La Conserje del Edificio

Hace poco cambiamos al portero de nuestro bloque en la calle Alcalá, en Madrid. El nuevo, llamado Javier Ortega, trabaja impecable; barre la entrada, lava el portal con regularidad y siempre sigue el horario. En principio, no tengo ninguna queja. Sólo hay un detalle

Antes trabajaba una mujer, Doña Crisanta Delgado, que convertía nuestro portal de nueve plantas en una especie de vestíbulo de hotel de lujo. Cada vez que alguien entraba por la puerta principal del edificio, ella extendía una alfombra colorida, algo disparatado pero que siempre hacía gracia. Esa alfombra se desgastaba a manos del paso, pero ella la reemplazaba al instante, cubriendo con esmero el hormigón agrietado y la armadura expuesta, evitando que los vecinos se lastimaran con trozos rotos o con los tacones de sus botas.

En los marcos de las ventanas de las nueve plantas había maceteros con flores, pequeñas estatuillas de cerámica y curiosas tortugas de piedra. Nunca había ni una mota de polvo sobre esos alféizares.

Un día, unos jóvenes del sexto piso entraron en el portal con la alegría de los que viven de los puros y las cañas, y quizás algún licor más fuerte. Los maceteros se convirtieron en ceniceros, las botellas se amontonaron como un collage barato y las estatuillas se redujeron a polvo bajo sus botas. Los vecinos trataban de evitar a esa pandilla ruidosa por miedo a que reaccionaran de forma descontrolada. Sin embargo, Crisanta logró ganarse su amistad, no sólo salvó sus maceteros, sino que, de alguna manera, los convenció de trasladar su juerga a otro sitio. Los estruendos en el portal cesaron y, entre los maceteros, apareció un pequeño cenicero que Crisanta limpiaba y fregaba con dedicación.

Lo que más me impresionaba de ella no era solo su laboriosidad, que hoy resulta rara. Llegaba a primera hora, barría el portal tarareando alguna canción, y fregaba el ascensor y los pasamanos con una solución alcohólica, mucho antes de que el uso de desinfectantes se volviera obligatorio por la pandemia.

Y mucho menos su trato afable con los vecinos. Cuando los residentes empezaban a tirar colillas y colillas de cigarrillo tras el edificio (no sé si eso entra en las tareas del portero), Crisanta charlaba con los fumadores de los balcones sin reprocharles su costumbre de tirarlas al suelo. Hablaba de la vida, los chismes del barrio y, sin perder la paciencia, recogía los restos de su desorden. Con el tiempo, las colillas dejaron de cubrir el patio trasero como una alfombra.

Entonces, nuestra porterao debería decir porterarompió una maceta y, bajo las ventanas, empezaron a brotar tulipanes, pensamientos y crisantemos exuberantes.

Lo que más llamaba la atención era su aspecto cuando no llevaba la chaqueta naranja de portera. Maquillaje perfecto, peinado impecable, tacones a cualquier clima y ropa elegante en tonos pastel. Daba la impresión de que, después de terminar de embellecer nuestro portal, Crisanta se dirigía al jardín de la Reina Isabel. Sólo le faltaba el sombrero.

Siempre la acompañaba su marido al terminar su jornada. Salía del coche, le entregaba una florcita y la besaba en la frente, siempre con ternura.

A finales de agosto, escuché a las abuelas del portal comentar: «Mañana la Crisanta se jubila. ¿Quién cuidará del portal ahora?». Al día siguiente, me armé de valor y compré un ramo de flores para ella. Quería hacerle un pequeño detalle. Cuando llegué al trastero donde guardaba las escobas y los mopas, encontré a varios vecinos reunidos. Algunos llevaban flores, otros una botella de champán o un buen coñac, y las abuelas agitaban la voz mientras entregaban tartas y conservas a una Crisanta visiblemente sorprendida.

Entonces, los mismos chicos del sexto piso que antes destrozaban sus maceteros se acercaron. Les vi enseñarle a la quinquagenaria cómo hacerse selfies elegantes y mostrarle alguna aplicación en el móvil. Creo que le crearon una cuenta en Instagram y TikTok.

Su marido, organizador de aquella fiesta improvisada, se mostraba un poco desconcertado mientras cargaba en la guantera del coche más flores, coñac y las provisiones de nuestras abuelas.

Crisanta, vestida con un elegante traje color almendra, adornado con una fila de perlas y un maquillaje más intenso de lo habitual, escuchaba sin mucho ánimo y trataba de no llorar.

Quizá comprendía que nadie la acompañaba a la jubilación como se hace con los compañeros de trabajo. Nunca antes en la historia de nuestro bloque se había despedido a un portero de esa manera.

Tal vez, sin pretender nada, con su discreta y poco glamurosa labor, había hecho a los habitantes de nuestra humilde vivienda de nueve plantas un poquito mejores y más amables.

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