Katya paseaba junto a los escaparates saboreando mentalmente la comida. Con los ojos, imaginaba lo que podría comprar con el escaso dinero de su delgado monedero. Parecía que era hora de ahorrar.

Celia caminaba junto a los escaparates, devorando la comida con la mirada. Imaginaba, en silencio, en qué le alcanzaría el escaso dinero que quedaba en su delgado monedero. La conclusión era inevitable: había que apretar el cinturón.

De los tres trabajos temporales que había conseguido, solo quedó uno. Y tras los gastos del funeral de su madre, no quedó nada en la cuenta.

Así, Celia estaba sola, sin haber contraído matrimonio. Estudiaba contabilidad, aunque siempre había detestado los números. Su padre, entonces, la había presionado: «Sin dinero no sobrevives, y la contabilidad es una profesión útil».

Me gusta cuidar de los demás, ayudar a que la gente se sienta mejor dijo tímida Celia a su padre.

¿Quieres ser médico? Eso sí tiene futuro, el médico siempre es respetado replicó él.

No, quiero ser una hermana de la caridad, papá.

¿Enfermera, tal vez? frunció el padre.

Casi. Quiero cuidar a los demás, pero también acompañarlos trataba de explicar Celia.

¿Una cuidadora? ¿Una auxiliar? ¡Estás loca! Eso no tiene prestigio. ¡Sé una gran mujer como Napoleón! exclamó el padre, paseando la habitación con gestos furiosos.

Celia, consternada, intentó concentrarse en los libros de contabilidad. Las cifras le perseguían en los sueños, haciéndola despertar sudorosa. Quería decirle a su padre que no todos los héroes son conquistadores, que ella solo quería vivir y ayudar, sin buscar la gloria.

Cuando su abuela enfermó, Celia fue la que más se aferró a su cama. La tía, que se apartaba con una mueca de desdén, murmuraba que el olor era desagradable. Celia no comprendía; siempre había percibido el perfume de pan recién horneado, hierbas y miel en las manos de su abuela. Decidió leerle cuentos, pasarle la mano por la frente y ofrecerse a ayudar con la ropa y la cama.

La muerte de la abuela convirtió la casa en un caos de lágrimas. La tía, medio desmayada, gimoteaba: «¡Que se la lleve pronto! ¡Temo a los muertos!». Celia se deslizó silenciosa al cuarto, apoyó su mejilla contra la mano inmóvil de su abuela y sollozó.

¡Hija, espantada! ¡Sal de aquí! irrumpo su padre, entrando de golpe.

Papá, lloro porque sin ella todo será peor. Ahora está en paz, sin dolor, y en un lugar hermoso suspiró Celia.

¿Qué dices? ¿Un lugar hermoso? inquirió el padre, perplejo.

Celia intentó describir la visión que había tenido: la abuela caminando por un sendero cubierto de flores de luz dorada, frente a una gran casa blanca con columnas, mientras una voz le susurraba: «Todo está bien, hija. Vuelvo a casa. No llores, sol». Pero el temor de herir a su padre la silenció.

Reprimitió los estudios de contabilidad y abandonó la carrera. Se sentía atrapada en una vida ajena, como si respirara en otro cuerpo. Además, su padre la dejó por otra mujer; su madre, desbordada por la tristeza, cayó enferma y murió sin recuperarse.

Celia rogó al padre que volviera al menos hasta que su madre mejorara. Él, pálido y tembloroso, murmuró que la vida es corta y hay que aprovecharla, y se marchó. Quedaron Celia y su madre solas.

Entonces, la llamada loca de la familia sorprendió a todos. Celia, cansada de quejarse, tomó cualquier trabajo que surgía, estudió enfermería y comenzó a atender a su madre, administrándole inyecciones y animándola. Pero la enfermedad neurológica la debilitó, y la madre ya no pudo ni caminar.

¿Qué te pasa, sobrina? Deberías buscarte un marido y dejar de sufrir le espetó la tía Goya, una tarde en la calle. ¿Qué te pasa? ¿Te has convertido en la cuidadora de tu madre? agregó, fulminante. Tu padre es un asno, y tú una inútil.

Celia, normalmente reservada, alzó la voz:

No hables así, tía Goya. Mi mamá ama a mi padre como al agua; sin él no puede vivir. Él es su sustento, y yo solo quiero cuidarla, porque es mi madre. Los hombres no son la única salida. Las madres son nuestros ángeles en la tierra. No insultes a mi padre; que se vaya por donde quiera. Él es mi padre y no permitiré que se le hable mal.

La tía quedó boquiabierta, murmuró algo y se alejó.

La madre de Celia falleció en sus brazos. Desde la ventana se escuchó una risa lejana, el aire olía a lirios, y sobre la mesilla reposaba el pañuelo de su madre. El día a día se volvió gris y denso.

Celia miraba al cielo buscando alas de ángeles o bordados de flores que su madre solía hacer. El silencio de la casa la aplastaba; se sentía como una mariposa atrapada en un capullo. Decidió buscar trabajo en el hospital local, pues solo le quedaba un empleo temporal, pero su fuerza menguaba y caminarle costaba. Sin su madre, todo era peor.

¡Catarina! ¡Espera, que te cuento! la interceptó la vecina Elena Pérez en el portal, con una lluvia de chismes. Todo irá bien, no escuches los rumores. Planta gallinas en la finca en verano o ve al mar; allí encontrarás conchas hermosas. Si pones una gran concha al oído, oirás el susurro del mar. Busca la alegría en todas partes le aconsejó, mientras Celia seguía su camino.

En las escaleras, una joven de chaqueta blanca y botas de moda bajaba como salida de un catálogo, dejando tras de sí un aroma a perfume mágico. Celia la miró admirada; la joven le lanzó una mirada despectiva y espetó:

¿Qué miras? ¿Crees que eres la mejor?

Perdón, solo quería decir que eres muy guapa y tus perfumes son mágicos. Lo siento si fui grosera replicó Celia, intentando calmar la tensión.

En ese momento, una voz detrás de ella gritó:

¡Eh, espera! Era Violeta, la vecina, que corría hacia Celia. Mi padre está enfermo y no puedo encontrar a nadie que le administre una inyección. ¿Podrías ayudar? Pagaremos lo que digas.

Celia, sin querer involucrarse, se alejó, pero la vecina siguió insistiendo. Violeta explicó que el padre, un hombre de cincuenta y cinco años, estaba en cama y necesitaba cuidados. Celia, conmovida, se acercó y, tras una breve conversación, ofreció su ayuda, recordándole al hombre que «Dios lo controla todo».

Más tarde, Violeta, agradecida, le pidió a Celia que le comprara algo para su hijo, un niño de cinco años que pedía helado y zumo. Celia, sin dinero, pero con el corazón abierto, se acercó a la pequeña madre que lloraba porque había perdido su cartera:

¡Cuidado! No hay nada que roben, ¡pero ayúdenme! exclamó la mujer, mientras una dama de abrigo largo y pendientes llamaba a la madre de ladrona y estafadora.

Celia, viendo al niño con la mirada famélica, sacó los últimos euros que le quedaban y los entregó a la madre, diciendo:

Toma, compra algo de comer y un helado para el niño. Yo yo soy rica en el corazón.

La madre, agradecida, respondió:

¡Gracias, hija! Dios lo ha gestionado.

Celia volvió a su vivienda, donde solo quedaban unas patatas y dos zanahorias marchitas. No tendría dinero para el trabajo del día siguiente. Miró el cielo zafiro, respiró el perfume del perfume de la joven vecina y recordó los días en que ella y su padre lanzaban barquitos al río, ahora lejano, donde el padre apenas llamaba.

En el buzón encontró una carta inesperada. El remitente: Matilde Nicanor. Dirección: la misma aldea de donde venía su abuela. Celia sintió un escalofrío al ver el nombre.

¡Señorita! Por favor, recoja el paquete, no haga esperar a nadie la llamó la portera.

Al abrirlo, halló una toalla bordada, una bolsa de tela con frambuesas deshidratadas, setas secas, té, caramelos dorados y un pequeño cerdito de juguete. También una postal antigua con la foto de su abuela y un mensaje:

Querida Celia, soy Matilde, amiga de tu abuela. Hace años, en nuestro pueblo, prometimos enviarnos paquetes cada cierta edad. Hoy cumplo mi promesa. Te envío una imagen de la Virgen María para que te proteja. Tu abuela siempre rezó para que encontraras a un buen hombre. No estés sola, la vida tiene sorpresas.

Celia, con la imagen en la mano, rezó y lloró por su abuela, su madre y por sí misma.

Perdóname, he sido una tonta, una fracasada, la única que quedó pero te quiero, madre, abuela susurró entre sollozos.

Un fuerte golpe en la puerta la hizo sobresaltar. Al abrir, una joven de chaqueta blanca, Violeta, apareció entre una nube de perfume.

¡Hola de nuevo! Me llamo Violeta. Mi padre está muy enfermo y los médicos no pueden ayudar. Necesita una inyección y tú eres la única que puede hacerlo dijo, temblorosa. Te pagaré lo que quieras.

Celia, aunque incapaz de hacerlo profesionalmente, aceptó acompañarla. En la vivienda, el padre de Violeta, un hombre corpulento de unos cincuenta años, yacía en la cama. Celia se acercó, tomó la mano del hombre y le dijo que la vida no termina nunca, que aún quedaba fuerza y que había personas, como Violeta, que necesitaban su luz. Al final, la casa se llenó de sopa de setas y té de frambuesa.

La historia de Celia llegó a su fin cuando, años después, se casó con Víctor, el padre de Violeta, quien tenía los recursos suficientes para vivir sin apuros. Ella siguió trabajando como enfermera, convencida de que su vocación era cuidar a los demás. Cada vez que una mirada desesperada se posaba en ella, susurraba:

Dios lo controla todo; solo hay que creer.

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MagistrUm
Katya paseaba junto a los escaparates saboreando mentalmente la comida. Con los ojos, imaginaba lo que podría comprar con el escaso dinero de su delgado monedero. Parecía que era hora de ahorrar.