Él la empujó con fuerza fuera del umbral y cerró la puerta de golpe. María, todavía en caída libre, tropezó y cayó sobre la tabla de madera del patio. Sacudiéndose las manos, se sentó en los tablones húmedos, rozó la mejilla que ardía y, bajando la mano, trazó una línea roja sobre el labio inferior. Un trazo carmesí quedó en sus dedos. No la sorprendió; confirmaba lo que ya sospechaba: de nuevo su marido le había destrozado los labios. Pero el dolor en la mejilla era peor.
Una vez más Esteban no pudo controlarse. Le sucedía con frecuencia.
María volvió a la puerta, apoyó la frente contra la áspera madera y trató de recuperar el aliento. Desde el interior se oían sollozos agudos y temerosos. Luisa y Nerea, sus hijas con Esteban, gritaban. Su corazón se encogió, dolorido. Al menos no haberlas lastimado Se llevó la lengua a la labio hinchado, salado al tacto, fruto de otra disputa, de otro arranque ciego de celos desbordados.
Todo había empezado por una sonrisa tonta. En la reunión del ayuntamiento, el jefe, un hombre de casi cincuenta años, de rostro rosado y risa fácil, soltó una frase pícara sobre la cosecha. María, que estaba cerca, se rió sin intención, solo por cortesía. Galiana, la hermana de Esteban, lo vio. Su mirada, afilada como aguja, se posó en María un segundo más de lo necesario. Eso bastó. Sin dudarlo, Galiana contó todo a su hermano, añadiendo su propio saoco. Siempre lo hacía, aunque sabía bien en qué podía convertirse Esteban cuando se enfadaba.
María se apartó del marco, temblorosa, y se dirigió a la cantimplora. Se sentó en un tronco frío. La tarde de septiembre, cálida como de día, ya empezaba a sentir el frío nocturno que surgía del suelo. Un viento rasposo se colaba bajo su pañuelo fino. Deseaba el calor del fuego, el regazo de los niños Pero no había a dónde ir. ¿A la familia de Esteban? Galiana le recibiría en la puerta con una frase mordaz. No quedaban parientes cercanos. Su madre había muerto hacía un año. El corazón se le encogió más, y unas lágrimas amarillas y amargas brotaron por sus mejillas. Cuánto extrañaba a su madre y el aroma de sus compotas de manzana deshidratada, el humo tenue, las palabras dulces que siempre calmaban cualquier pena. Ahora, nadie podría aliviar su tormento.
¿Cómo es posible? se preguntaba, mirando la creciente penumbra. ¿Qué he hecho para quedarme atrapada tras la puerta de mi casa, como un perro callejero, sin ver salida ni claridad?
Y sin embargo, solo hacía siete años Siete años. Cerró los ojos y, entre la sal de sus lágrimas, surgió otra imagen: la de ella feliz, con un hombre amado, ambas familias preparando una boda.
***
El aire era denso y dulce, perfumado con hierba recién cortada y el crepúsculo que se acercaba. Caminaban hombro con hombro, ella y Juan, que la amaba con locura.
Mañana susurró María, mirando al horizonte. No lo puedo creer.
Juan apretó su mano con más fuerza. Su palma grande y tibia rodeó sus dedos delgados.
Yo sí puedo. Lo creo desde aquel día en que, por despecho, subiste al albaricoquero a por la pelota y temías caer. ¿Lo recuerdas?
María rió.
Lo recuerdo. Y tú, en el suelo, gritabas: «Salta, que te atrapo». Y la atrapaste.
Su amor era con mayúscula. Todo el pueblo lo sabía. Pero no siempre fue así. Al principio, apareció Gala Zamora, hermana del futuro marido de María. A Juan también le gustaba Gala. Con sus ojos traviesos y su melena rebelde, Juan resultaba imposible de no querer. Gala, consumida por la envidia, hacía todo lo posible para separarlos, susurrando calumnias: que María no era adecuada para él, que sus familias eran pobres. Insinuaba a otras chicas que no se acercaran a María, la llamaba imposible y escandalosa.
Sin embargo, esas miserias no se adherían a María. Pasaban a través de ella como a través de un vidrio invisible, dejando su superficie limpia y brillante. Gala, cada vez más furiosa, se consumía en hiel. Juan, por su parte, se reía de los rumores.
No soy un ángel dijo, al oír otra historia. Y María es distinta. No intentéis engañarme.
Su relación, a pesar de los rumores, permanecía inocente: paseos hasta la puerta, charlas bajo la verja, besos tímidos en la mejilla. Todo cambió un mes antes de la boda. Algo en Juan se transformó.
Antes, al despedirse en la verja, giraba con el corazón ligero y agitaba la mano. Ahora, la abrazaba con tal fuerza que parecía querer absorberla, sin soltarla.
Juan, ¿qué te pasa? preguntó María, sintiendo la tensión en sus músculos.
No lo sé respondió con voz grave, apoyando el rostro en su cabello. Si lo suelto, creo que nunca volveré a verla. El corazón se aprieta.
Tonterías susurró ella, acariciando su cráneo rapado. Siempre estaremos juntos. Mañana nos veremos.
Mañana exhaló, y en ese suspiro hubo una melancolía que ella no comprendía.
Luego, cuando todo sucedió, la madre de María, suspirando, dijo: «Lo sentía, hija. Con su corazón joven sabía que pronto nos separaría».
Esa noche, antes de la celebración, no pudo contenerse.
Aguanta una noche más le suplicó María suavemente. Pero Juan se dejó dominar por una pasión desbordada, y María se fundió en sus besos y caricias. Se recostaron bajo una enorme hoja de sauce, cuyas ramas los ocultaban de miradas curiosas. No había nadie por la calle; el lugar era un refugio íntimo. El susurro de Juan era caliente y entrecortado, sus manos temblaban al rozar el borde del vestido de María.
No importa, no puedo esperar más. Mañana serás mi esposa. ¡Mi esposa!
María no se opuso, porque también lo deseaba. El cielo nocturno, salpicado de estrellas, se deslizó ante sus ojos. María se convirtió en mujer bajo la sombra del sauce, en una espesura que olía a tierra y hierbas.
Luego, al secarse las mejillas con la mano, Juan, feliz y sereno, se fue a casa. En el camino, cargado de emociones sin salida, decidió bañarse en el río. Lo que ocurrió allí, en la oscuridad, nunca se supo. Lo encontraron al día siguiente, cuando la boda estaba prevista. Su cuerpo yacía clavado en la otra orilla.
***
El golpe de la desgracia fue brutal. María se secó hasta quedar una sombra de sí misma. Pasó los días junto a la ventana donde Juan solía lanzar pequeñas piedras para llamar su atención, acariciando el vestido de boda. Un velo de tul con encajes, que ella misma había bordado durante largas noches de invierno. Sus dedos, finos y translúcidos, recorrían el encaje como buscando una respuesta.
¿Por qué? casi susurraba, apenas audible. ¿Por qué?
Su madre, mirando, secaba sus lágrimas con el borde del delantal. Temía que su hija se quebrara como una rama seca y siguiera el camino de su prometido.
En aquel momento de silencio y desesperación, apareció Gala. La misma. Lloraba, vestida con una sencilla camisa de lino, sus ojos, normalmente alocados, brillaban con remordimiento.
María exclamó, arrodillándose y abrazando sus piernas. Perdóname. Por Dios, perdóname por mis palabras crueles. Juan ya no está y no nos queda nada que compartir. ¿Amigas, como en la infancia?
María permaneció inmóvil, como una muñeca. Su madre, apoyada en el marco, observaba con inquietud. No le parecía posible que alguien cambiara de repente, como si hubiera descartado una piel vieja. Pero entonces María se movió. Un suspiro leve escapó de su pecho, seguido de lágrimas que, al fin, dejaron de ser mudas y se tornaron amargas, sanadoras, ruidosas. Abrazó a Gala, se aferró a su hombro y lloró, desahogando todo su dolor.
Vale susurró la madre. Que sea. Tal vez Gala le ayude. No queremos que, como Juan, desaparezca.
Así nació una extraña amistad, inexplicable para muchos. Gala no se separó de María. Pasaban las noches en su casa, los días sentados juntos, susurrando infinitas cosas. Gala se volvió el escudo de María, su único ancla en el mar de la tristeza.
Entonces llegó Esteban, primo de Gala. Un joven serio, de mirada profunda. Empezó a cortejar a María, llevándole flores del campo y dulces de la ciudad. Al principio ella lo rechazaba, se encerraba en sí misma.
No puedo, Gala. Es una traición.
¿Traición? insistió la amiga, acariciando su cabello. La vida sigue, María. Juan no querría verte así. Esteban es buen hombre, confiable. Te amará, lo sé.
Tal vez la persistencia de Esteban, o el bálsamo de las palabras de Gala, convencieron a María. Aceptó casarse con él. La boda fue sobria, sin música ni miradas inquisitivas.
Nueve meses después de la muerte de Juan, el pueblo empezó a murmurar. Primero como un arroyo suave, luego como un río turbado. Todos juzgaban a María, señalándola con los dedos.
¡Se volvió una llorona! decían. ¿Y si engañó a Juan? ¿Qué hubo en el río?
Los rumores crecían, pero lo peor vino cuando María y su madre descubrieron que la fuente de aquel torrente sucio era la propia boca de Gala, su supuesta amiga. En la taberna del pozo, Gala, con ojos llenos de una lástima venenosa, confesó:
Pobre María, la quiero como a una hermana, pero la verdad no se oculta Juan se fue, Esteban se apresuró a casarse, ¿no lo creéis? Quizá quería proteger su honra
Su venganza, fría y calculada, alcanzó su fin.
El idilio que María había construido se deshizo como pastel de boda. Esteban resultó lejos de ser el refugio tranquilo. Todo comenzó con una frase lanzada tras la primera noche:
Eres una perra gruñó, con odio, mirándola de pies a cabeza. No creí en los malos presagios. Ahora entiendo por qué aceptaste tan rápido ser mi esposa.
María quedó paralizada. Aquella palabra, perra, llevaba tanto desprecio que le quitó el aliento. Fue como si alguien apagara la luz de su alma. El galán amable desapareció, sustituyéndolo por un hombre rudo, siempre ceñudo. La casa se llenó de reproches y de una celosa desmesurada que no conocía límites.
Celaba a María de todo: al tendero que la miraba demasiado tiempo, al cartero que entregaba una carta, incluso al anciano vecino, el señor Niceto, que ya tenía ochenta años. Cuando el anciano salía al sol, María, por cortesía, le saludaba, y eso bastaba para que Esteban estallara.
¿Otra vez le haces ojitos al viejo? chilló, entrando y cerrando la puerta. Lo veo todo.
María quedó embarazada casi al instante. Pero el bebé fue una niña. Esteban soñaba con un varón y, al ver a la pequeña, soltó:
Una niña gruñó. Necesito un hijo varón.
Así nació Nerea, con ojos oscuros como uvas. El nacimiento no alivió a Esteban; se volvió más sombrío.
¿Otra niña? gruñó. Quiero un hijo varón.
Pronto se volvió a la exageración: gritaba que los niños de su familia sólo podían ser varones, que ella había engañado. Los golpes caían sobre María, aunque en público mostrara la cara del esposo ejemplar. Las niñas, al oír sus pasos, se acurrucaban en los rincones sin moverse.
María reunió valor una vez más. Apenas le contó a su madre su decisión, ésta sufrió un infarto. La anciana, con el corazón enfermo, ya no podía levantarse. María tuvo que quedarse, cuidando a su madre y a sus hijas.
Cuando la madre falleció, María quedó sin apoyo. Ya no había quien escuchara sus penas. Solo quedaban ella y sus dos pequeñas, con miradas asustadas e indefensas.
Entonces Esteban adoptó una nueva moda cruel: expulsarla de la casa por la noche. La empujaba a la entrada, cerraba con llave y, antes, le pegaba la cara.
¡Ve a calentar al viejo Niceto! gritó desde la puerta.
Sabía que, sin los niños en casa, ella no escaparía. Se sentaba en los escalones fríos, abrazaba sus rodillas y lloraba bajo un cielo negro sin estrellas. Detrás de la puerta se escuchaban los sollozos de sus hijas. María, apretando los labios, secaba sus lágrimas y golpeaba la puerta, pidiendo ser admitida de nuevo. En ese infierno nocturno, su desesperación se fundió en acero. El amanecer, con los primeros gallos, anunció un gris amanecer. Se levantó, con los pies adoloridos, pero con un fuego nuevo en la mirada.
A la mañana, la puerta se abrió. Esteban, con el rostro cansado, dijo:
¿Qué haces como una estatua? Ve a preparar el desayuno añadió, girándose hacia la cocina.
María entró sin decir nada, sin mirarlo. Su serenidad resultaba extraña, casi siniestra. Sabía que él tendría que salir a los campos, cruzar el río, y que volvería solo al anochecer.
Al cerrar Esteban la puerta, la casa se llenó de movimiento. María, sin perder tiempo, sacó de un escondite bajo la alfombra su viejo baúl y comenzó a empacar lo esencial: los escasos ahorros guardados en la cintura, ropa interior para las niñas, algunos juguetes y fotos de su madre. Vestió a las pequeñas con sus abrigos más cálidos, aunque el frío fuera leve.
Mamá, ¿a dónde vamos? preguntó la mayor, Lidia, con temor.
A una nueva vida, hija respondió María, firme. Silencio.
Salieron entre huertos y cercas derrumbadas, evitando a los vecinos. Al llegar al camino de tierra que salía del pueblo, María miró atrás. Todo su dolor quedaba atrás; el futuro era incierto.
No tardaron en ser avistadas por un camión que pasaba sin prestar atención. En la gran furgoneta de polvo, un joven sonriente llamó:
¿Te doy un aventón, hermana? gritó.
El conductor, llamado Sergio, los ayudó a subir el baúl y acomodó a las niñas en el colchón.
El viaje fue largo. Sergio, charlatán y amable, intentó conversar con la mujer callada. María, mirando los campos por la ventana, sintió que ya no había nada que ocultar. Con voz serena y sin adornos, le contó todo: a Esteban, su celos, los destierros nocturnos, la vida bajo miedo constante. Esperaba que ese hombre curtido por la carretera pudiera orientarle, indicarle dónde buscar trabajo.
Sergio frunció el ceño y dijo:
Mira, hay una zona cerca de la capital, Madrid, donde una empresa ha comprado tierras para crear invernaderos modernos. Necesitan manos, ofrecen vivienda.
María tuvo suerte. Llegó entre los primeros trabajadores a ese pueblo que más parecía una obra en medio del campo. Al principio vivió con la anciana Doña Concha, que, al oír su historia, la acogió sin pedir dinero. María trabajó sin descanso en los invernaderos, de sol a sol. El trabajo era duro, pero honesto, y la apreciaban.
Cuando la empresa amplió la obra y empezó a construir viviendas para el personal, María obtuvo uno de los primeros pisos. Al recibir las llaves, lloró, pero eran lágrimas de alivio.
Ya no recuerda al Esteban. Aquellos recuerdos son como viejas cicatrices, duelen sólo al tocarse. No busca nuevas historias de amor. Sólo quiere que sus hijas estén bien alimentadas, vestidas, sanas y felices. Y eso es todo lo que necesita.
Ya basta, estoy casada con la vidaY bajo el cielo estrellado, María miró al horizonte y supo, al fin, que la libertad era su hogar.






