La cirugía fallida

**Operación Fallida**

Enrique no salió del coche, se desplomó fuera de él. Solo había realizado tres operaciones rutinarias, pero sentía como si hubiera cargado sacos durante todo el turno. La espalda le ardía, la cabeza le zumbaba y tenía los ojos tan cansados que parecía que podrían sostener cerillas.

En casa, se dejó caer en el sofá sin quitarse la ropa, cerró los ojos y al instante se hundió en el sueño. Lo despertó el estridente tono del móvil, que taladraba su cerebro. Tenía el cuello agarrotado por la mala postura y apenas tenía fuerzas para levantarse. «Maldita sea. Creo que estoy enfermo», pensó y, con esfuerzo, abrió los párpados.

El teléneo sonaba unos segundos, se callaba y volvía a estallar con su molesta melodía. «Tendría que haberla cambiado hace tiempo». Enrique sacó el móvil del bolsillo con gesto de fastidio.

—¿Sí? —respondió con voz ronca por el sueño. Aclaró la garganta y repitió con más firmeza—: ¿Sí?

—Enri, estoy en el aeropuerto. El avión sale en una hora. Mi padre está en el hospital con un infarto. Hazme el favor, ¿eh? Cúbreme el turno. No tengo a nadie más a quien pedírselo —escuchó la voz de su colega y amigo, Gonzalo Soto.

—No… no me encuentro bien. Estoy malo. Llama a Jorge.

—Venga ya. Tómate un café, algún antiviral. La mujer de Jorge ya sabes cómo es, tomaría un turno extra como una infidelidad. Iván todavía no tiene experiencia. El abuelo Pedro no aguanta dos turnos seguidos, ya no está para eso. Vuelvo pasado mañana. ¿Me cubres? Te lo devolveré.

«O sea, muérete, pero ayuda a un amigo. Justo ahora», pensó Enrique.

—Vale —contestó resignado, con un suspiro.

—¿Qué has dicho? —preguntó Gonzalo.

—He dicho que sí. Cubriré tu turno. Buen viaje.

—Eres un verdadero amigo. Te lo… —Gonzalo empezó a hablar animadamente, pero Enrique colgó sin escuchar más.

Aún quedaba tiempo antes del turno nocturno. Se duchó, se afeitó y se tomó un café bien cargado. Se sintió algo mejor. No le apetecía volver al hospital del que había salido hacía pocas horas. «Podré con ello. A lo mejor no pasa nada», pensó mientras se vestía.

Las primeras horas en el servicio fueron tranquilas. El sueño lo vencía, la cabeza pesada se inclinaba hacia la mesa. Enrique la sacudió para espabilarse. Otro café le dio un respiro breve.

—Enrique López —oyó una voz a lo lejos. Alguien le sacudía el hombro.

Se había dormido. Alzó la cabeza y vio a Lucía, una enfermera, frente a él.

—Enrique, han traído a un niño…

—Voy ahora —dijo, despejándose del todo.

Se echó agua fría en la cara mientras hervía la tetera, echó dos cucharadas de café en la taza y, tras pensarlo, añadió otra más. Lo bebió casi hirviendo, se ajustó el gorro y bajó a urgencias.

Un niño de unos doce años yacía encogido en la camilla. Enrique lo examinó con cuidado.

—¿Usted es la madre? —preguntó a una mujer delgada y pálida.

—¿Qué le pasa, doctor? —preguntó ella con ojos desorbitados.

—¿Por qué no llamaron antes a una ambulancia? —inquirió con dureza.

—Yo… volví del trabajo, mi hijo hacía los deberes. Luego vomitó y le subió la fiebre. Llevaba días ocultando que le dolía la tripa. ¿Qué tiene? —agarró a Enrique del brazo con fuerza.

—¡Lucía, una camilla! —gritó sin apartar la vista de la mujer—. Firme el consentimiento para la operación —le tendió un papel.

—¿Operación? ¿Tiene apendicitis? —preguntó ella.

—Peritonitis —respondió Enrique con pesar.

El terror se apoderó de sus ojos.

—Firme. No podemos perder tiempo —insistió.

Ella firmó sin leer y volvió a agarrarle el brazo.

—¡Sálvelo, doctor!

—Haré todo lo posible. No estorbe.

Lucía ya había traído la camilla. Entre los dos trasladaron al niño y lo llevaron al ascensor. Los pasos rápidos y el crujido de las ruedas resonaban en el pasillo vacío.

La mujer no se separaba de ellos, hablando sin parar, pero Enrique no la escuchaba; solo pensaba en la operación.

Al entrar en quirófano, el niño ya estaba anestesiado. Todo lo demás quedó en segundo plano. Sus manos actuaban por instinto, su mente trabajaba con precisión. La operación llevaba ya dos horas. En un momento de agotamiento, Enrique cerró los ojos, pero el grito de Lucía lo devolvió a la realidad.

La sangre brotaba a borbotones, inundando el campo operatorio.

—¡La presión está bajando! —gritó el anestesista.

Enrique salió lentamente de quirófano. La ropa empapada le pegaba a la espalda. Las piernas le temblaban de fatiga. Se apoyó contra la pared fría. Una mujer corrió hacia él. «La madre», comprendió.

Se detuvo a un paso, como si chocara contra un muro invisible. Su rostro estaba pálido, los ojos enormes, desgarrados por el miedo.

Enrique apartó la mirada. La mujer dio un sollozo ahogado, se tapó la boca y tambaleó. La sujetó antes de que cayera y la sentó en una silla.

—¡Lucía, amoníaco! —gritó al vacío del pasillo.

Lucía llegó con un frasco y le acercó un algodón impregnado a la nariz. La mujer apartó el rostro del olor fuerte, abrió los ojos y miró a Enrique.

—¿Se encuentra bien? —preguntó él, estudiando su expresión.

Ella no respondió. Se levantó y se alejó por el pasillo. Enrique la siguió con la mirada. «Solo una mujer puede aguantar así», pensó.

En la sala de residentes, se sentó largo rato con la cabeza entre las manos. Luego comenzó a escribir el informe de la operación. Con honestidad.

—Enrique… —Lucía entró en la sala.

—¿Qué más? —preguntó irritado, sin levantar la vista.

—Usted no tiene la culpa de lo que pasó —susurró ella.

—Hazme café. Fuerte —ordenó Enrique.

El aroma del café pronto llenó la sala. Pero al probarlo, le supo amargo y desagradable. Lo tiró por el fregadero sin terminarlo.

Mientras lavaba la taza, un dolor agudo le atravesó el pecho. Le pareció que el corazón se expandía dentro de él, a punto de reventar. Le faltó el aire, la vista se le nubló…

—¿Estás despierto? —oyó una voz familiar.

Abrió los ojos con dificultad. La pediatra, María José, una mujer entrada en años pero aún hermosa, lo observaba con preocupación.

—Quédate quieto —ordenó cuando intentó levantarse—. Estás enfermo. ¿Cómo has operado en este estado? Necesitas un electro…

—Estoy bien —intentó incorporarse, pero un dolor le cortó el pecho.

—¿Cuántos cafés te has tomado? —preguntó ella con severidad.

—No lo sé —refunfuñó.

—Pues deberías. No eres un crío. El corazón puede resentirse. Menos mal que Lucía me avisó.

—¿Infarto? —preguntó Enrique, buscando respuestas en su rostro.

—No**Operación Fallida (Final)**

“Ya no le quedaban lágrimas que llorar, pero cuando Enrique le tendió la mano aquella noche, encontró en su mirada cansada el mismo dolor que cargaba ella, y juntos, en silencio, aprendieron que incluso en la pérdida hay algo que se gana: la posibilidad de seguir adelante.”

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La cirugía fallida