarro de pepinillos.

“¡Están buenos!”, declaró, masticando.

Una ola de indignación me ahogó. Esa gente devoraba mi comida con descaro, inventando reglas de cortesía. Lo peor era su actitud, como si yo debiera agradecerles el “honor”.

“Escuchen”, intenté ser firme, “no invité a nadie. Esta comida es mía”.

“¡Anda ya!”, desestimó Loli, untando mi albóndiga en pan. “¡No seas tacaña! Mira, nosotros casi no trajimos nada. ¡No te obligamos a comer solo lo nuestro!”

Paco terminó mis bocadillos, y el niño chupó los dedos tras vaciar el tarro.

Comían con tal grosería que la humillación me quemaba. No por la comida, sino por su falta de respeto.

“Sabéis qué”, dije, conteniendo el temblor en mi voz, “necesito salir al pasillo”.

“Pues vete”, concedió Loli, sin apartarse de mis provisiones. “Aquí nos arreglamos”.

En el pasillo, dejé escapar las lágrimas. No por hambre, sino por la impotencia ante tanta desfachatez.

“¿Perdona? ¿Estás llorando?”.

Me giré. Un hombre alto, de mirada atenta y complexión fuerte, me observaba.

“No es nada”, intenté disimular.

“No lo parece. Soy Alejandro. ¿Y tú?”.

“Sofía”, respondí, sorprendida de que mi voz no temblara.

“Sofía, a veces ayuda contarlo. ¿Qué pasó?”.

Su amabilidad rompió mi coraza. Le conté todo: las vacaciones, la comida, la familia que la devoró con excusas ridículas.

Alejandro asintió, serio.

“Entiendo. ¿Qué compartimento es el tuyo?”.

“El siete”.

“Espera aquí un momento”.

Regresó minutos después, satisfecho.

“Creo que ahora se portarán mejor”.

“¿Qué les dijiste?”.

“Nada importante. Solo les recordé las normas del tren”.

Al volver, el ambiente había cambiado. Paco y Loli susurraban, evitando mi mirada.

“Sofía, perdónanos”, balbuceó Paco. “No sabíamos que viajabas con tu novio”.

“Claro, no sabíamos”, añadió Loli. “¡Si hubiéramos sabido que la comida era también para él, no la tocaríamos!”.

¿Novio? No entendía.

En la siguiente parada, bajaron y volvieron con bolsas llenas: empanadillas calientes, fruta y hasta una botella de sidra.

“Toma”, dijo Loli, avergonzada. “Para disculparnos. Y a tu chico también”.

El resto del viaje transcurrió en calma.

Esa noche, encontré a Alejandro en el pasillo.

“¿Qué les dijiste? Hablan de un novio…”.

Sonrió, pícaro.

“Les dije que era tu compañero y que robar, aunque sea comida, tiene consecuencias legales. Y que, como agente de policía, podía levantar un informe”.

“¿Eres policía?”.

“Eso, ya te lo contaré en la cena”, dijo, guiñando un ojo. “Conozco un sitio con vistas al mar”.

El tren avanzaba hacia nuevas posibilidades. Ya no pensaba en la comida ni en los maleducados, sino en cómo los momentos más incómodos pueden ser el inicio de algo hermoso.

“Acepto”, dije, sosteniendo su mirada. “Pero con una condición: me contarás la verdad”.

“Trato hecho”, sonrió. “Te diré más de lo que esperas”.

Las ruedas marcaban ahora el ritmo no de unas vacaciones, sino de una historia que empezaba ahí, en el tren, gracias a alguien que apareció en el momento justo.

**Lección aprendida:** A veces, la firmeza y un poco de ingenio son suficientes para poner en su sitio a quienes traspasan límites. Y quien sabe, quizá la vida te sorprenda con un encuentro inesperado en el lugar menos pensado.

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Vecinos descarados en el vagón se comieron toda mi comida, pero recibieron una lección que nunca olvidarán