Si hubiera sabido lo que sucedería…

El autobús saltaba sobre los baches. El conductor maldecía al esquivar los charcos, incluso invadiendo el carril contrario a veces. Dentro, apenas viajaba gente, era día laboral después de todo.

Alejandro miraba por la ventana la nieve sucia y derretida. Pronto desaparecería del todo, y el verano estaría a la vuelta de la esquina. En otro bache, el autobús brincó, y el conductor soltó otro improperio.

—Así nos quedamos sin ruedas.

Finalmente, apareció la verja del cementerio, con sus hileras de lápidas al fondo.

Cada vez que venía, Alejandro sentía ese peso agobiante de lo inevitable, de lo fugaz que era la vida. Pensar que algún día él también descansaría allí le revolvía el estómago. No venía por voluntad, sino por obligación. Era lo que se hacía: visitar a los seres queridos en las fechas señaladas. Le remordía la conciencia por sus pensamientos, y suspiró hondo.

El autobús se detuvo frente a la entrada. Los pasajeros bajaron, estirando las piernas. Todos se dirigieron hacia los puestos de flores artificiales alineados junto a la verja. Alejandro caminó despacio, buscando flores naturales. Los colores chillones, encerados, le hacían daño a la vista. Al final, vio a una mujer con un cubo de claveles rojos.

Compró cuatro y entró al cementerio. Los senderos estaban anegados. Intentó esquivar los charcos, pero bajo la nieve blanda también había agua. Se arrepintió de llevar sus viejas botas de invierno.

Casi llegando al borde del bosque, giró a la izquierda. Encontró la tumba de su esposa por la cruz. *Debería poner una lápida. O quizá esperar. ¿Para qué gastar dos veces si nuestro hijo puede encargarse luego?* Alrededor ya no quedaban cruces provisionales. Observó el mar de lápidas nuevas que habían aparecido desde su última visita en otoño.

Saltó la pequeña valla y pisó la nieve hundida, apisonándola con los pies. Notó que el agua le había calado.

—Hola, Carmen.

Desde la foto descolorida enmarcada junto a la cruz, su esposa le sonreía. Le encantaba esa foto. Así la recordaba, aunque ahí solo tenía treinta y seis.

Recordó aquel cumpleaños. Había salido temprano por flores, y al volver, Carmen ya estaba vestida con un traje nuevo. Le regaló unos pendientes de oro. Ella se los puso al instante, radiante. Él capturó ese momento con la cámara. Parecía ayer…

—Feliz cumpleaños. Hoy cumplirías cincuenta y seis. —Alejandro buscó dónde dejar los claveles.

La tumba estaba cubierta de flores plásticas clavadas en la tierra. Esas no se marchitaban ni perdían color, como si las hubiesen puesto ayer.

Arrancó una ramita de flores amarillas frente a la cruz y la hundió en la nieve al pie de la tumba. En su lugar, dejó los claveles. La tierra estaba helada; los tallos frágiles no penetraban, y la nieve pronto se derretiría. Las flores se veían humildes entre los brillantes pétalos artificiales. Pero al menos estaban vivas.

—Te echo de menos. Pero no puedo venir a menudo. Perdóname, no te enfades. Yo debería estar aquí, no tú. La vida es caprichosa…

Hablé durante largo rato, contando novedades, mirando su retrato, hasta que el frío le entumeció las piernas. De vez en cuando, el graznido de los cuervos rompía el silencio, aumentando su angustia.

—Me voy, Carmencita. Me puse las botas viejas y se me han mojado los pies. Y ya no tienes quién me regañe. Volveré después de Semana Santa, cuando esté seco. Entonces limpiaré tu tumba y traeré otra foto igual. Estás preciosa aquí. Perdóname por todo. —Suspiro, saltó la valla y se alejó sin mirar atrás.

En la parada ya esperaban algunas personas. Al subir al autobús, apenas sentía los dedos de los pies.

Llegó a casa renqueando. Se quitó las botas y los calcetines empapados, puso la tetera en el fuego y, al hervir, se tomó dos tazas de té con miel. Se puso calcetines secos, encendió la tele y se tumbó en el sofá. Echaban una película. El calor del té lo adormeció…

***

Sofía llegó a la obra recién salida del instituto. Joven, ojos grandes, pecas en la nariz y una sonrisa que parecía sol de primavera. Alejandro no podía evitar mirarla. Tenía esposa, un hijo en tercero de primaria… pero no apartaba los ojos de la muchacha. ¿Y qué hacía si ella siempre estaba ahí? No iba a ignorarla.

Poco antes de Navidad, se encontraron en la parada. Sofía se arrebujaba en el abrigo. Las luces de la calle brillaban en sus ojos. Alejandro la miraba de reojo. Al llegar el autobús, abrió paso entre la gente y se sentó a su lado.

—Hola, Sofía. ¿A casa? —preguntó para romper el hielo.

—Sí. ¿Y usted?

—Yo también. —Hizo una pausa—. ¿Ya tienen el árbol?

—No. Mi padre siempre compraba uno natural. Lo guardábamos en el balcón. El treinta lo decorábamos juntos. ¡Y el olor que llenaba la casa! Era pura magia.

—Pero hoy es treinta. ¿Tienes un pino en el balcón? —bromeó él.

Sofía se rió, y a él se le aceleró el corazón.

—Mis padres viven lejos. Yo tengo un árbol artificial. En un rato lo montaré y lo decoraré. Le colgaré caramelos, como hacía mi madre. Luego me tomaré un té y lo admiraré. —Volvió a reír.

Alejandro se imaginó la escena: la habitación acogedora, Sofía estirándose para colgar una bola en la punta, el silbido de la tetera…

—¿Puedo ir? ¿De visita? —soltó sin pensarlo.

—¿Para qué? —ella se sorprendió.

—Para ayudarte. Luego tomamos té. —Se ruborizó por su atrevimiento. ¿Qué pensaría de él? Se apresuró a añadir—: Es que… mi mujer y mi hijo decoraron el árbol hace dos semanas. Llegué del trabajo y ya estaba listo. Mi hijo no aguantó. Pero a mí me gusta la emoción, el ambiente…

—Bueno, vamos —dijo ella simplemente, mirándolo fijo.

Montó el árbol rápido, decorándolo entre risas y empujones. Parecía que la conocía de toda la vida. Notó que ella también lo disfrutaba. Bebieron té… y se fue, aunque no quería.

En Nochevieja volvió. No recordaba qué mentira le había dicho a Carmen. Bueno, sí lo recordaba, y también la mirada de ella, como si lo hubiera adivinado todo. Pero no podía resistirse. Sofía lo atraía como un remolino, y no quería luchar.

Siguió visitándola. Sofía no preguntaba nada, aunque a veces veía tristeza en sus ojos. La misma tristeza que veía en Carmen al regresar.

Un día, decidió confesarlo todo. No soportaba más la culpa. Sabía que Carmen lloraría, gritaría. No importaba, con tal de no perder a su hijo. Al entrar, ella se abalanzó sobre él, llorando.

—¿Qué pasa? —preguntó, sorprendido. Quizá lo sabía. Tal vez era mejor así.

Carmen le dijo que su madre estaba grave en el hospital. Los problemas de pareja quedaron en segundo plano.

Luego tuvieron que llevarla a casa. Ya no podía valerse por sí mismaCon el tiempo, Alejandro aprendió que el remordimiento es el peor de los castigos, y que algunas heridas nunca cicatrizan, solo se aprende a convivir con ellas.

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MagistrUm
Si hubiera sabido lo que sucedería…