Oye, te cuento la historia de Estela, una mujer que lo tenía todo pero le faltaba el amor, como si le faltara la última pieza del puzzle.
Estela tenía su propia cadena de joyerías en Madrid. El negocio lo había empezado su padre y, con el tiempo, ella había aprendido a mantenerlo firme sobre sus dos pies. A los cuarenta, ya asistía a los eventos más elegantes, aparecía en las portadas de las revistas más glamurosas y se codeaba con las estrellas de la capital: actores, cantantes, abogados Tenía a su hijo Marco, y todo parecía estar bajo control. Lo único que le faltaba era un corazón que la hiciera latir de verdad.
En los años de niñez, Estela vivía con su abuela Carmen en Valladolid. Sus padres se mudaron a Madrid cuando ella apenas tenía siete, porque la empresa les ofreció un contrato allí. La encargaron a la abuela, que la adora y la cuida como si fuera su propia hija.
Cuando Estela ya era una adolescente, se enamoró del compañero de clase Borja. Él le correspondió y, a los dieciséis, ambos estaban locos de amor. La abuela, que había criado a cinco hijos, le dijo a la niña: «A los dieciséis cualquiera se vuelve un tonto, pero si os vais a enamorar, que lo disfrutéis». Con el paso del tiempo, Estela y Borja se fueron sumergiendo más y más en su relación, sin notar nada a su alrededor. Terminados los estudios secundarios, se apuntaron a la Universidad Complutense. Al inicio del primer curso, Estela le soltó a Borja: «Prepárate para ser papá». Él sonrió y respondió: «¡Siempre listo!».
Sin embargo, pasaron apenas unas semanas antes de que Estela cogiera los papeles de la universidad y se marchara a Madrid a vivir con sus padres. Borja, desconcertado, corrió a buscar a la abuela Carmen. «¿Y ahora cómo vas a alimentar al pajarito? ¿Con los libros? El amor no es un juguete, necesita comida de verdad», le explicó ella. Borja le mandó una carta a Estela, y ella le respondió con un simple «Ven». Sin pensarlo mucho, Borja tomó el tren y llegó a casa de Ana, la madre de Estela.
Buenas, soy Borja, vengo a ver a Estela dijo al entrar.
Ana le invitó a pasar, lo condujo a la cocina y, al notar la ausencia de su hija, le soltó: «Mira, hijo, te pido un favor: déjanos en paz. Olvida a Estela». Borja intentó suplicarle: «¿Puedo esperar a que vuelva?». Ana, con firmeza, contestó: «No, está recuperándose en un sanatorio y volverá dentro de dos semanas. Ya habéis hecho lo que podíais, ahora lo dejamos en nuestras manos». Borja se quedó allí como clavado, sin saber qué decir, y salió hacia la parada del autobús.
El nombre Estela quedó grabado en el corazón de Borja como una estrella que nunca se apaga. Cuando volvió a su casa, se sumergió en los estudios sin saber si debía luchar por ella, olvidar todo y seguir su vida, o simplemente resignarse. La primera historia de amor, al fin y al cabo, nunca se borra.
Años más tarde, cuando Estela dio a luz a Marco, Borja volvió a Madrid con la intención de hablar de nuevo con la madre de Estela. Llevó un montón de regalos pensando que eso abriría una puerta. Pero Ana, sin perder la calma, le dijo: «No necesitamos tus regalos. Criamos a Marco sin ti. Mi marido y yo no podemos permitir que nuestra hija se dedique a vender chucherías. Ocúpate de tu vida». Borja se marchó con la moraleja bien clara y, como buen amigo, escuchó el consejo de su colega: «Cuídate del suegro rico, que es como el diablo con cuernos».
Con los años, Borja conoció a Milana, una chica sincera que lo amó de verdad. Tuvieron una hija, Julia, y los primeros años de matrimonio Borja solo pudo aceptar el amor que Milana le ofrecía. Antes del boda, le confesó a su novia que, en el fondo, había soñado con otra. Milana, herida, le respondió: «Tus palabras duelen, pero sobreviviré y lucharé por recuperarte. Nuestro amor será suficiente para los dos». Borja acabó convirtiéndose en alcalde de su pueblo; Estela siguió viva en sus recuerdos.
Con el tiempo, Borja volvió a visitar Madrid, conoció al ahora joven Marcos y descubrió que Estela se había casado. Su marido le caía muy bien a Ana, quien incluso le había propuesto a su hija. Pero, cinco años después, Estela, tras vivir unos años con su esposo en Londres, decidió volver a España y vivir sola. Cuando Marco cumplió catorce, surgieron problemas de adolescente. «¡Borja, mi hijo está descontrolado! ¡Ven y ayúdame!» gritó Estela por teléfono. Borja dejó todo y corrió a Madrid para salvar a la mujer que, aunque nunca respondió, seguía ocupando su corazón.
Milana, mientras tanto, quedaba en casa, mirando por la ventana y llorando cada vez que sonaba el móvil. Había aprendido a soportar esas llamadas nocturnas de Estela. Cada vez que Borja se levantaba de la cama, corría al baño, murmuraba algo íntimo para Estela y volvía a Milana, que se quedaba con un papel secundario en la vida de su marido, sin saber si él valoraba su gran generosidad. Su abuela solía decirle: «La mujer es el curita del marido, el marido es el pastor de la mujer».
Llegó la primavera y Borja se preparaba otra vez para ir a Madrid: el matrimonio de Marco. Llevó como regalo una escapada a Grecia para los recién casados. En medio de la fiesta, Estela se acercó y le susurró al oído: «¿Y si empezamos de nuevo?». Borja, dejando escapar un suspiro, respondió con la misma claridad de siempre: «No, Estela. Ya es tarde. Me caso con Milana, la mejor esposa que podría pedir».
Y así, entre luces de joyas, promesas rotas y nuevos comienzos, la vida siguió su curso, como ese sol que nunca se puede atrapar en una bolsa. ¡Un abrazo!






