Carmen había planeado durante años ese momento: salir del orfanato con un niño bajo el brazo. Su marido, con quien había compartido seis años sin lograr tener hijos, la había dejado por una mujer más joven y de posición más alta. La vida con él la había dejado exhausta; ya no tenía fuerzas ni ganas de intentar otra vez formar una familia en la mesa o en la carretera. Bastó. Decidió que, si iba a gastar energía y calor del corazón, sería para quien verdaderamente lo necesitara, no para otro compañero.
Y así empezó a mover los hilos. Conoció a fondo el sistema de protección de menores, reunió los papeles imprescindibles y, ahora, lo fundamental: encontrar al niño que sería su hijo, la continuación de sus treintayocho años de vida.
No quería un recién nacido; temía no poder con un bebé, pues había cruzado esa línea de la edad en la que la mujer, sin darse cuenta, anhela pasar noches en vela, arrullar y mimar. Por eso se dirigió al orfanato buscando un chiquillo de tres o cinco años, una criatura que pudiera convertirse en su propio sangre.
Cuando subía al tranvía, el corazón le latía como antes de una primera cita. No se percató del brote de la primavera madrileña, fresca y con un sol que deslumbraba. El tranvía crujía en cada curva mientras Carmen, nerviosa, pensaba en el futuro niño que ya existía en el mundo, aunque aún no sabía que estaba destinado a ella.
Por la ventana, la ciudad despertaba: motores que relucían bajo el cielo, gente que se apresuraba a sus faenas. Nadie imaginaba que Carmen se dirigía a encontrarse con su propia felicidad. Giró la cara hacia el cristal y, aunque no distinguía lo que pasaba fuera, ya sonreía al futuro hijo que conocería en pocos minutos.
La parada anunciada era Orfanato. Al bajar, se topó con una casa señorial de columnas agrietadas, la cal descolorida como un camuflaje que quería pasar inadvertido. Entró y explicó al guardia, quien le indicó la oficina de la directora.
Frente a la puerta, la recibió una mujer mayor, casi una anciana, envuelta en una chaqueta de punto gastada. La directora, provinciana y desaliñada, mostraba en los ojos la certeza de haber encontrado su lugar. La charla fue breve; el día anterior ya habían hablado por teléfono.
¿Vamos a elegir? propuso la directora, levantándose de su asiento.
Carmen la siguió, obediente. Por el largo corredor de paneles azul oscuro, la directora murmuró:
El grupo pequeño está en la sala de juegos, vamos allá.
Abrían la puerta y ambas cruzaban el umbral. La habitación albergaba a quince niños, niños y niñas que jugaban sobre una alfombra, rodeados de estanterías repletas de juguetes. La monatra, sentada junto a la ventana, anotaba algo mientras alzaba la vista y vigilaba el orden con ojos precisos.
Al entrar, los pequeños se lanzaron a los pies de las adultas como si fueran pájaros recién nacidos. Se aferraban a los tobillos, levantaban las caritas y gritaban a coro:
¡Mamá, ven aquí! ¡Mira, soy tu hija!
¡No, es mi mamá, la conozco! ¡La soñé anoche!
¡Yo, yo, tómame! ¡Soy tu niña!
La directora, casi en automático, acariciaba sus cabellos mientras daba a Carmen breves descripciones de cada uno. Carmen se sentía perdida: ¿cómo decidir entre tantos? Hasta que sus ojos se posaron en un chico que estaba sentado solo, junto a la ventana, mirando la calle con indiferencia.
Se acercó, le posó la mano sobre la cabeza. De su palma surgieron unos ojos almendrados, de un color indefinido, que contrastaban con su rostro huesudo, su nariz ancha y sus cejas apenas dibujadas. No era el niño que Carmen había imaginado. El chico, como si confirmara su propio sentir, habló:
Tú de todas formas no me escogerás.
Miró a la mujer con una mezcla de desafío y esperanza.
¿Por qué piensas eso, niño? preguntó Carmen, sin retirar la mano.
Porque soy mocoso y siempre estoy enfermo. Tengo una hermanita, Nerea, que está en la sala de bebés. Cada día corro a su cuarto y le acaricio la cabeza para que no se olvide de que tiene un hermano mayor. Me llamo Víctor, y sin Nerea no sé a dónde iría.
De pronto, una gota de mocos brotó de su nariz, señal de la tensión que llevaba dentro.
En ese instante, Carmen comprendió que toda su vida había esperado a ese Víctor, al niño con mocos y a su pequeña Nerea, a quienes aún no había visto pero ya amaba. El destino, crujiente como el tranvía, la había llevado a la puerta de una nueva familia.






