Segundo intento

Había una vez, en la bulliciosa ciudad de Madrid, una mujer llamada Juana Martínez. Era una tarde gris de marzo, y las gotas de lluvia repiqueteaban contra los cristales de la oficina.

—Juana, ¿te vas a casa? —preguntó su amiga Consuelo, golpeando impaciente la mesa con las uñas recién pintadas.

—No, me quedaré un poco más. Mi marido vendrá a recogerme —mintió Juana sin remordimientos.

—Como quieras. Hasta mañana —respondió Consuelo, balanceando las caderas al salir del despacho.

Uno a uno, los compañeros abandonaban el edificio. Juana agarró el teléfono y suspiró. “Seguro que ya se ha tomado unas cervezas, tirado en el sofá como un saco de patatas”, pensó con amargura. Marcó el número de su marido. Tras varios tonos, escuchó el murmullo de la televisión antes de oír la voz de Antonio:

—¿Sí?

—Antonio, está lloviendo y llevo botas de ante. ¿Vienes a buscarme?

—Cariño, lo siento, ya he tomado algo. Coge un taxi —respondió él con voz cansada.

—Como siempre. No esperaba menos de ti. ¿Recuerdas cuando me pediste matrimonio? Juraste que me llevarías en brazos.

—Mi vida, es que el partido… —Los gritos de los aficionados ahogaron sus palabras, y Juana colgó con frustración.

Los días en que Antonio la esperaba en la puerta del trabajo habían quedado atrás. Entonces no tenía coche, pero aún así nunca la dejaba sola. Juana apagó el ordenador, se abrigó y salió a la calle.

El eco de sus tacones rompió el silencio del pasillo vacío. En el vestíbulo, el subdirector, don Álvaro Dávila, hablaba por teléfono junto al guardia de seguridad. Alto, elegante, envuelto en un abrigo negro, parecía más un actor de cine que un simple empleado. Las compañeras murmuraban que seguía soltero.

—Alguna modelo será —había sugerido Consuelo, siempre al tanto de los chismes—. Sale en las revistas.

Antonio, en su juventud, tampoco era mal partido. Hacía dominadas en el parque cada tarde. Pero con los años, la cerveza y el sofá le ganaron la batalla.

Cuando Juana estaba a punto de salir, una voz grave la detuvo:

—Señorita Martínez, ¿tan tarde?

—Creí que mi marido vendría, pero al final no pudo —respondió con una sonrisa forzada.

Don Álvaro guardó el teléfono y se acercó.

—Permítame que la lleve.

—No, por favor, llamaré un taxi —rechazó ella, saliendo a la calle.

La lluvia había convertido el asfalto en un espejo. Sus botas nuevas no estaban hechas para eso.

—Considere que el taxi ya está aquí —dijo él, tomándola del brazo con suavidad.

¿Cómo decir que no? Subió al lujoso todoterreno, arreglando discretamente la falda. Don Álvaro cerró la puerta con elegancia y se sentó al volante.

—Llevo tiempo observándola. Es exigente pero justa. Podría dirigir el departamento de marketing.

—¿Y la señora Carmen? —preguntó Juana, sorprendida.

—Es hora de que se jubile. Es buena trabajadora, pero las nuevas tecnologías no son lo suyo.

Juana sintió pena por su antigua mentora, pero la ambición le ganó.

—Tiene un nieto que pronto se casa, quería ahorrar para él…

—Eso no es su problema —interrumpió don Álvaro—. Si acepta, recibirá una buena indemnización.

Sus ojos la escudriñaron antes de volver a la carretera. Juana se dio cuenta de que ya habían pasado su calle.

—Gire a la derecha, por favor. Ahí vivo.

El coche se detuvo, pero Juana dudaba en bajar.

—¿Almorzamos algún día? —propuso él con voz seductora.

Su corazón latió con fuerza.

—Quizá —respondió, saliendo con una sonrisa coqueta.

Al día siguiente, comieron juntos ante la mirada curiosa de los compañeros. Luego vinieron las cenas… y después…

Bastaba con mirar a Antonio, tumbado frente al televisor con una botella de cerveza a medio terminar, para que el enfado le subiera como la espuma.

—Has cambiado —murmuró él esa noche, observándola con recelo.

“Por fin se da cuenta”, pensó ella con sarcasmo.

—¿Cambiado? Estoy igual —respondió fría.

—Estás como cuando nos conocimos. ¿Te has enamorado?

—¿Y si fuera así? Tú solo ves la tele y la cerveza.

—Te he notado el pelo diferente —intentó halagarla.

—Llevo tres años con este corte —replicó, exasperada—. Ni al cine vamos. Yo cocino, limpio, trabajo… y tú, ¿qué haces?

Antonio se levantó, torpe, y la siguió a la cocina.

—Voy a irme de casa —amenazó ella de pronto.

—¿Y nuestra hija?

—Ya tiene quince años, que elija.

No era más que un farol, pero la rabia la empujaba. Él palideció, llevándose una mano al pecho.

—No… Juana, no puedo vivir sin ti… —Su voz se quebró, y se desplomó.

—¡Marta! ¡Tu padre se encuentra mal! —gritó Juana, arrepentida al instante.

Corrió al armario, buscando aquel frasco que la curandera le había dado. “Una gota al día, no más”, le había advertido. Pero al ver a Antonio inconsciente, el pánico la cegó.

—¿Qué le has dado? —preguntó su hija, asustada.

El médico del SAMUR lo diagnosticó: infarto. Nada de venenos.

Durante las semanas de recuperación, Juana no se separó de su marido. Don Álvaro pasó a ser un recuerdo lejano.

—Perdóname —le susurró una tarde, paseando por el hospital—. Todo fue culpa mía.

—No, soy yo quien debe pedirte perdón —respondió Antonio, tomándole la mano—. Ahora todo será diferente.

Y así fue. Para el verano, Antonio había perdido peso y volvía a hacer ejercicio.

Juana comprendió que no había necesitado pócimas ni amantes. Solo hacerle ver que lo estaba perdiendo todo. Nunca es tarde para dar al amor una segunda oportunidad.

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Segundo intento