DAME ALAS BLANCAS MÁS GRANDES

Me encontraba en mi humilde piso del centro de Madrid; el aire era denso y sofocante. Alba, la chica del apartamento de al lado, se acercó a la ventana. Afuera, el calor parecía haberse dormido, aunque una ligera brisa jugaba con las cortinas.
Seguro que me ahogo, pensé, y era exactamente eso lo que sentía.

Una sensación de opresión se instaló en mi garganta, como un nudo que interrumpe la respiración. Ella ya conocía ese estado; no era la primera vez. Con el tiempo había dejado de asustarle, una mezcla de debilidad, vacío y total indiferencia. Las piernas flaqueaban, la conciencia se apagaba como una lámpara a la que alguien le corta la corriente con un único interruptor.

Alcanzó la cama y, casi sin pensarlo, se dejó caer en el sueño.

Primero llegaron fragmentos caóticos: voces entrecortadas, pasos en una escalera ajena, la luz de una farola que se debatía entre la niebla Después todo se aclaró. Se transformó en un ave con inmensas alas blancas, ligeras y cortantes, como el primer aliento tras un largo silencio. Voló sobre una ciudad que relucía abajo, temblorosa bajo miles de luces, como un conjunto de diminutos mundos dispersos.

Aquella urbe le era extraña, pero a la vez le resultaba familiar. Los altos tejados se alzaban como sombras que querían rozar las estrellas. Entre ellos, puentes, cañones de calle, un soplo de libertad que no se explica, solo se siente. Allí todo resultaba sencillo. De pronto recordó cómo podría ser ella misma: sin cansancio, sin necesidad de aprobación, sin esa opresión interior simplemente viva.

Libre.

Daba vueltas sobre la ciudad, se zambullía entre los edificios, rozaba con sus alas el aire fresco, y parecía que eso duraría eternamente. Entonces, una fuerza invisible la arrastró hacia abajo, como un recuerdo que llama desde el fondo.

Necesito recostarme escuchó su propia voz, lejana, como si viniera de otro tiempo.

El mundo tembló. La luz se deshizo en fragmentos.

Y empezó a caer, suave como una pluma, regresando a esa habitación sofocante donde todo había comenzado.

Abrió los ojos de golpe, como si alguien la hubiera llamado por su nombre. El cuarto le recibió con el mismo aire, pero ahora más frío. Algo en él no había vuelto por completo; una parte quedó en la ciudad de luces y sombras aladas.

Se incorporó despacio y se sentó en la cama. El silencio se hacía casi palpable, como un disco atascado en una sola nota. El entorno le resultaba conocido pero extraño, como si las paredes se hubieran desplazado mientras dormía.

Pasó la mano por el pecho, donde en el sueño sus alas golpeaban. Solo sintió la tela de la camiseta.

Curioso casi he volado pensó. Pero la memoria del sueño se desvanecía como nieve húmeda entre los dedos. Solo quedaba la sensación de un leve movimiento de aire dentro de ella, casi imperceptible pero real.

Entonces comprendió que aquel sueño no trataba de volar.
Ni del sitio que no se puede nombrar en voz alta.
Era, en realidad, la puesta en evidencia de su cansancio de vivir en la tierra, donde cada paso se siente como una deuda.
Era la señal de que necesitaba otro cielo.
Era la prueba de que las alas no eran fantasía, sino un recuerdo muy antiguo, casi olvidado.

Contuvo el aliento para no espantar esa sensación y susurró a la oscuridad:
Si algún día me atrevo volveré allí. Volaré de verdad.

En la misma fracción, algo dentro de ella respondió en voz baja:
Ya lo has empezado.

Se quedó mirando por la ventana durante mucho tiempo. La noche cedía poco a poco, las sombras se afinaban, el cielo se aclaraba, y parecía que el mundo tomaba una respiración antes de volver a su ajetreo habitual.

Pero algo en su interior ya había cambiado. Silencioso, sutil, pero irreversible.

Observó el horizonte, esa delgada franja de luz que divide el antes y el después. En ese instante comprendió que ya no temía. Ni a sus debilidades, ni al vacío, ni a esa indiferente fatiga que a veces la envolvía como una ola.

Y entendió que esas alas no eran un sueño.
Eran parte de ella.

Cerró los ojos despacio y posó la mano sobre el pecho, donde el corazón latía ligeramente, como confirmando su pensamiento. No con estruendo, no con ceremonia, sino con certeza.

Basta de vivir bajo las expectativas de los demás. Basta de sufrir. Basta de esperar a que alguien me dé permiso para ser yo. murmuró.

En ese momento algo se desplegó dentro de ella. No eran alas, sino algo más profundo, como si su alma, que había estado encogida en la oscuridad, se alzara finalmente en toda su estatura.

Abrió los ojos. El cielo ya mostraba un rosado pálido y la primera luz de la mañana acariciaba su rostro.

dio un paso atrás del ventanal y sintió que el suelo bajo sus pies tembló. ¿Era el suelo o el mundo? No importaba. Lo único que importaba era que ya no caía.

Respiró hondo, el primer suspiro verdaderamente libre en meses.

Y declaró en voz alta, clara y serena, como una promesa:
Me elevaré. Yo sola. Hasta esas alturas que solo mis sueños alcanzan.

Ninguna habitación sofocante volverá a ser su prisión.

Se giró, y su paso resultó ligero, casi etéreo. No porque tuviera prisa, sino porque la persona que había hallado sus alas ya no volvería a ser la misma.

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