Durante tres días, Ana fregó cada rincón de la casa como si el polvo no fuera el enemigo, sino el tiempo que la separaba de su hijo.

Hacía tres días que Lucía limpiaba cada rincón de la casa como si el enemigo no fuera el polvo, sino el tiempo que la separaba de su hijo. Se había despertado antes del amanecer, aunque el autobús no llegaría al pueblo hasta la tarde. No podía dormir de todos modos. Javier volvía a casa después de cinco años en Alemania. Cinco años en los que solo lo había visto en fotos enviadas de vez en cuando y en videollamadas cortadas por la mala conexión.

En la cocina, la masa de los roscones fermentaba bajo un paño limpio. Había preparado la carne para las albóndigas la noche anterior, enrollándolas una a una hasta tarde. Las albóndigas habían cocido a fuego lento durante horas, llenando la casa con el aroma de la infancia de Javier. También había hecho una torta de queso, como a él le gustaba cuando era pequeño.

Lucía se miró en el espejo del dormitorio. Se había peinado con cuidado, se había puesto un pañuelo nuevo, comprado especialmente en el mercadillo. Estudió las arrugas en las comisuras de sus ojos. Sus cincuenta y ocho años habían dejado huella, igual que el trabajo en el campo, las preocupaciones de la casa y la añoranza por su único hijo.

“¿Me reconocerá?” se preguntó, y luego se rio de lo absurdo de su pensamiento. Era su madre. Pero él… ¿lo habría cambiado Alemania? ¿Seguiría hablando español igual? ¿Le daría vergüenza la casa humilde, las calles polvorientas del pueblo?

Las vecinas habían pasado por su puerta toda la mañana, fingiendo tener algo que hacer, pero en realidad venían a curiosear. “Vuelve el hijo de Lucía,” susurraban entre ellas. “Se ha hecho todo un señor entre los alemanes.”

Solo quienes han criado hijos y los han visto partir saben que cada día de espera parece una pequeña eternidad.

Al mediodía, comenzó a poner la mesa en el comedor, el que solo usaban en ocasiones especiales. Mantel bordado, cubiertos relucientes, los platos buenos sacados de la vitrina que permanecía cerrada el resto del año. En el centro de la mesa, en un jarrón de cristal, colocó flores frescas del jardín.

Cuando terminó, salió al patio y se sentó en el banco bajo el nogal. Desde allí podía ver la carretera principal, podía oír el autobús cuando parase en la plaza del pueblo. Todavía faltaban horas, pero ella estaba dispuesta a esperar. Su corazón latía como el de una joven antes de su primera cita.

¿Cuántos padres como ella esperaban en los pueblos de España? ¿Cuántas madres contaban los días entre las visitas de sus hijos lejanos? Ningún sacrificio le parecía demasiado si Javier tenía una vida mejor, pero el precio de la soledad a veces era difícil de soportar.

Cerca de las cuatro menos cuarto, oyó el claxon del autobús a lo lejos. Se levantó, se alisó el vestido, se arregló el pelo. Permaneció inmóvil un momento, como si absorbiera fuerza de la tierra bajo sus pies, y luego caminó hacia la puerta.

El autobús se detuvo en la plaza, levantando una nube de polvo. Bajaron unas cuantas personas: una anciana con bolsas, dos adolescentes, un hombre de mediana edad. Y al final, un joven alto, con traje azul marino, una maleta en una mano y un ramo de flores en la otra.

Lucía se quedó paralizada. Era él, pero no parecía el mismo. Más alto de lo que recordaba, más delgado, con el pelo corto y una elegancia que lo hacía parecer ajeno al paisaje del pueblo. Por un instante, la invadió la duda.

Entonces, el hombre del trazo levantó la mirada. Sus ojos se iluminaron, su sonrisa transformó su rostro. Dejó la maleta y echó a correr hacia ella.

“¡Mamá!” gritó desde lejos.

Y de repente, el traje elegante ya no importaba. Era su niño volviendo corriendo del colegio, el adolescente que la ayudaba en el huerto, el joven que le había prometido volver por muy lejos que se fuera. En sus ojos, Lucía vio la misma ternura, el mismo amor.

Cuando llegó a su lado, Javier se detuvo un instante, como si quisiera mirarla bien, asegurarse de que era ella. Luego la abrazó con fuerza, tan fuerte que casi le cortó la respiración.

“Mamá,” susurró, con el rostro hundido en su hombro. “Mi madre.”

Lucía sintió las lágrimas correr por sus mejillas. No podía hablar. Lo abrazaba con fuerza, como cuando era pequeño y temía perderlo entre la gente. Olía diferentea colonia cara y a tierras lejanaspero seguía siendo su niño.

“Vamos a casa,” dijo Lucía al fin, secándose las lágrimas. “Te he esperado.”

Javier le entregó el ramo de floresrosas blancas. Cogió la maleta y le ofreció el brazo. Juntos, caminaron por la calle del pueblo, hacia la casa que los esperaba con las ventanas abiertas y la mesa preparada para el regreso del hijo.

Mientras avanzaban lentamente por el camino polvoriento, Lucía sentía cómo los años de soledad se derretían como la nieve bajo el sol de primavera. No importaba cuánto se quedara. No importaba si volvería a marcharse. Ahora estaba aquí, a su lado, y en ese instante, el mundo era perfecto.

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Durante tres días, Ana fregó cada rincón de la casa como si el polvo no fuera el enemigo, sino el tiempo que la separaba de su hijo.