No le des la boca al pan de otro espetó María, enfadada, mientras señalaba a su suegra. ¿A quién vas a hacerle la partida ahora? Todos los que estaban en la casa ya se han ido. Sabes que esa vivienda nos hace falta, ¿no? insistió, con el ceño fruncido. No es para ella
Esa suspiró cansado Óscar. Ya no aguanto más los lamentos de mi mujer en su tercer intento. Mi hermana, Irene, es la que realmente se merece ese piso. Ella cuidó a la abuela cuando ya casi no podía andar. Irene hacía la compra, pagaba los recibos, llevaba a la anciana al hospital. Yo te propuse que te encargases tú, pero te quedas en casa
¡Tengo tres hijos! gritó María, cruzando los brazos. ¿Y tú quieres que me quede como una viejecita?
Dos van al colegio y el tercero al guardería replicó Óscar con sorna. Pasas el día en casa. Si te pasaras una hora a ayudar a la abuela, el piso sería nuestro. Así que basta de sufrimientos, y deja de contar el dinero ajeno. Si no te gusta nuestro hogar, ¿por qué no buscas trabajo? Así podríamos comprar algo más grande.
¡Qué hombre tan inútil! se ahogó María. No puedes ganarte la vida y me echas a mí al trabajo. En realidad, mi sueldo era decente, pero mi esposa nunca supo ahorrar, siempre gastaba sin medida.
¡Basta, tema cerrado! golpeó Óscar la mesa y empujó el plato de sopa sin tocarlo. Se me ha ido el apetito. Recuerda que no quiero volver a oír que a mi hermana le ha tocado la suerte. Ella se ha ganado la herencia, ¿entendido?
María sólo esbozó una mueca. ¡Qué fácil! exclamó en su interior. La joven de veinte años había recibido un piso de tres habitaciones en el centro de Madrid, con una distribución mejorada. ¿Cómo iba a vivir sola en esas cuatro paredes? Tomás, por su parte, tenía tres hijos y una casa modesta en las afueras de Zaragoza, comprada por su marido antes del matrimonio.
Cuántas veces María había dicho que los niños necesitaban más espacio, que cada uno merecía su propia habitación, sobre todo la hija mayor, que ya tenía trece años. Sin embargo, la menor, Almudena, sólo tenía cinco. ¿Cómo explicar a una niña que hay cosas que no se tocan? Aunque, claro, Lidia también era culpable de esparcir juguetes por todos lados
María ansiaba mudarse al piso y, como si fuera la única salida, había tenido más hijos con la esperanza de que la abuela, con su buena conciencia, les cediera la vivienda. No funcionó.
Un día se enteró de que la abuela estaba gravemente enferma y solo le quedaba un año de vida. La esperanza renació con fuerza, pero Tomás se negó rotundamente a cuidarla. «¿Qué más tienes que hacer?», le reprochó María.
¿Te sorprende que el testamento haya favorecido a Irene? intervino la amiga de Tomás, poniéndose del lado de la anciana. ¿De verdad pensabas que el piso te iba a tocar a ti? No hiciste nada para conseguirlo. Te dije que llevaras a la abuela a casa y la atendieras. Ahora sí estarías ya mudándote.
¿Y a quién vamos a acoger? protestó María, sintiéndose traicionada. La abuela nos ha rechazado, dice que quiere paz y tranquilidad.
Yo también la dejaría. Cinco personas más, tres de ellas niños, no cabe en ese piso. Mejor búscate un trabajo, que en la empresa donde trabajo acaba de abrirse una plaza. Con un ingreso extra podrías pedir una hipoteca.
Lo pensaré respondió María entre dientes, colgando el teléfono. La conversación no salió como ella esperaba; en vez de consejos útiles escuchó acusaciones. ¿Trabajar? ¡A ella ni se le ocurre! Mejor tendría otro hijo
Decidió hablar con Irene, tal vez lograra que renunciara al piso o, en el peor de los casos, intercambiar casas. Irene, sin embargo, la rechazó rotundamente y aseguró que cumpliría al pie de la letra la última voluntad de la abuela.
María volvió a intentar convencer a Óscar, pero se topó con el primer grito que había dirigido a su esposa. Los niños se asustaron; la pequeña Crisanta lloró desconsolada y Lidia, con los ojos muy abiertos, los observó.
¡Basta! gritó Óscar. Tus ideas de no hacer nada me cansan. No pondré ni un centavo más; compraré yo la comida y la ropa de los niños, y tú consíguete un trabajo para tus caprichos.
Ese mismo día Óscar se fue a casa de sus padres y no volvió a pasar la noche. María se quedó con la sensación de que todo lo que deseaba un buen hogar, un jardín amplio, tranquilidad se le escapaba de las manos.
Tomás también se enfureció. Para él, el marido debía estar del lado de la esposa; si ella quería el piso, debía conseguirlo a cualquier precio.
***
Irene regresaba a casa, ya entrada la noche, bajo la escasa luz de farolas y vitrinas oscuras.
¡Mira quién viene! surgió de la sombra un hombre corpulento con una sonrisa de medio lado. Hola, jovencita. ¿Sabes lo que quiero? No te alteres. No me interesan tus encantos. Solo quiero que renuncies al piso.
¿Qué quieres? ¿Dinero? preguntó Irene, temblorosa.
El dinero lo pagó otro. Yo solo quiero que tú lo dejes. Ya sabes de qué hablo.
Irene sólo pudo asentir. La calle estaba desierta, ni siquiera un perro paseaba. Si intentaba protestar, ¿qué podría pasar?
Muy lista dijo el hombre, dándole una palmada en la mejilla. Si haces lo que pedimos, nos veremos otra vez. Si no pasaremos un buen rato juntos, eso es seguro.
Irene corrió a casa temblando, pensando que tal vez María había contratado a ese tipo. ¿Ocurrió algo con Óscar, su propio hermano?
¡Óscar! sollozó, llamándolo al teléfono. ¿Estás metido en esto? ¿Quieres el piso también? Dame el piso, déjame en paz.
Irene ¿estás en casa? respondió él, alarmado.
Sí Óscar ven
Óscar llegó en diez minutos, a toda prisa, sin importarle las normas de tráfico. «Mi hermana vale más que cualquier multa», pensó. Cuando Irene, ya recuperada, le contó lo ocurrido, él comprendió al instante qué había detrás.
Haz la denuncia ordenó con firmeza. Hay cámaras en cada esquina; ese tipo será atrapado y, con suerte, la policía lo llevará ante la justicia. No podemos permitir que siga amenazando a nuestra familia.
Irene, desconcertada, sólo pudo decir que no estaba segura de que lo atraparan, pero que el hombre ya había sembrado miedo.
***
Al final, contra su voluntad, se abrió una investigación penal contra María. Ella negó todo con vehemencia, pero el hombre contratado para el trabajo sucio había grabado cada conversación. Los hijos, cansados de los gritos, se alejaron y el divorcio se consumó rápidamente.
En medio de la discordia, quedó claro que la codicia y el egoísmo pueden destrozar los lazos más fuertes. Sólo cuando cada uno aprendió a valorar el esfuerzo honesto y a compartir sin avaricia, la familia encontró la paz que tanto había buscado. La verdadera riqueza no se mide en metros cuadrados ni en euros, sino en la capacidad de amar y ayudar sin esperar nada a cambio.







