**Diario personal:**
Lucía estaba plantada en medio del salón, con el billete de vacaciones en el bolso. Los ojos de Javier ardían de rabia, y su voz rebotaba en las paredes como un eco. Sentía cómo todos esos años de sacrificios, todos los sueños enterrados bajo el peso de la hipoteca y todas las promesas incumplidas se acumulaban dentro de ella como una ola, lista para ahogarla.
Javier susurró, casi suplicante, ¿recuerdas cuando firmamos el préstamo? Dijiste que seríamos un equipo, que saldríamos adelante juntos, que lucharíamos por nuestro futuro. Yo lo hice. Cargué con el peso. ¡Siete años! Y ahora, cuando por fin podríamos respirar ¿me dices que el baño de tu madre es más importante que mi alma?
Su marido se giró bruscamente, evitando su mirada.
No lo entiendes, Lucía. Es mi madre. Si no la ayudamos nosotros, ¿quién lo hará?
¡¿Y yo qué soy para ti?! estalló ella, alzando la voz por primera vez. ¿Acaso no soy tu familia? Yo, la mujer que pagó cada cuota, que renunció a ropa, a vacaciones, a amigas, solo para que pudiéramos salir adelante. Tu madre ya ha vivido su vida. ¡Yo todavía estoy esperando la mía!
Javier calló, desgarrado entre dos lealtades.
Los días siguientes transcurrieron en un silencio espeso. Margarita llamaba cada día, preguntando cuándo empezaría la reforma del baño. Él respondía con evasivas o evitaba las llamadas. En el piso, entre ellos, se alzaba un muro invisible y gélido. Ella dormía de espaldas; él pasaba las tardes con el móvil, navegando sin rumbo.
Pero Lucía ya tenía un plan.
Una mañana, hizo la maleta. Dos vestidos de verano, el bañador que nunca se puso, unas sandalias y el pasaporte. Sobre la mesilla, dejó una nota breve:
*«Javier, llevo siete años soñando con el mar. Me voy, quieras o no. Tú decides si vienes conmigo o te quedas. La elección es tuya. L.»*
Cerró la puerta tras de sí sin mirar atrás.
En el avión, con el billete a Mallorca en el bolso, sintió que parte del peso que llevaba años cargando se desvanecía. Miró por la ventanilla las nubes y recordó su infancia, cuando iba con sus padres a la Costa Brava. El olor a sal, el rumor de las olas, la arena caliente bajo sus pies. Por primera vez en años, sintió esperanza.
En el hotel, se sentó en el balcón, contemplando el azul intenso del Mediterráneo. Su corazón latía más rápido, como si volviera a la vida. Esa noche, bajó a la playa, dejó que las olas le mojaran los pies y lloró, no de tristeza, sino de alivio.
Javier, al quedarse solo, encontró la nota. La leyó una y otra vez, cada palabra le quemaba la cabeza. Se imaginaba a Lucía en la playa, con los ojos brillantes y una sonrisa que no veía desde hacía años. Entonces lo entendió: le había robado sus mejores años, y ahora podía perderla para siempre.
Esa noche, cuando Margarita volvió a llamar, respondió con frialdad:
Mamá, el baño puede esperar. Lucía no.
Por primera vez, su madre no supo qué decir.
Tres días después, Javier aterrizó en Palma. La buscó en la playa, en las callejuelas llenas de buganvillas, en el restaurante del hotel. Al fin, la vio sentada sola, con una copa de vino blanco.
Lucía murmuró, emocionado. He venido.
Ella lo miró largamente, sin hablar. En sus ojos había dolor, cansancio, pero también un destello de añoranza.
No sé, Javier dijo al fin. No sé si tengo fuerzas para creer en nosotros.
Te juro que esta vez estaré a tu lado respondió él. No quiero obligarte a elegir entre noso






