Regresó tras un año de silencio. Preguntó si podía ser mi marido de nuevo.

Querido diario,

Hoy volvió después de un año de silencio. Apareció en el umbral de nuestra casa en el barrio de Chamartín, con la misma maleta de cuero negro con la que se marchó hace doce meses, como si hubiese salido solo a comprar pan. Todo el año de ausencia parecía no haber ocurrido.

Hola dijo, con la voz un poco temblorosa. ¿Puedo entrar?

No respondí. Lo miré y en mi cabeza se arremolinaban imágenes: la cama vacía, los mensajes sin contestar, decenas de llamadas sin respuesta, las Navidades en silencio, los llantos nocturnos en la cocina cuando los niños ya dormían.

He meditado mucho añadió, como si eso justificara algo. Quiero volver. Intentarlo de nuevo. Con nosotros.

Sentí un leve mareo, no por su regreso, sino porque hace apenas unos meses habría dado la vida por escuchar esas palabras. Ahora ya no era la mujer que él había dejado atrás.

Durante las primeras semanas tras su partida pensé que me moriría, no de dolor, sino de vacío y de incomprensión. Se fue sin una despedida, sin explicaciones. Una mañana empacó sus cosas, me dijo: «No sé qué será de mí, tengo que irme», y desapareció. Bloqueó mi número y no contestó al teléfono de los niños.

Y ahora regresa, como si el tiempo se hubiera detenido. Lo miré a los ojos. Parecía el mismo hombre, pero yo ya no era la misma mujer, y él aún no parecía haberlo notado. Lo dejé pasar. No sé bien por qué: tal vez por curiosidad, tal vez porque después de un año de mutismo sentí que tenía derecho a escuchar respuestas, o quizá solo para comprobar que ya no sentía nada por él.

Se sentó en el sofá, exactamente donde lo había hecho durante veinte años. Tomó la taza que una vez fue su favorita. Observó el salón y comentó:
Poco ha cambiado.

Yo, con voz baja, respondí:
Todo ha cambiado. Sólo tú no lo ves todavía.

Nos quedamos unos momentos en silencio. Después empezó a hablar de sobrepasar, del vacío, de cómo se había perdido. Decía que tuvo que marcharse porque sentía que se ahogaba en nuestro hogar, que no estaba preparado para la vejez, la rutina, para el aburrimiento. Que necesitaba huir para entender cuánto significaba para él.

Yo lo observaba y sentía una extraña indiferencia. Hace unos meses cualquier declaración de ese tipo habría roto mi corazón. Hoy, en cambio, solo sentía calma y una nueva certeza: había sobrevivido sin él.

¿Y dónde estuviste? pregunté al fin.

Encogió los hombros.
Primero con un amigo, después alquilé una habitación en las afueras. Hice trabajos temporales. Reflexioné mucho.

¿Estuviste solo?

Dudó un instante.
Sí. Pero no quiero engañarte. Me relacioné con alguien. Fue breve, nada serio. Quería olvidarme. Me dolió, no tanto por el hecho en sí, sino porque lo digo ahora con tanta facilidad, como si fuera una simple anécdota. Yo, durante este año, me fui reconstruyendo pedazo a pedazo.

Yo había hecho por mí lo que nunca logré durante todo el matrimonio. Volví a trabajar, retomé el contacto con antiguas amigas, comencé a hacer excursiones cortas en coche algo que él siempre desestimaba. Aprendí a poner música que me alegra por la noche y a no mirar sus miradas cansadas. Simplemente empecé a vivir a mi ritmo. Y ahora, con su regreso, ¿todo debía retroceder?

¿Quieres volver a mí o a la mujer que eras hace un año? le pregunté sin rodeos. Porque ya no soy la misma que dejaste.

Me miró incrédulo, como si recién ahora se diera cuenta de que no lo estaba esperando. No estaba congelada en el pasado, lista para recibirlo sin condiciones. En ese instante comprendí algo más: no necesitaba respuestas, necesitaba la verdad. Y la verdad era que ya no quería vivir para él, sino para mí.

Cuando salió, me quedé sentada larga rato junto a la mesa, mirando la taza de té a medio beber. La casa estaba silenciosa, pero ya no era ese silencio opresivo que me ahogaba los primeros días tras su marcha. Ahora era un silencio que me permitía respirar.

Dejó la maleta en el recibidor. Ni siquiera preguntó si podía entrar; simplemente la depositó, como si tuviera la certeza de que quedaría. Yo no dije nada, ni por lástima ni por compasión, sino desde la distancia que necesitaba para entender qué quería él realmente y qué quería yo.

Durante los días siguientes escribió. Uno o dos mensajes al día, sin presiones. A veces una pregunta, a veces un recuerdo. Una vez me envió una foto de nuestras vacaciones en la Costa Brava, con el texto: «No sabía entonces que lo tenía todo». No respondí. No estaba preparada.

El fin de semana propuso encontrarnos: cenar, conversar, lo que fuera. Sólo contesté: «Aún no, ahora mismo». Él me dejó sin palabras una vez; ahora yo necesitaba palabras, la verdad, una disculpa que no fuera vacía, sino nacida de la madurez y del entendimiento de lo que realmente sucedió.

Esa noche me senté en el sofá, tomé el libro que llevaba semanas sin poder terminar, pero mi mente no se concentraba. Miré el móvil y apareció un mensaje:

«Si quieres, puedo pasar mañana. Solo para hablar. No espero nada».

Leí la pantalla, y en mi cabeza se agitaban mil pensamientos. Ya no lo amaba como antes, pero la vida no siempre se mide en una balanza de emociones. Tal vez la gente se pierda para poder encontrarse de verdad.

Quizá valga la pena intentarlo. Quizá deba. Tal vez aún no sea demasiado tarde para que él regrese no a la mujer que abandonó, sino a la que, durante este año, aprendió a valorarse de nuevo.

Hasta mañana.

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Regresó tras un año de silencio. Preguntó si podía ser mi marido de nuevo.