Hablemos, hijo

Oye, qué tal si te cuento esta historia adaptada a nuestra tierra, con ese toque español que tanto nos gusta…

El último día de las vacaciones de Navidad, los amigos decidieron ir a la pista de hielo. El frío que había azotado esos días había amainado un poco. El sol brillaba bajo en el cielo, casi cegando, pero dando esa esperanza de que el calor no tardaría en llegar. Los días ya empezaban a alargarse.

Javier y Andrés no fueron los únicos con ganas de quemar los kilos de más acumulados durante las fiestas. La pista estaba llena de gente. El sol calentaba, el aire helado despejaba la mente, y la música que sonaba por los altavoces animaba el ambiente.

Nada más pisar el hielo, Javier y Andrés empezaron a deslizarse, esquivando y adelantando a los demás. Los patines afilados cortaban el hielo con facilidad. Era la primera vez que iban esta temporada. Primero nevó demasiado y no daba tiempo a limpiar la pista, luego llegó un deshielo que dejó el hielo blando y lleno de charcos. Hasta después de Reyes no pudieron ir.

Después de dar un par de vueltas para entrar en calor, empezaron a hacer el tonto. Andrés se fijó en una chica con una chaqueta blanca y un gorro de lana, también blanco, con un pompón. Se agarraba a la barandilla, patinando con torpeza. Era obvio que no tenía ni idea, probablemente era su primera vez sobre hielo.

Sus piernas no le respondían, se le abrían, los tobillos le flaqueaban. Si no hubiera estado agarrada como una lapa a la barandilla, ya habría caído, y seguro que le costaría levantarse. A Andrés le dio risa, pero también pena.

Buscó a Javier con la mirada. Estaba enfrascado hablando con un grupo de chicas. Andrés se acercó deslizándose hasta la barandilla.

—¿Quieres que te enseñe? No es tan difícil, solo hay que conocer unos trucos básicos.

La chica no pudo responder. Su pierna derecha se le fue hacia adelante y estuvo a punto de caerse de espaldas. Andrés la agarró a tiempo.

—Gracias —dijo ella.

Su voz le pareció música a Andrés, y al tocarla, sintió un escalofrío. Le latía el corazón con fuerza, como si algo dentro de él se hubiera despertado.

—No tengas miedo. Suelta la barandilla, o nunca aprenderás. Agárrate a mí. —Le tendió la mano.

—Es que me da miedo —susurró ella, asustada.

—El hielo resbala, las caídas son inevitables, pero yo te sujetaré. Vamos, confía —insistió Andrés.

La chica se aferró a su brazo, pero con la otra mano seguía agarrada a la barandilla.

—Así, bien —la animó él—. Ahora empuja con un patín y deslízate con el otro. ¡No apoyes la punta, que te caes! Eso es, muy bien. Junta los pies. Ahora empuja con la otra pierna… —explicaba, sujetándola fuerte.

La chica obedeció, dando unos pasitos torpes. Por fin soltó la barandilla. No era exactamente patinar, pero Andrés no paraba de elogiarla.

—¡Genial! Relaja las piernas, dóblalas un poco. Ahora haz lo mismo, pero en vez de caminar, deslízate.

Sus ojos brillaban de felicidad. Se rió, y aquella risa le sacudió el corazón a Andrés, provocándole otro escalofrío.

La chica se lanzó con valentía, olvidándose de la cuchilla del patín, y a punto estuvo de caer si Andrés no la atrapaba de nuevo.

—Tranquila, todo bien. No tan rápido…

Avanzaron despacio junto a la barandilla.

—¡Ya no puedo más! Estoy agotada. Las piernas me tiemblan —se quejó.

—Para ser la primera vez, has hecho mucho. Mañana te dolerán los músculos. La próxima será más fácil. Eres una campeona. Vamos, te acompaño al vestuario. Me llamo Andrés. —La miraba de reojo.

Sus mejillas estaban sonrosadas, sus ojos, rodeados de pestañas espesas, brillaban, y sus labios entreabiertos… Andrés sintió un calor dulce y desconocido expandirse por su pecho.

—Sofía —dijo ella.

El sonido de su voz, ese nombre que olía a verano, le mareó.

Se notaba que estaba exhausta. Se apoyaba en él con todo su peso. Y a Andrés le habría gustado caminar así eternamente, sintiendo su calor, escuchando su respiración agitada, viendo el vapor que salía de sus labios…

Llegaron al vestuario, y ella se desplomó en el banco, estirando las piernas.

—Dame el número, yo te traigo la ropa —pidió Andrés, con la voz ronca.

—Ahí dentro están mis botas. —Sofía le dio el número—. ¿Necesitas ayuda para quitarte los patines? —preguntó al volver.

Ella lo miró con esos ojos azules, y Andrés sintió una descarga eléctrica recorrerle la espalda.

—Yo puedo. —Se inclinó para desatar los cordones.

Andrés se quedó plantado a su lado, incapaz de apartar la mirada.

—¡Ahí estás! —sonó la voz de Javier detrás de él—. Te perdí. ¿Cómo va la clase?

—Para ser su primera vez, fenomenal —contestó Andrés—. Este es mi amigo Javier. Y ella es Sofía.

—Guapa —susurró Javier al oído, guiñando un ojo—. ¿Seguimos patinando?

—Si quieres, tú sigue. Ahí tienes tu grupo. Yo acompaño a Sofía.

—No hace falta que me acompañes —dijo ella, ya calzándose las botas.

—Es que no quiere separarse de ti —se rió Javier, traicionero.

—No quiero —admitió Andrés sin vergüenza—. ¿Vamos a tomar algo? Un chocolate caliente para recuperar fuerzas. —Miró a Sofía suplicante.

Sin los patines, parecía aún más pequeña y frágil. Ella sonrió, y Andrés sintió el corazón en la garganta. Tragó saliva.

—Vale, Javier, nos vamos. ¿Te unes? —preguntó, mirando a su amigo con culpabilidad.

—¿Vas a ir con los patines puestos? —se burló Javier.

Andrés se ruborizó y fue corriendo a por sus zapatos. Cargaba con la bolsa de los patines de Sofía y la suya. Salieron del parque, caminaron unas calles y entraron en un acogedor café, con luces tenues y ramitas de abeto en jarrones sobre las mesas. Al sentarse, Sofía hizo una mueca.

—¿Qué te duele? —preguntó él enseguida.

—La pierna. Me caí en la pista.

Andrés asintió, entendiendo. Seguro que había aterrizado de culo. Pero no lo dijo.

—Habría que aplicar frío —sugirió.

—Bueno, el hielo ya me lo apliqué —contestó ella, y los dos se rieron.

—No te preocupes, en tres días se te pasa. Pero para mejorar, hay que practicar. ¿Quedamos otro día? —preguntó con esperanza.

Bajo esa luz tenue, Sofía era aún más bonita.

—Iba a venir con una amiga, pero se puso mala…

Se calentaron pronto con el chocolate humeante, con las miradas que se cruzaban y con lo que empezaba a crecer entre ellos.

Quedaban por las tardes, y los fines de semana, Andrés seguía enseñándole a patinar.

—¿Cuándo nos presentas a tu chica? —preguntó su madre un día—. ¿Quién es?

Después de la boda, mientras brindaban con cava bajo el sol de julio, Sofía le susurró al oído a Andrés: “Nunca pensé que una caída en el hielo me llevaría a esto”, y él, abrazándola fuerte, supo que la vida a veces escribe las mejores historias cuando menos te lo esperas.

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