¿Aroa? ¿Para qué la queremos? Mejor que se vaya al orfanato.
Tía Marta, es una lástima, dijo Teresa.
¿Qué lástima? Entonces llévatela tú, que eres tan buena se rió amarga María, atando una mecha de pelo gris detrás de la oreja y ajustándose el delantal de cocina. Vete, que tengo mil cosas que hacer; el marido vuelve del trabajo, los nietos llegan de la escuela y mis ollas están vacías. ¡Ya tengo suficiente con lo mío!
Lo veo. Yo también tengo a mis tres niños, ¿a dónde le echo a Aroa?
¿Y de qué sirve hablar? concluyó María, echando a la sobrino por la puerta. En el orfanato le irá mejor, lejos de un refugio de borrachos, ¡puaj!
***
Aroa, de la que hablaban sus familiares María y Teresa, quedó huérfana en la primera infancia y perdió también a sus abuelos, que la habían criado hasta los seis años. En realidad, la justicia le arrebató a los padres.
Mi madre empezó a beber en la escuela, contaba ya con treinta años Aroa a su amiga Lucía. Mis abuelos, sus padres, la culpaban todo a ella, porque la consentían demasiado; le permitían todo, nunca le ponían límites. No quería estudiar y sacaba casi siempre duples. Apenas terminó la novena, dio a luz a mi padre, un muchacho de dieciocho años llamado Sergio, también amante del licor.
Qué horror exclamó Lucía, sorprendida por la franqueza. Hasta entonces Aroa nunca había hablado de su infancia.
Mis abuelos maternos me criaron. Por el lado paterno no había nadie: una dinastía de alcohólicos que se remontaba a generaciones. Lo sé, te da escalofríos y yo viví entre esa niebla.
¿Qué les pasó a tus abuelos? preguntó Lucía.
El abuelo tenía problemas de corazón y la abuela, que no pudo vivir sin él, falleció al año. Mi madre, la única y más deseada de los dos, la mimaron mucho, pero también se fue muy pronto, dejándoles los nervios al límite. suspiró Aroa.
¿Y tú? preguntó en voz baja Lucía.
Me mandaron al orfanato. Los parientes se negaron a adoptarme. Lo descubrí después, todos se desentendieron. Y mi padre
¿Tu padre?
Pasé tres años en el orfanato. Era aterrador; lloraba cada día. Después me enviaron a la escuela interna del propio centro, pero no podía aprender. No había preparación y, aunque los demás niños eran iguales de pobres, yo quedaba atrás. Recuerdo a la profesora de matemáticas que, enfadada, me dijo que los hijos de borrachos son tontos de nacimiento y morirán así. Me dolió mucho. Resulta que mi padre no se había olvidado de mí. Those tres años los usó para recuperar la patria potestad sonrió Aroa.
¿Le importó? se sorprendió Lucía.
¡Claro que sí!
Sergio, el padre, dejó de beber de repente. Ya era dueño de una casa medio derruida en el pueblo de Alcázar de San Juan; su madre había muerto en una pelea etílica. Una mañana, tras una noche de borrachera, comprendió horrorizado que su vida no tenía sentido. En un delirium le apareció la madre recién fallecida, a quien nunca llamó a funeral por falta de recursos. Le escribió una renuncia al Estado para que se ocuparan de los trámites, pero ese mismo día volvió a emborracharse, gastándose lo que tenía.
En su sueño, la madre, una figura terrible como de cuento de brujas, le advirtió que nunca lo perdonaría y que lo enterraría como a un perro cuando llegara su hora; su hígado ya estaba a punto de fallar.
¡Pronto nos veremos! Entonces te vengaré, hijo, rugió la figura fantasmal.
Sergio se levantó sobresaltado, la habitación giró a su alrededor; intentó frotarse los ojos para disipar la visión, pero recordó a su hija.
Aroa Aroa, tengo una razón para vivir! No me vengarás, bruja! Fue por ti que empecé a beber, a los doce años me ofreciste el alcohol, me prometiste a mi padre lo arruinaste todo
Lloró lágrimas de licor. Después, decidido, juró dejar el alcohol. Sus antiguos colegas se burlaron, nadie le creyó, intentaron arrastrarlo de nuevo al mundo de la bebida, pero él no cedió. Tenía un plan firme.
Tengo sólo veinticinco años, ¡toda la vida por delante! Me curaré y traeré a Aroa de vuelta proclamó a sus amigos, echándolos fuera de su casa.
Consiguió trabajo, ahorró dinero y reparó la ruina de la casa. Reunió los papeles y presentó la demanda para recuperar la patria potestad. Además, buscó a su antigua pareja, Nerea, la madre de Aroa, y le propuso retomar la vida juntos, sin alcohol, pero ella lo rechazó, enviándolo lejos, pues prefería seguir sumida en su borrachera.
Cuando mi padre vino a buscarme, no podía creer mi suerte recordó Aroa, con lágrimas en los ojos. Creí que viviría toda mi vida encerrada en el orfanato, como si fuera una prisión perpetua
¡Pobrecita! lamentó Lucía, con la mirada húmeda.
Desde aquel día, mi vida cambió radicalmente. Mi padre se esforzó, la inspección social nos visitaba con frecuencia, pero no había nada que reprochar. Yo temía a esas tías estrictas, segura de que pronto me volverían a encerrar. Ahora pienso en ello y admiro aún más a mi padre; era un joven sin estudios, sin ayuda familiar, pero con una tenacidad que le permitió romper el destino y darme felicidad.
Cuando cursaba el noveno curso, Sergio se empeñó en comprar un piso en la ciudad y dejar atrás la casa del pueblo, que guardaba recuerdos desagradables. No solo por eso; la escuela del pueblo solo llegaba a noveno, y él quería que Aroa terminara once años y estudie en la universidad. Vendió la casa, que ya estaba en buen estado, y con los ahorros de un empleo en el gran almacén que acababa de abrirse en la zona, compró un apartamento. Ese almacén había creado empleo para muchos del pueblo, especialmente para los que querían mejorar su vida. Mientras tanto, Nerea seguía bebiendo, cambiando de compañero a compañero. Aroa la avergonzaba y, a veces, temía salir de casa por encontrarla en la calle.
Se mudaron a la ciudad, a un piso de una habitación. Sergio lo reorganizó para que cada uno tuviera su propio espacio. Vivían mejor que nunca. Aroa entró en el décimo curso de una escuela donde nadie conocía su pasado ni a su madre alcohólica, una mujer que había perdido toda humanidad, que pasaba horas tirada en el lodo, roncando en la calle, pidiendo dinero con las manos sucias.
Eso sí que era un misterio. ¿De dónde sacaba el dinero? comentaba Aroa a Lucía, con las manos abiertas. Me avergonzaba hasta las lágrimas, como si yo fuera parte de su ruina.
Eso es mucho ¿qué tienes que ver tú? se sorprendió Lucía.
Nada, lo sé, me repugna.
A los veinticinco años, Aroa perdió a su padre.
Seguramente fueron las secuelas de los años de abuso, me explicó Aroa a Lucía. El médico me habló del corazón, pero no entendí. Todo ocurrió rápido. Me quedé sola.
Lo siento murmuró Lucía. ¿Por qué no me lo habías contado antes?
Porque me cansaron.
¿Quiénes?
Ellos respondió Aroa en voz baja. Me llaman, me escriben. Los bloqueo, pero siguen apareciendo con otros números.
¿Quiénes son?
Parientes por parte de madre, que no son mi madre. Olga, su marido, la tía Marta, su hija muchos. gesticuló sin precisión.
¿Qué quieren?
Aroa guardó silencio y, después, dijo:
Hace un mes mi madre se derrumbó con un ictus. Solo gira los ojos, no puede mover ni comer ni hablar.
¿Cómo lo supiste? preguntó Lucía.
Mantuve contacto con Olga y la tía Marta desde que mi abuela enfermó. En el pueblo, pequeño, cuando volví del orfanato al padre, ellos supieron. Venían con regalos, se interesaban por mis asuntos. Por cortesía y por recuerdo a la abuela. Cuando ella murió, también ayudaron a enterrarla. Conocen la dirección de la ciudad; no la ocultamos. Fueron al funeral de mi padre, incluso aportaron algo de dinero. Ahora mi madre está bajo su cuidado, enferma, y ellos quieren imponérsela a mí.
¡Qué horror! Pero ella no es tu madre, ¡ha sido despojada de sus derechos! espetó Lucía.
No se van, me están sacando los nervios. Me envían videos donde está inmóvil, girando los ojos ¡qué espanto! No pude dormir toda la noche, su cara retorcida me perseguía.
¡No mires esos videos! ¡Bórralos! se encendió Lucía.
Creo que me mudaré. He mirado pisos en la ciudad vecina; allí no me alcanzarán, cambiaré el número y la dirección. El tranvía me lleva al trabajo sin problemas dijo Aroa con voz queda.
Eres fuerte, lo superarás afirmó Lucía, abrazándola. Te extrañaré.
estaré cerca respondió Aroa con una leve sonrisa. Me repugna todo este asunto. Me manipulan con lástima, apelen a la conciencia. Por mi padre daría lo que fuera; él merece admiración. Ella no es humana, es un animal. No quiero nada con ella. No es mi madre.
***
Era una mañana temprana. Aroa esperaba el tren en la estación para ir al trabajo. Llegó a tiempo, todo salió como esperaba. El piso de una habitación, aunque sin la división que su padre había creado, le parecía enorme.
Le gustaba su nuevo hogar;, por fin, se había liberado del pasado que se negaba a soltarla. A veces pensaba en su madre, si seguiría viva, pero se obligaba a olvidar, pues ni siquiera merecía su preocupación.
Ya no hablaba con la tía Marta ni con Olga, y desconocía que los cariñosos parientes, al perder el contacto, se habían puesto de acuerdo para ingresarla en un internado estatal, donde Nerea quedó tendida en una cama pública, sin poder moverse, con mucho tiempo para reflexionar sobre su vida.






