Él la empujó con fuerza fuera del umbral y tronó la puerta. Luz, todavía girando por la inercia, tropezó y cayó sobre la tabla de la terraza del patio. Se sacudió las manos, se sentó sobre la madera húmeda y, con delicadeza, rozó la mejilla en llamas, bajó la mano hasta el labio inferior. En los dedos quedó una marca rojiza. No la sorprendió; sólo confirmó la sospecha: una vez más su marido le había destrozado los labios. Pero era la mejilla la que dolía peor.
Era la enésima vez que Esteban perdía el control. Le pasaba con bastante frecuencia.
Luz volvió a la puerta, apoyó la frente contra la madera áspera y trató de recuperar el aliento. Detrás de la puerta se oían sollozos fuertes y temerosos. Eran Lucía y Ninona, las hijas de Esteban. Su corazón se encogió, dolido y apretado. «Al menos no las ofendo a ellas», pensó. Tocó con la lengua el labio inflado, salado al gusto. Resultado de otra discusión, de otra chispa de celos ciegos y desbordados.
Todo comenzó por una sonrisa tonta. En la reunión del ayuntamiento, el jefe del pueblo, un hombre de casi cincuenta años, de cara roja y sonrisa larguísima, soltó algo alocadamente optimista sobre la cosecha. Luz, que estaba al lado, soltó una risa de cortesía. La vio Gala, la hermana de Esteban. Su mirada, afilada como una aguja, se posó en Luz un segundo más de lo necesario. Eso fue suficiente. Sin perder tiempo, Gala se lo contó a su hermano, añadiendo su propio toque picante. Siempre hacía eso, aunque sabía muy bien de lo que era capaz Esteban cuando se enfadaba.
Luz se apartó del marco, encogida de miedo, y se dirigió a la esquina del huerto. Se sentó sobre un tronco frío. La tarde de septiembre estaba cálida como de día, pero el suelo ya enviaba un escalofrío nocturno. Un viento punzante se colaba bajo su pañuelo delgado. Anhelaba el calor del fuego, los niños pero no había adónde ir. ¿A la familia de Esteban? Gala la recibiría en la puerta con una frase mordaz. No quedaban familiares cercanos. Su madre había muerto hacía ya un año. El corazón se le encogió aún más y unas lágrimas amargas brotaron por sus mejillas. Extrañaba el olor a manzana deshidratada que su madre preparaba, el humo de la chimenea y las palabras tiernas que siempre calmaban cualquier pena. Ahora, nadie podía aliviar su dolor.
«¿Cómo ha sido posible?», se preguntaba mientras la noche se hacía más densa. «¿Qué he hecho para quedarme atrapada tras una puerta cerrada, como un perro callejero, sin ver salida ni claridad?»
Hace apenas siete años siete años. Cerró los ojos y, entre la salinidad de sus lágrimas, surgió una imagen distinta: ella, feliz, con un hombre que amaba, ambas familias preparando la boda.
El aire era espeso y dulce, con aroma a hierba recién cortada y al anochecer que se acercaba. Caminaban codo a codo, ella y Juan, que la adoraba.
Mañana susurró Luz, mirando al horizonte. No lo puedo creer.
Juan apretó su mano con más fuerza. Su palma grande y cálida envolvió los dedos de Luz.
Yo sí lo creo. Desde aquel día en que subiste a la avellana por un balón y temías caer, lo recuerdo. ¿Te acuerdas?
Luz rió.
¡Claro! Y tú allí abajo diciendo: «Salta, te atrapo». Y lo hiciste.
Su amor era de letra mayúscula. Todo el pueblo lo sabía. Pero al principio había una tercera figura: Gala Zambrano, hermana del futuro marido de Luz. A Juan también le gustaba Gala. Con esos ojos traviesos y su melena rebelde, ¿cómo no? Gala, consumida por los celos, hacía todo lo posible para separarlos, susurrando calumnias: que Luz no era la pareja adecuada, que su familia no tenía mucho dinero. Incitaba a otras jóvenes a alejarse de Luz, llamándola «inmadura» y «imprudente».
Sin embargo, esas habladurías no pegaban a Luz. Pasaban a través de ella como agua por un cristal, dejando la superficie limpia y brillante. Gala se enfurecía aún más, y la hiel se le antojaba en la garganta. Juan, mientras tanto, se reía de los rumores.
No soy un ángel respondía, cuando alguien le contaba un chisme. Pero Luz es distinta. No intentéis engañarme.
Sus relaciones, pese a los cotilleos, seguían inocentes: paseos al caer la tarde, charlas junto al portón, besos tímidos en la mejilla. Todo cambió un mes antes de la boda. Juan parecía haber sido reemplazado.
Antes, al acompañarla al portón, se despedía con una sonrisa ligera y un leve movimiento de mano. Ahora la abrazaba con una fuerza que parecía querer absorberla por completo, sin soltarla.
Juan, ¿qué te pasa? inquirió Luz, percibiendo la tensión en sus músculos.
No lo sé respondió él, apoyando la cara en su cabello. Si lo suelto, creo que nunca lo volveré a ver. Me duele el corazón.
Son tonterías susurró ella, acariciando su cabeza rapada. Siempre hemos estado juntos. Mañana nos veremos.
Mañana suspiró él, y en ese suspiro había una melancolía que Luz no alcanzaba a comprender.
Luego, cuando todo ocurrió, la madre de Luz suspiró y dijo: «Lo sentía, hija. Su corazón joven ya intuía que la separación se acercaba».
Esa misma noche, antes de la ceremonia, no pudo contenerse.
Juan, aguanta una noche más le pidió suavemente Luz. Pero la pasión de Juan lo dominó y Luz se fundió en sus labios y caricias. Se recostaron bajo una enorme sauce, cuyas ramas los ocultaban de miradas curiosas. La calle estaba desierta; ese rincón ofrecía una privacidad especial. El susurro de Juan era ardiente y entrecortado, sus manos temblaban al rozar el borde del vestido de Luz.
Ya no puedo esperar. Mañana serás mi esposa. ¡Mi esposa! exclamó.
Luz no se opuso, porque también lo deseaba. El cielo estrellado se deslizaba ante sus ojos Luz se transformó en mujer bajo la sombra del sauce, envuelta en un perfume a tierra y hierbas silvestres.
Después, al secarse las lágrimas de sus mejillas, Juan, feliz y sereno, regresó a casa. Por el camino, cargado de emociones sin salida, decidió darse un baño en el río. Lo que ocurrió en la oscuridad nunca se supo. Al día siguiente, cuando la boda estaba prevista, encontraron a Juan tirado en la orilla, su cuerpo atrapado contra la ribera.
El golpe de la tragedia dejó a Luz hecha polvo, una sombra de sí misma. Pasó días entero junto a la ventana donde Juan solía lanzar pequeñas piedras para llamar su atención, acariciando su vestido de boda. Un traje de chiffon blanco con mangas de encaje que ella misma había bordado durante largas noches de invierno. Sus dedos, finos y translúcidos, recorrían los encajes como si allí encontrara la respuesta a todo.
¿Por qué? murmuraba en voz baja, casi un susurro. ¿Por qué?
Su madre, observándola, secaba sus lágrimas con el borde del delantal. Temía que su hija se quebrara como rama seca y siguiera el camino de su prometido.
En aquel momento de desesperación, cuando la casa se llenó de un silencio pesado, apareció Gala. La misma. De pie, con el rostro hinchado por el llanto, vestida con un sencillo traje de lino, sus ojos normalmente desafiantes ahora mostraban arrepentimiento.
Luz Luzita exclamó, arrodillándose y abrazando sus delgados tobillos. Perdóname, por Dios, perdóname por todas mis palabras feas. Juan ya no está y ya no nos queda nada que compartir. ¿Amigas, como cuando éramos niñas?
Luz permanecía inmóvil, como una muñeca. Su madre, apoyada en el marco de la puerta, observaba la escena con recelo. No le gustaba la idea de que alguien pudiera cambiar de golpe, como si se quitara la ropa vieja. Pero entonces Luz se movió. Un suspiro leve escapó de su pecho y luego brotaron lágrimasno silenciosas, sino amargas, curativas, ruidosas. Abrazó a Gala, se aferró a su hombro y lloró, desahogando todo su dolor.
Bueno, suspiró su madre. Que así sea. Quizá Gala le sirva de ayuda. Con el tiempo, el hombre de la colina se irá.
Así nació una extraña amistad, inexplicable para muchos. Gala se pegó a Luz como sombra. Pasaba las noches en su casa, los días sentados juntos, susurrando sin cesar. Gala se convirtió en el escudo de Luz contra el mundo, su único ancla en el mar de la pena.
Entonces apareció Esteban, primo de Gala. Un joven apuesto, tranquilo, con mirada seria. Empezó a cortejar a Luz, trayendo flores del campo y dulces de la ciudad. Al principio ella lo rechazaba, se encerraba en sí misma.
No puedo, Gala. Eso es una traición.
¿Qué traición? insistió la amiga, acariciándole el cabello. La vida sigue, Luz. Juan no querría verte así. Esteban es buen hombre, fiable. Te amará, lo sé.
Tal vez Esteban fuera demasiado insistente y paciente, o tal vez las palabras de Gala actuaran como bálsamo curativo. Luz cedió. Aceptó casarse con él. La boda fue sencilla, sin música ni miradas indiscretas.
Nueve meses después de la muerte de Juan, el pueblo empezó a murmurar. Primero como un arroyo tenue, luego como una corriente sucia y tumultuosa. Todos criticaban a Luz, señalándola con el dedo.
«¡Se ha vuelto loca! ¡Qué falta de respeto!»
«¿Y si Juan le fue infiel? Nadie sabe qué pasó en el río»
«Deshonró a la familia.»
Las palabras eran tan afiladas como hoces. Lo peor vino después, cuando Luz y su madre descubrieron que el origen de esos rumores era la propia Gala, su supuesta amiga. En la posada del pozo, Gala susurraba a las vecinas:
Pobrecita Luz, la quiero como a una hermana, pero la verdad Juan se fue y Esteban se ha apresurado a casarse, ¿no creen? Tal vez quiso protegerla Pero ya es demasiado tarde
Su venganza fría y calculada alcanzó su objetivo.
La ilusión que Luz había construido se deshizo más rápido que un pastel de boda. Esteban resultó no ser el refugio tranquilo que había aparentado. Todo comenzó con una frase que lanzó tras la primera noche:
Eres una perra sucia gruñó, con desprecio en los ojos. Nunca creí en esas habladurías. Ahora entiendo por qué acepté casarme contigo.
Luz quedó muda de horror. Esa palabra«perra»llevaba tanto desprecio que le cortó la respiración. El hombre amable y paciente desapareció, dejando en su lugar a un ser áspero, de ceño perpetuamente fruncido. La casa se llenó de reproches y insultos. Pero lo peor fue su celosía ciega e irracional: envidiaba a todoal tendero que la miraba demasiado tiempo, al cartero que entregaba una carta, incluso al abuelo Nicanor, de ochenta años, que salía a tomar sol.
¿Otra vez le has guiñado al viejo? escupía Esteban, entrando y cerrando la puerta. ¡Yo lo veo todo!
Luz quedó embarazada casi de inmediato. Lamentablemente, nació una niña. Esteban soñaba con un hijo varón y, al no cumplir su deseo, la llamó una desgracia. La vida se volvió un infierno.
Con el corazón roto por la pérdida de su primer amor, Luz, un año después, empezó a guardar en secreto un pequeño fajo de dinero y ropa para ella y sus hijas. Planeaba huir del pueblo.
Pero el destino la atrapó de nuevo. En medio de los preparativos, descubrió que estaba embarazada otra vez. En vez de alegría, le llegó un terror helado. Fue a su madre, entre lágrimas.
Mamá, no puedo más. Me voy.
¿A dónde vas con el vientre lleno? sollozó la madre, abrazándola. Si te vas, morirás con los niños. Aguanta, nacerá un niño y quizá te estabilices. Los hombres siempre se van, pero al final tendrás un varón.
Obedeció, pero fue su mayor error. Nació Nicanora, una niña de ojos oscuros como uvas. Esteban, al verla, escupió:
¿Otra niña? ¡Necesito un hijo varón!
Pronto empezó a gritar que no eran sus hijos, que no tenía derecho a reclamar nada. En la calle mostraba la cara de buen marido, pero en casa se volvía un tirano. El ambiente se cargó de miedo; las niñas se encogían en los rincones sin moverse.
Luz reunió valor y decidió marcharse. Apenas le comentó a su madre, la anciana sufrió una fuerte crisis y quedó postrada, incapaz de levantarse. Luz tuvo que quedarse, cuidando a su madre y a sus hijas.
Cuando la madre falleció, Luz se quedó sin apoyo. Solo quedaban ella y sus dos pequeñas, con miradas temerosas y desamparadas.
Entonces Esteban adoptó una nueva moda: expulsarla de la casa por la noche. La lanzaba al corredor, cerraba la puerta con llave y, antes de eso, le daba una bofetada.
¡Vete a calentar al abuelo Nicanor! rugía desde la puerta.
Sabía que sin sus hijos, ella no podría huir. Se sentaba en los escalones fríos, abrazaba sus rodillas y lloraba bajo un cielo negro sin estrellas. Detrás, los niños sollozaban. Luz, apretando los labios, secaba sus lágrimas y golpeaba la puerta, pidiendo que la dejaran entrar. Ese infierno parecía no tener fin.
Una madrugada, tras horas en los escalones escuchando los sollozos de sus hijas, Luz se transformó en acero. El desespero se evaporó, dejando una determinación clara. Con los primeros gallos anunciando el alba gris, se levantó. Los pies dolían, el cuerpo temblaba, pero en sus ojos ardía una llama nueva.
Al abrir la puerta, Esteban apareció, arrugado, con la mirada pesada.
¿Qué haces como una estatua? Ve a preparar el desayuno le lanzó, dándose la vuelta hacia la mesa.
LCon una sonrisa irónica y la maleta bajo el brazo, Luz salió del umbral, cerró la puerta tras de sí y, mientras la campiña despertaba, dejó atrás el caos para buscar, al fin, una vida donde la única tormenta fuera la de sus propias anécdotas.







