Estaba sentada en la mesa de una cafetería, planeando un pedido para mí y para el hijo al que esperaba después del colegio, cuando de repente la mano de alguien se posó en mi hombro.
– Vaya, ¡qué gente! – Escuché una voz dolorosamente familiar.
Sólo que no había cambiado, a diferencia del aspecto de Emilia. Apenas podía reconocerla como la esbelta belleza de pelo dorado que había sido quince años atrás. Para nuestra boda habíamos elegido el vestido más bonito y caro para ella, planeado cada detalle según sus deseos y a su gusto, pero no estábamos destinados a llegar al día de la ceremonia. Me enteré de que tenía un amante con el que llevaba años saliendo, incluso antes de que empezáramos a salir. Era “sólo una aventura”, pero nunca pude perdonar a Emilia. Lo cancelamos, cortamos los lazos.
Después de todos estos años, su cara estaba arrugada, había ganado una buena cantidad de peso y se vestía como mi madre de setenta años. Se notaba enseguida que no vivía ni de lejos tan bien como mi familia y yo.
– Se casó dos veces, lo perdió todo en el divorcio -dijo, sin dejar de hablar de sí misma-, pero todavía no tiene hijos. Creo que el tercer marido funcionará de alguna manera. ¿Y tú?
– Yo estoy casada. Estoy esperando un hijo. Así que, ¿podrías hacerte a un lado, por favor? No quiero que el bebé se haga una idea equivocada -hice un gesto con la mano, indicándole que se apartara de mi mesa.
Emilia se apartó un rato y salió del café sin llevarse nada, un par de minutos antes de que apareciera mi hijo.
La vida no perdonó a nadie, pero creo que Emilia recibió su merecido.