– No te pedí que arruinaras tu vida, Natacha dije, aunque suena raro.
¿Estás segura de que esto es lo que quieres? No se decide una relación en una semana.
Lo he pensado bien. empujó la taza de café. En serio, Elena. Por primera vez en años sé lo que quiero.
¡No es amor, sólo hormonas! le respondí.
Gracias por el apoyo.
Yo sí te apoyo, diciendo la verdad. Tiene veinticuatro años, Natacha. Veinticuatro. Cuando tú terminabas la universidad, él ya estaba en su primer año de trabajo.
Alicia puso los ojos en blanco. Los números dejaron de importar cuando se trataba de sentimientos reales.
Ya lo he decidido, repitió con más seguridad. Hoy mismo hablaré con Víctor.
Elena asintió sin decir nada y acabó su latte. Mientras tanto, Alicia ya se imaginaba en otro sitio: el aroma del café y la tinta de la imprenta, donde la esperaba un hombre cuyo solo mirar le hacía temblar las piernas.
Ese mismo día, Víctor estaba sentado al borde de la cama su cama, su habitación, la que juntos elegimos doce años atrás discutiendo si necesitábamos un dosel. Nunca lo compraron. En todo ese tiempo no hubo grandes discusiones, ni caricias, ni miradas intensas. El matrimonio se había convertido en la simple convivencia de dos personas educadas, compartiendo metros cuadrados y el presupuesto.
Tengo a otra.
Cuatro palabras. Alicia había preparado un discurso durante días, lo ensayó bajo la ducha, lo anotó en el móvil, pero solo salió eso. Cuatro palabras y silencio.
Víctor no gritó. No rompió nada. Sólo asintió despacio, como confirmando una sospecha antigua, y empezó a guardar sus cosas. Metódico, ordenado, doblando las camisas como siempre, cuello con cuello. Esa precisión le resultaba aterradora.
Ví
No hace falta. Lo entiendo. no se dio la vuelta. Me voy a casa de mis padres.
La puerta se cerró suavemente, casi sin ruido, y eso fue peor que cualquier pelea. En el pecho de Alicia se mezclaron culpa y alivio, sin saber medir la proporción. El apartamento se volvió enorme y hueco, como una sala de conciertos vacía.
Se sentía libre
Tres días después habló con sus padres. Como esperaban, no la apoyaron.
¿Te das cuenta de lo que haces? su madre le lanzaba la mirada como un buitre. Doce años de vida en pareja, ¿para qué? ¿Por un chico?
Mamá, él tiene veinticuatro, es un adulto
¡Adulto! su padre se sentó con un crujido. Adulto es Víctor, que te ha aguantado y mantenido tantos años, y tú le haces esto
No me ha mantenido. Tengo mi propio negocio, papá.
Nos avergüenzas añadió el padre, con voz grave.
Alicia se levantó de la mesa. Sus piernas estaban como de algodón, pero se obligó a hablar con calma:
Pensaba que me apoyaríais.
Creíamos haber criado a una hija inteligente su madre se volvió a la ventana. Nos equivocamos, claro.
Salió sin mirar atrás. En el ascensor marcó a Iñigo: Recógeme. Llegó veinte minutos después, la abrazó, metió la nariz en su cabeza y, por un momento, todo quedó atrás.
Las amigas con las que solían hacer asados y quedadas de Nochevieja desaparecieron una a una. Carla le escribió: Lo siento, Natacha, no puedo. Víctor es como un hermano, ¿me entiendes?.
Olga dejó de contestar. Marta mandó un mensaje largo sobre traición y egoísmo; Alicia se quedó cinco minutos mirando la pantalla sin saber qué responder, y luego borró todo el chat de cinco años y se prohibió llorar.
En tres semanas la soledad la envolvió. Iñigo la llevaba a conocer a sus colegas jóvenes que hablaban de streams, TikToks y el último videoclip. Alicia estaba entre ellos, sonriendo, asintiendo, pero sentía una agudísima soledad física. No entendía la mitad de los chistes, no conocía los nombres que mencionaban y se daba cuenta de que la única persona con quien tenía algo que decir era Iñigo. Pero él siempre estaba con sus amigos, y ella volvía a quedar sola en medio del ruido.
Pasará se repetía. Construiremos algo nuevo.
¿Nos vamos? Iñigo, acostado a su lado esa noche, le pasaba la mano por el pelo. A otra ciudad. Una vida nueva, sin exmaridos, sin padres entrometidos. Empezar de cero.
Alicia se apoyó en el codo y miró su rostro a la luz tenue.
¿En serio?
Totalmente. Tengo contactos en Barcelona, el mercado fotográfico está más vivo. Tú podrías abrir un nuevo salón. Más grande, mejor.
La palabra salón le picó bajo las costillas. Su salón. Ocho años de trabajo, clientela, maestros que había formado desde cero. ¿Dejarlo todo?
Los ojos de Iñigo brillaban de confianza y entusiasmo, y ella asintió. Sí, empezar de nuevo, demostrar que no era una crisis de mediana edad, sino un sentimiento real por el que valía la pena arriesgarse.
Vendió su salón en tres semanas, a un precio mucho menor del real, porque la compradora olió urgencia y exprimió la mayor rebaja posible. Alicia firmó los papeles con la mano temblorosa, recibió la transferencia al banco y sintió como si le cortara un trozo y se lo diera a una tía en traje beige.
Ya está le dijo a Iñigo aquella tarde. Somos libres.
Él la levantó, la giró por la habitación y Alicia soltó una risa auténtica, esa que no escuchaba desde hacía años. El dinero de la venta parecía una fortuna, suficiente para cualquier plan. Primero alquilaron un piso más céntrico, con techos altos y ventanas enormes. Su nido, su casa.
Las primeras semanas en la nueva ciudad fueron como una luna de miel: desayunos en la cama, conversaciones sin fin de todo y de nada. Iñigo la fotografiaba en el balcón, en la cocina, en el baño con el pelo mojado; cada foto era una declaración de amor.
Pero poco a poco algo cambió. Iñigo empezaba a quedarse más tiempo en los trabajos, volvía cansado, cenaba en silencio y se pegaba al móvil.
Mucho curro decía. Hay que apretar mientras haya encargos.
Alicia asentía, comprendía, pero no quería ser esa mujer que se queja y se aferra. Cuando intentaba abrazarlo por la noche él se alejaba. Cuando hablaba del salón o de los planes, él respondía con monosílabos: Luego, Lo vemos, Ahora no. Cada ahora no le calaba más hondo.
Alicia buscó trabajo, más para ocupar la cabeza que por necesidad. Pero a los treinta y cuatro encontrar algo no era fácil. El dinero se iba derritiendo; la renta devoraba gran parte cada mes. Iñigo ganaba de forma irregular y, cuando Alicia le proponía repartir los gastos, él encogía los hombros irritado:
Yo ya pongo mi parte. ¿No lo ves?
Ella lo veía. Veía cómo Iñigo desviaba la mirada, revisaba el móvil al salir de la habitación, se escapaba a respirar y volvía después de la medianoche con otro perfume. ¿O era sólo su imaginación?
Tenemos que hablar le dijo una noche, cuando él volvió a las tres.
¿De qué?
De nosotros. No entiendo qué pasa. Te has vuelto otro. Casi no te veo, no me hablas
Me estás presionando lanzó Iñigo, tirando la chaqueta sobre la silla. Te dije que necesitaba espacio. Todo va demasiado rápido. No pedí que arruinaras tu vida.
Alicia se quedó helada.
¿No lo pedí? replicó. Yo no te obligué a divorciarte, a vender nada. Fue tu decisión. Nos mudamos cuando ya eras libre.
Iñigo tenía razón, técnicamente. Fue su elección, su incendio, el que la hizo quemar todo lo que tenía.
Desde esa noche Alicia se volvió una paranoica. Revisaba su móvil mientras él dormía, escudriñaba cada mensaje, cada like en sus fotos, cada suscripción a modelos y fotógrafos. Cada nombre le quemaba por dentro. Le enviaba veinte mensajes al día, preguntando dónde estaba, con quién, cuándo volvería. Creaba escenas de celos y después se odiaba por eso, porque se veía a sí misma como una mujer que nunca quiso ser.
Estás enferma le dijo Iñigo tras otro berrinche. Necesitas un psicólogo, no una relación.
Tal vez tenía razón. Cada vez más Iñigo se quedaba fuera de casa: Rodaje fuera de la ciudad, Me quedo con un colega, No esperes. Alicia se quedaba en la oscuridad, mirando la puerta, y con cada hora algo dentro de ella se secaba, convirtiéndose en polvo.
Un martes por la tarde, mientras tomaba su quinta taza de café, el móvil vibró.
Natacha, ya no puedo más. Lo siento. Ha ido demasiado lejos. No quería destruir tu vida. No estoy preparado para asumir la responsabilidad. No me busques. Por favor, déjame en paz.
La leyó tres veces, luego otra, y otra. El móvil se le escapó de las manos y cayó al suelo, y ella se sentó en la banqueta, temblando. Pasó el día en su pequeño apartamento vacío, tumbada en el suelo, luego en el sofá, luego de nuevo en el suelo porque hacía más frío y el frío le distraía del vacío interior. Lloró, sin parar, con sollozos y mocos. Cuando las lágrimas se agotaron quedó solo una sequedad quemada.
Sin marido. Sin negocio. Sin amigas. Sin padres. Sin amante. Sin dinero miró el saldo de su cuenta y vio que solo le alcanzaba para dos meses. A sus treinta y cuatro años, lo único que le quedaba era un alquiler con techos altos que ya no podía pagar.
Tres días después llamó a Víctor, no para pedirle volver, sino para disculparse, para reconocer su culpa.
Usuario no disponible. Lo había bloqueado.
Escribió a su madre, un mensaje largo, desgarbado, sincero, confesando que había fallado, que estaba mal y que necesitaba ayuda, aunque fuera una palabra. La respuesta tardó dos horas:
Te advertimos. Ahora resuelve las consecuencias tú misma. Tu padre dice que no está listo para hablar.
Alicia dejó el móvil y soltó una risa ahogada, casi rota. Eso era todo. El paquete completo.
Una semana después se mudó a una habitación en la periferia, doce metros cuadrados en una comunidad con cocina compartida y baño siempre ocupado. La vecina, una tía corpulenta de sesenta años, la miró con juicio y murmuró:
Joven, aún te falta mucho.
Encontró trabajo rápido: manicure en un salón semisubterráneo de la calle de al lado. Le pagaban unas monedas, pero ya no le importaba el orgullo.
Por la noche miraba sus manos, esas que habían construido un negocio, firmado contratos, hojeado catálogos de cosmética italiana, y ahora pasaban el día limando uñas ajenas por centavos. Meses de locura, y todo lo que había construido en una década había desaparecido. Y la culpable, al fin y al cabo, era ella misma.






