La noche antes del amanecer

**Noche antes del amanecer**

Cuando a Lucía le comenzaron las contracciones, el reloj marcaba las tres menos cuarto. La habitación estaba en penumbra, con una humedad tenue; afuera llovía, y las farolas pintaban reflejos borrosos en el asfalto. Sergio llevaba horas sin dormir, dando vueltas por la cocina, revisando la bolsa de hospital junto a la puerta o asomándose a la ventana. Lucía estaba acostada de lado, con la palma sobre el vientre, contando los minutos entre cada dolor: siete, luego seis y medio. Intentó recordar la respiración del vídeo prenatalinspirar por la nariz, exhalar por la boca, pero le salía irregular.

¿Ya?preguntó Sergio desde el pasillo, su voz apagada tras la puerta entreabierta.

PareceSe sentó con cuidado al borde de la cama, sintiendo el frío del suelo bajo los pies descalzos.Las contracciones son más seguidas.

Llevaban un mes preparándose: habían comprado una bolsa azul grande, llena con todo lo necesario según la lista del hospital. Pasaporte, tarjeta sanitaria, informe médico, un camisón de repuesto, el cargador del móvil y hasta una tableta de chocolate «por si acaso». Pero ahora todo ese orden parecía frágil. Sergio revolvía nervioso el armario, buscando la carpeta con los documentos.

El pasaporte lo tengo La tarjeta Aquí está ¿Y el informe médico? ¿No lo cogiste ayer?hablaba rápido, en voz baja, como si no quisiera despertar a los vecinos.

Lucía se levantó con esfuerzo y fue al bañonecesitaba al menos lavarse la cara. Olía a jabón y a toallas ligeramente húmedas. En el espejo, una mujer con ojeras y el pelo revuelto la miraba.

¿Llamamos ya al taxi?gritó Sergio desde el pasillo.

Sí Pero revisa otra vez la bolsa

Los dos eran jóvenes: Lucía tenía veintisiete, Sergio acababa de cumplir treinta. Él trabajaba como ingeniero en una fábrica local; ella, antes de la baja, daba clases de inglés en un instituto. El piso era pequeño: salón-comedor y un dormitorio con vistas a la avenida. Todo recordaba el cambio que se avecinaba: la cuna ya montada en un rincón, con una pila de mantitas; al lado, una caja de juguetes regalados por amigos.

Sergio pidió un taxi con la aplicaciónel icono amarillo apareció casi al instante.

Llegará en diez minutosintentaba sonar tranquilo, pero los dedos le temblaban sobre la pantalla.

Lucía se puso una sudadera sobre el camisón y buscó el cargador: el móvil tenía solo un dieciocho por ciento de batería. Metió el cable en el bolsillo de la chaqueta junto con una toallitapor si hacía falta.

En el recibidor olía a zapatos y a la chaqueta húmeda de Sergio, que había dejado secando tras el paseo de la tarde.

Mientras se preparaban, las contracciones se hacían más intensas. Lucía evitaba mirar el reloj: mejor contar las respiraciones y pensar en el camino que tenían por delante.

Bajaron al portal cinco minutos antesla luz tenue del descansillo iluminaba el ascensor, por donde entraba una corriente fría. En las escaleras hacía fresco; Lucía se abrochó mejor la chaqueta y apretó la carpeta contra el pecho.

Abajo, el aire era húmedo, inusual para mayo: la lluvia resbalaba por el toldo, y los pocos transeúntes se apresuraban, encogidos en sus abrigos.

Los coches en el patio estaban aparcados sin orden; a lo lejos se oía el ruido sordo de un motor, como si alguien calentara el coche antes del turno de noche. El taxi llevaba cinco minutos de retraso; en el mapa, el punto avanzaba lentoel conductor daba rodeos entre calles.

Sergio revisaba el móvil cada medio minuto:

Dice que falta un minuto Pero está dando un rodeo. ¿Habrá obras?

Lucía se apoyó en la barandilla e intentó relajar los hombros. De pronto recordó el chocolate: metió la mano en el bolsillo lateral de la bolsa y lo palpópequeño consuelo ante el caos.

Finalmente, unos faros aparecieron tras la esquina: un Renault blanco frenó frente al portal. El taxista, un hombre de unos cuarenta y cinco, con cara cansada y barba corta, abrió la puerta trasera y ayudó a Lucía con el equipaje.

¡Buenas noches! ¿Al hospital? Entendido. Abróchense, por favor.Hablaba con calma, sin prisas innecesarias.

Sergio se sentó junto a Lucía. La puerta cerró con un golpe seco; dentro olía a aire fresco y a restos de café en una termo junto al freno de mano.

Al salir, se toparon con una retención: máquinas trabajaban en la calle bajo luces tenues. El conductor subió el volumen del GPS.

Vaya ¡Decían que terminarían a medianoche! Tomaremos un desvío.

En ese momento, Lucía recordó el informe médico:

¡Espera! ¡Se me olvidó el informe! ¡Está en casa!

Sergio palideció:

¡Vuelvo ahora! No estamos lejos.

El taxista miró por el retrovisor:

Tranquilos. ¿Cuánto tardas? Esperaré aquí el tiempo que haga falta.

Sergio salió corriendo, salpicando agua al correr hacia el portal. Cuatro minutos después volvió sin alientocon el informe y las llaves, que había dejado olvidadas en la cerrojo.

El taxista asintió en silencio:

¿Todo bien? Pues seguimos.

Lucía apretó los documentos contra el pecho. Una contracción más fuerte que las anteriores la obligó a respirar hondo. El coche avanzaba despacio entre las obras; tras el cristal empañado, se veían farmacias abiertas y figuras bajo paraguas.

Dentro, solo se oía el GPS y el leve crepitar de la calefacción.

Tras unos minutos, el conductor rompió el silencio:

Tengo tres hijos El primero nació de madrugada también. Aunque entonces fuimos andando al hospitalhabía nieve hasta las rodillas. Ahora lo recordamos como una aventura.Esbozó una sonrisa.No se agobien antes de tiempo Lo importante es tener los papeles y agarrarse fuerte de la mano.

Lucía notó que, por primera vez en media hora, se sentía algo más tranquila. Su tono sereno era mejor que cualquier consejo de internet. Miró a Sergio, y él le devolvió una sonrisa fugaz.

Llegaron al hospital poco antes del amanecer. La lluvia seguía, pero más débil, como si estuviera cansada. Sergio fue el primero en ver la franja clara en el horizontela ciudad se teñía del alba.

El taxista aparcó con cuidado frente a la entrada, donde había menos charcos. Dos ambulancias esperaban, pero quedaba espacio para bajarse.

¡Hemos llegado!dijo, volviéndose.Les ayudo con la bolsa.

Lucía se incorporó con esfuerzo, sosteniendo el vientre y la carpeta. Sergio salió primero y la ayudó a bajar. En ese momento, otra contracción la dobló de dolor, obligándola a detenerse y respirar hondo. El taxista cargó la bolsa y avanzó hacia la puerta.

Cuidado, que resbaladijo, como si esto fuera algo habitual pero nunca rutinario.

Bajo el tejadillo del hospital olía a tierra mojada y a desinfectante. Sergio miró alrededor: solo una enfermera tras el cristal y dos uniformados al fondo.

El taxista dejó la bolsa junto a Lucía y se encogió de hombros, repentinamente tímido.

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