Planeábamos pasar el Año Nuevo en la casa de campo de la familia. Yo había ido a por las llaves, dijo mi cuñada Begoña, la hermana de mi mujer.
¿Para qué tenéis que ir a la casa? Los dos, en casa, podréis celebrar el Año Nuevo tranquilamente. Y en nuestra familia somos muchos: tres niños. ¡Hay que ocuparlos durante las vacaciones! exclamó Begoña, sin disimular su irritación. ¿Te imaginas vivir con tres críos?
No lo imagino respondió Almudena con calma. Miguel y yo todavía no pensamos en hijos. Primero necesitamos un piso y un trabajo estable, y después, si toca, la familia.
¡Anda! ¡Miguel y yo no habíamos planeado nada! replicó Begoña.
Pues entonces vivís a base de ayudas por hijos comentó Almudena. Gregorio, tú cambias de empleo a cada momento, no hay estabilidad. Yo no quiero vivir así.
Eso es asunto nuestro. ¡No os metas con el dinero de los demás! gruñó Begoña. Entonces, ¿me das las llaves de la casa?
No contestó firme Almudena. Ya hemos quedado en celebrarlo allí con los amigos.
Pues habrá que llegar a un acuerdo. Si no me entregas las llaves de buena gana, llamaré a Miguel y le diré lo que me has hecho amenazó Begoña.
Por supuesto, hazlo cuanto quieras se rió Almudena.
Begoña hizo una mueca de descontento y salió del piso.
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La casa de campo que Begoña tenía en la mira le había sido legada a Almudena por su abuela, Doña Valentina, una mujer de edad avanzada a la que sus hijos habían decidido que viviera todo el año en la ciudad bajo su vigilancia.
Aunque se llamara casa de campo, era una vivienda rural completa. Hace cinco años los padres de Almudena ampliaron la construcción para crear un baño para Doña Valentina y le instalaron aire acondicionado.
Doña Valentina se negaba a mudarse a la ciudad, pero al ir envejeciendo empezó a plantearse la idea. Les dejó claro que la casa no se vendiera y que el jardín debía cuidarse para que ningún árbol sufriera el frío invernal.
Almudena pidió a sus padres que le confiaran el cuidado del inmueble. Recordaba los veranos de su infancia en la casa de su abuela, recuerdos que guardaba como los más felices de su niñez.
Convenciendo a Miguel, se propuso una reforma ligera: cambiar el papel de pared, pintar los techos, sustituir las lámparas y renovar algunos muebles con piezas más modernas.
Se invirtió tiempo y un buen puñado de euros, pero al final la casa quedó cómoda para pasar los fines de semana en cualquier época del año. Así que los jóvenes, sin pensarlo mucho, invitaron a sus amigos a la cena de Nochevieja.
Entonces apareció Begoña, exigiendo que Almudena le cediera la casa. ¡Qué descaro! Argumentó que Miguel, al ser más joven, debía ceder ante su hermana mayor. Almudena no comprendía por qué la casa de su abuela tenía que ver con eso y no se sentía culpable por su negativa.
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Begoña se ruborizó de ira. En vez de llamar a su hermano menor, decidió presentarse en su oficina. Miguel, sorprendido, no entendía qué ocurría cuando, a mitad de la jornada, vio a su hermana irrumpir en su despacho.
¡Miguel! exclamó a gran voz, llamando la atención de los compañeros. Necesitamos hablar urgentemente.
Silencio le interrumpió él. Aquí trabajamos gente. Mejor vamos al fumadero.
Miguel encendió un cigarro, presintiendo que la visita de su hermana no traía buenas noticias.
¿Qué quieres? preguntó brevemente.
¡Exijo las llaves de vuestra casa de campo! gritó Begoña.
¿De qué casa? le contestó él, algo confundido. Ah, ¿te refieres al chalet rural?
Exacto asintió ella, apretando los labios. Ya tengo planeado el año nuevo, así que tendrás que hablar con tu mujer y conseguirle las llaves.
Aunque pudiera, no lo haría. ¿Cómo te atreves a exigir eso? replicó Miguel, indignado. Hoy es veinticinco de diciembre y la gente decente avisa con antelación.
¡No me enseñes a vivir, insignificante! replicó Begoña.
Solo somos cinco años de diferencia. Si de niños se notaba algo, ahora no intentó razonar Miguel. Ya he terminado mi pausa, vete a casa.
Begoña se marchó más molesta que al entrar, pero no estaba dispuesta a rendirse.
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A la mañana del treinta y uno de diciembre, Almudena corría de tienda en tienda mientras Miguel terminaba su último día de trabajo del año. Él aseguraba que después de comer estaría libre y que todo saldría a tiempo, pero su mujer seguía intranquila.
Al fin, todo marchó según lo previsto y a las seis de la tarde llegaron al pueblo. Tuvieron que mover un montón de cosas para rellenar la casa de agua. A las nueve empezaron a llegar los invitados, listos para montar la mesa, asar unas brochetas y despedir el año.
Miguel, parece que ha llegado alguien dijo Almudena. Seguro que Isabel y Pedro vienen antes para ayudar. Son los más puntuales.
Voy a recibirlos y a llevarles el equipaje respondió él.
Almudena sonreía, emocionada. Por fin el Año Nuevo sería como siempre había soñado: al aire libre, rodeada de los amigos más queridos.
Miguel se tiró el abrigo y salió al patio. Al abrir la verja, se quedó boquiabierto.
¡Hola, hermanito! exclamó Begoña, lanzándose a besarle ambas mejillas. ¡Feliz Año!
Miguel tardó en reaccionar al susto. Mientras Gregorio descargaba la maletera, Begoña hablaba del festejo, pero él no la escuchaba, intentando asimilar que su hermana estaba en la puerta de su casa de campo.
Finalmente sacudió la cabeza y dijo:
¿Qué hacéis aquí? ¡Ya lo habíamos acordado la semana pasada!
Ya ves levantó una ceja Begoña. Fue decisión tuya y yo no dije que estaba de acuerdo.
Miguel, ¿por qué os habéis quedado paralizados? intervino Almudena, sorprendida al ver a la hermana de su marido.
¡Sí! repuso Begoña con orgullo. No todo ocurre como tú quieres.
Cuando Gregorio intentó entrar con la primera caja, Miguel lo agarró del brazo.
No entrarás dijo con rudeza.
Begoña, ayudando a los niños a quitarse los cinturones de seguridad, escuchó el tono y se abalanzó contra su hermano.
¡Suéltalo ahora! rugió.
No lo haré. Vayanse ya. alzó la voz Miguel.
¿Qué has dicho? le preguntó Begoña, despreciando la mano de su hermano.
¡Lo que has oído!
No nos vamos a ningún lado repuso ella con altivez. Tenemos un coche lleno de niños.
Los quiero mucho, pero hoy tendrán que pasar el Año Nuevo en otro sitio explicó Miguel. No van a entrar.
¿Vas a llamar a la policía? preguntó Begoña con sarcasmo.
Lo haría, pero es Nochevieja intervino Almudena. Mejor que os vayáis ahora, o llegará mi amiga con su marido boxeador y no os dejará pasar.
¿Me estás amenazando? insistió Begoña.
No, pero sí te mando que te marches. ordenó Almudena.
Miguel y Almudena cerraron la verja, sin dejar entrar a los invitados indeseados. Begoña y Gregorio no tuvieron más remedio que volver a casa. En el camino, Begoña dio una bofetada a Gregorio.
¿No pudiste empujarlo? gritó. ¡Qué torpe!
Llegaron a su vivienda, donde vivían desde hacía años. También vivían allí la madre de Begoña y Miguel, Eugenia, que no hablaba con su hijo desde que se casó.
Yo también dejaré de hablar con Miguel dijo Eugenia, tirando su abrigo al rincón.
¿Qué? preguntó, entrecerrando los ojos.
¡Nos expulsaron de la casa! ¿Te lo puedes creer? exclamó la mujer. Y su esposa también, que quiso llamar a la policía como si fuéramos ladrones.
Por eso no le hablo. ¿Recuerdas cuando quise mudarme con ellos y me dijeron que nuestra vivienda era un estudio y no había sitio para los niños?
¡Anda, no digas eso, madre! Almudena ha arruinado a nuestro Miguel.
Los niños corrían por toda la casa, mientras Begoña y Eugenia brindaban con cava y veían La vida es sueño. Gregorio, sin descanso, repasaba la cocina.
Mientras tanto, Almudena y Miguel esperaban a los invitados y se preparaban para la celebración. El ambiente estaba lleno de risas y sonrisas. Almudena se acercó a Miguel, sacó una foto del ecografía y le susurró:
Tengo que decirte algo.
¿En serio? miró Miguel sorprendido. ¿Vamos a tener un bebé?
Sí asintió ella, radiante.
Miguel la abrazó, la besó y dijo:
¡Es el mejor regalo del año!







