Ingenio femenino y una intriga peligrosa: el impacto de un invernadero roto en dos familias

El invernadero destrozado y la astucia femenina: cómo una intriga casi destruye dos familias

Desde primera hora de la mañana, la vecina de Lucía entró en su patio, llorando desconsolada, el pelo revuelto y las manos temblorosas. Era Carmen.

—¡Todo está perdido!— balbuceaba entre sollozos. —¡El invernadero, toda la cosecha! Alguien lo ha destrozado durante la noche. Tenía puestas todas mis esperanzas en esos tomates y pepinos. Para los niños, para mí, incluso para vender algo… ¡Y ahora todo se ha ido al traste!

—No te preocupes tanto, Carmen— intentó consolarla Lucía. —No es el fin del mundo. Lo reconstruiremos. Javier ayudará, que tiene manos de oro.

—¿Qué Javier?— estalló Carmen. —Mi marido lleva tres días como una cuba, borracho sin parar. Todo cae sobre mí. Y ahora, hasta la última esperanza de la temporada se ha esfumado…

Lucía se quedó pensativa. Quería ayudar, pero algo en el comportamiento de su vecina le hizo desconfiar. Últimamente, Carmen rondaba demasiado cerca de su casa. Un día pedía sal, otro plantones, otro solo venía a charlar. Y siempre arreglada como para una cita, no para trabajar en la huerta.

La verdad era que Carmen llevaba tiempo maquinando algo. Tras las infidelidades de su marido y las peleas constantes, había fijado sus ojos en otro hombre: en Javier, tranquilo, trabajador y sobrio. ¿Qué tenía Lucía que ella no tuviera? Carmen era más guapa, más decidida, mejor ama de casa. Pero desbancar a alguien como Lucía no sería fácil; necesitaba astucia.

Así que decidió jugársela todo a una carta. Convenció a Perico, el holgazán del pueblo, para que destrozara su invernadero de noche. Le pagó generosamente; Carmen no era tacaña. ¿Le dolía perder la cosecha? Por supuesto. Pero si eso le abría el camino a la felicidad, ¿por qué no?

Y esa mañana llegó la escena: lágrimas, el drama en casa de Lucía, las quejas y los dobles sentidos. Todo con un único objetivo: que Javier fuera a ayudarla, que estuviera cerca.

Pero Javier, aunque bondadoso, no era tonto. Comprendió al instante que Carmen tramaba algo. Negarse sería cruel, pero ayudarla le daría pie a más. Así que optó por una jugada inesperada.

Fue a hablar con el marido de Carmen, con Alfonso, y le soltó la verdad:

—Oye, hermano, vigila a tu mujer— le dijo. —El capataz del pueblo, Emilio, le tira los tejos. Le regala dinero, le invita a viajes. Y ella, por cierto, los rechaza; sigue esperándote a ti. Eres importante para ella, no quiere romper la familia…

A Alfonso se le cayeron las vendas de los ojos. Era cierto: bebía, gritaba, descuidaba a los suyos. Pero su mujer era guapa, fiel, aguantaba y le quería… ¿Y él? Lo estaba echando todo a perder. Y si no reaccionaba, alguien se la llevaría, y ya sería tarde.

A la mañana siguiente, Alfonso salió a reparar el invernadero. Luego sacó los ahorros de una cuenta secreta y se los dio a Carmen. Esta se quedó boquiabierta; no se lo esperaba.

—Vámonos a la playa— dijo él. —Descansemos, como antes. Tantos años juntos y nos hemos vuelto extraños.

Carmen revivió. Fue de compras, compró vestidos nuevos, presumió ante todas sus amigas. Incluso pasó por casa de Lucía para alardear de su nueva vida.

Lucía sonrió. Lo había entendido todo. Pero guardó silencio. Nadie le quitaría a su Javier. Ni con regalos, ni con lágrimas, ni con mañas.

Simplemente cerró la puerta tras Carmen y fue a abrazar a su marido, a darle las gracias y, para ser sincera, a sentirse un poco orgullosa. Por él, por su familia. Y porque, a diferencia de otras, ella nunca había construido su felicidad sobre la desgracia ajena.

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