En la habitación había bochorno; se acercó a la ventana. El calor empezaba a ceder, como si un leve soplo intentara refrescar el aire.
Seguro que me ahogo. Exactamente a mí. murmuró.
Una bola en la garganta interrumpía la respiración. Ese hormigueo le era familiar; no era la primera vez. Ya no le asustaba: era una mezcla de debilidad, vacío y total indiferencia. Las piernas flaqueaban, la conciencia se atenuaba ligeramente, como si alguien apagara la luz con un único interruptor.
Se dejó caer sobre la cama y, casi al instante, se sumergió en el sueño.
Al principio el sueño era caótico: fragmentos de voces, pasos en una escalera ajena, la luz de una farola entre la niebla Luego todo se aclaró. Se convirtió en un ave, con enormes alas blancas, ligeras y afiladas como el primer aliento tras un largo silencio. Voló sobre la ciudad que brillaba abajo, temblorosa bajo un millón de luces, como un puñado de mundos diminutos.
La urbe le resultaba desconocida, pero al mismo tiempo le parecía vieja amiga. Las altas sombras de los edificios se alzaban, intentando rozar las estrellas. Entre ellas se cruzaban puentes, cañones de calle y el aliento de la libertad, algo que no se explica, solo se siente. Allí era fácil. Allí recordó cómo podía ser ella misma: sin cansancio, sin necesidad de aprobación, sin la presión que la aplastaba simplemente viva.
Libre.
Daba vueltas sobre la ciudad, se zambullía entre los techos, rozaba con su plumaje el aire fresco y sentía que así sería para siempre. Pero algo la tiró de nuevo hacia abajo, como un recuerdo invisible.
Tengo que recostarme escuchó su propia voz, lejana.
El mundo tembló. La luz se deshizo.
Empezó a caer, suave como una pluma, regresando a aquella habitación sofocante donde todo había comenzado.
Abrió los ojos de golpe, como si alguien la llamara por su nombre. El cuarto la recibió con el mismo aire, pero ahora más frío. Algo dentro de ella había vuelto incompleto; algo quedó atrapado en la ciudad de luces y sombras aladas.
Se incorporó despacio y se sentó en la cama. El silencio era casi palpable, como un disco atascado en una sola nota. El entorno le resultaba familiar, pero extraño, como si las paredes hubieran cambiado de lugar mientras dormía.
Pasó la mano por el pecho, donde en el sueño golpeaban sus alas.
Solo rozó la tela de la camiseta.
Qué raro casi estaba volando pensó. Pero el recuerdo del sueño empezaba a desvanecerse, como nieve húmeda entre los dedos. Solo quedaba una sensación: dentro de ella aún se movía un leve corriente de aire, casi imperceptible pero real.
Y de pronto comprendió: aquel sueño no trataba de volar.
Ni de una ciudad que no se puede nombrar en voz alta.
Era sobre el cansancio de vivir en tierra firme, donde cada paso pesa como una deuda.
Sobre la necesidad de otro cielo.
Sobre el hecho de que las alas no son fantasía, sino memoria. Una memoria muy vieja, casi olvidada.
Contuvo la respiración para no ahuyentar esa sensación y susurró en la oscuridad:
Si alguna vez me decido volveré allí.
Desplegaré mis alas de verdad.
En ese mismo instante algo dentro de ella respondió en voz baja:
Ya has empezado.
Se quedó junto a la ventana durante mucho tiempo, tanto que la noche empezó a ceder su lugar. Las sombras se afinaban, el cielo se aclaraba, y parecía que el mundo tomaba un respiro antes de lanzarse de nuevo a su rutina.
Pero algo dentro de ella ya había cambiado.
Silencioso, sutil, pero irreversible.
Miró al horizonte, donde una delgada franja de luz dividía el mundo en antes y después. Entonces comprendió que ya no temía. Ni a sus debilidades, ni a su vacío, ni al cansancio indiferente que a veces la envolvía como una ola.
Entendió que esas alas no surgían del sueño.
Surgían de ella.
Cerró los ojos despacio, apoyó la mano sobre el pecho, donde el corazón latía ligeramente, como confirmando su pensamiento. No con estridencia, no con pompa, sino con firmeza.
Susurró:
Basta ya de vivir según las expectativas ajenas. Basta de soportar. Basta de esperar a que alguien me permita ser yo.
En ese momento algo se extendió dentro de ella. No eran alas, sino algo más profundo. Como si su alma, que había estado encogida en la sombra, se enderezara finalmente en toda su estatura.
Abrió los ojos. El cielo estaba teñido de un rosa pálido, y la primera luz de la mañana acariciaba su rostro.
dio un paso atrás de la ventana y sintió que el suelo bajo sus pies tembló. ¿Era el suelo o el mundo?
No importaba. Lo esencial era que ya no caía.
Respiró hondo, el primer suspiro verdaderamente libre después de varios meses.
Y dijo en voz alta, clara y serena, como una promesa:
Me elevaré. Por mí misma. Hasta esas alturas que sólo mis sueños conocen.
Y ninguna habitación bochornosa volverá a ser su jaula.
Se giró, y su paso era ligero, casi flotante. No por prisa, sino porque quien descubre sus propias alas nunca vuelve a ser la misma.
Aprender a confiar en nuestras propias alas nos permite volar sin miedo.






