**Todo por mi hijo, y al final solo quedan culpa y soledad**
Tengo sesenta y nueve años. Vivo en un modesto piso de dos habitaciones en las afueras de Sevilla. Desde hace años, me despierto y me duermo con una pesadez en el pecho. No es por soledad —mi hijo duerme al otro lado de la pared—, pero cada noche temo que vuelva ebrio, gritando, pidiendo dinero, echándome en cara todas sus desgracias. Y lo peor es que tiene razón. Tiene todo el derecho a estar enfadado. Porque, en parte, soy yo la culpable.
Mi hijo, Francisco, tiene cuarenta y cinco años. Se ha casado dos veces y ha vivido con otras dos mujeres. A ninguna las acepté. Yo, su madre, estaba convencida de saber lo que era mejor para él. ¿Acaso no es el instinto materno el que guía? Creía que lo protegía de errores, de matrimonios fracasados, de sufrimiento. Pero ahora veo que no lo protegía a él, sino a mi orgullo.
Su primera esposa, Rosario, era una chica de pueblo. Se casaron siendo estudiantes, inocentes y enamorados. Pero yo decidí enseguida que no era para él: demasiado sencilla, demasiado ordinaria. No los dejé vivir conmigo, y se apiñaron en una residencia universitaria. No paraba de meterme, de lanzar comentarios venenosos. Al final, se divorciaron. Él regresó a casa, derrotado y hundido. Y yo me sentí victoriosa.
Pasaron años. Apareció entonces Clara, una chica dulce y serena, creyente. Iba a misa, rezaba, soñaba con casarse por la iglesia. Y yo… No pude contenerme. Burla, ironía, comentarios cortantes. Creía que quería arrastrar a mi hijo a su mundo de fervor religioso. Destruí también esa relación.
Después vino Pilar, una chica sin familia. Mi hijo estudiaba entonces su segunda carrera, con futuro prometedor. Pero ella tenía un pasado de orfandad. Estaba segura de que se pegaba a él por interés. Volví a entrometerme. Volví a romperlo todo con mis propias manos.
Cuando entendí que esperar a la nuera perfecta era inútil, decidí buscarla yo misma. Encontré a una muchacha de buena familia, con dinero y carrera. Hasta empezamos a planear la boda. Pero un mes después, mi hijo lo dejó todo. Regresó a casa en mitad del día, tiró las llaves sobre la mesa y dijo: «No quiero vivir como tú me obligas».
Desde entonces, comenzó su decadencia. Primero se encerró. Luego empezó a beber. Ahora lo hace cada día, solo o con amigos parados como él. Coge mi pensión, trabaja de vez en cuando, pero todo se va en alcohol. El piso siempre huele mal, está sucio. Y yo, avergonzada ante los vecinos.
Me miro al espejo y me pregunto: ¿en qué me equivoqué? ¿Por qué, habiéndolo criado sola, le di rencor en vez de apoyo? ¿Por qué mi amor se convirtió en destrucción?
Sus antiguas parejas… Todas tienen una vida. Rosario está casada, con dos hijos, casa propia y trabajo. Clara canta en el coro de la iglesia y cría a su hijo con un marido que la adora. Pilar está a punto de casarse, vive en Málaga y sonríe en las fotos que mi hermana me enseña a escondidas.
Y yo… Temo los ruidos en el pasillo. Temo que mi hijo vuelva furioso. Temo hasta moverme por la noche, por si lo despierto. Soy una mujer vieja, enferma y sola, que lo dio todo por su hijo… y al final, le arrebaté su vida.
Si pudiera volver atrás… No me habría entrometido. No habría presionado. Solo lo habría abrazado y dicho: «Sé feliz, hijo mío, como tú elijas. Estoy aquí». Pero ya es tarde. Ahora solo le pido a Dios fuerzas para vivir lo que me queda.
Que mi historia sirva de aviso. No les corten las alas a sus hijos. No decidan por ellos. Solo ámenlos… y déjenlos volar. Solo así podrán alcanzar el cielo.