Corrigiendo los Errores

“Corrigiendo Errores”

La ambulancia avanzaba a toda velocidad por las calles de Madrid con las luces y la sirena encendidas. Los coches se pegaban a las aceras, dejando el centro libre.

—Papá, papito, perdóname. Solo vive, por favor, no te vayas… —susurraba Lucía, sentada al lado de la camilla.

Él no la escuchaba. Ante sus ojos aparecía otra chica: sonreía, y de sus ojos emanaba una luz cálida y suave. Aquella luz lo atraía, lo llamaba. No podía resistirse, ni quería. Solo deseaba volar hacia ella, fundirse con ese resplandor… Podía hacerlo porque sentía su cuerpo liviano, como si ya no existiera.

Pero algo lo retenía, algo tiraba de él con fuerza, alejándolo de esa luz. Intentó decir “déjame ir”, pero las palabras no salieron. De pronto, algo golpeó su pecho, empujándolo hacia atrás. El rostro de la chica desapareció, la luz se apagó, y su cuerpo se volvió pesado, como de piedra. ¿Acaso una piedra siente dolor?

De la oscuridad regresaron los sonidos: alguien lloraba, lo llamaba y le apretaba la mano con fuerza. Quiso pedir que lo soltaran, quería llamar a la desaparecida Vega, pero en ese momento se hundió en un lugar donde ni siquiera había oscuridad. Nada existía. Él ya no existía…

***

Un día antes

—Papá, ¿puedo irme con Paula y Rocío al sur? Los familiares de Rocío tienen una casa allí. Solo necesito dinero para el viaje y algo más para gastos. —La voz de su hija era suplicante, casi aduladora.

Fernando siempre sabía cuándo le mentía. A veces fingía creerle, pero no esta vez. Dejó el periódico que estaba leyendo y la miró fijamente. Exacto, estaba mintiendo. Las orejas coloradas, la mirada esquiva, los dedos jugueteando nerviosos con el dobladillo de su falda.

—¿Y por cuánto tiempo os vais? —preguntó con calma.

—Un par de semanas —respondió Lucía, animándose—. Aire fresco, el mar. Estoy harta de estar en esta ciudad llena de polvo.

—¿Con Paula y Rocío, dices? —repitió él, con un deje de sarcasmo.

Al notarlo, Lucía entendió que su mentira sobre las amigas no había funcionado.

—No sabes mentir. Ayer hablé con el padre de Rocío. Ellas tres se van a los Pirineos.

Las orejas de Lucía no solo estaban rojas, ardían. El rubor ya le cubría el rostro y el cuello. Alzó la cabeza y miró a su padre con desafío.

—Sabía que no me dejarías ir con Adrián, por eso mentí. Él sí tiene una tía en el sur.

—Y acertaste. No te dejaré ir —respondió Fernando, imperturbable—. Comprendo lo del enamoramiento y todo eso. Pero, dime, ¿no te parece poco para irte sola con un chico a la playa?

—Yo lo amo —dijo Lucía, con desesperación en la voz. Ahora su rostro estaba pálido.

—¿Y él a ti? Amor y deseo son cosas distintas. Como hombre, sé que cuando un chico invita a una chica a viajar, no es por lo que ella cree. Desde luego, no por amor.

—¿Entonces no me dejas? —preguntó ella.

—No. Dentro de un mes tengo vacaciones, y entonces iremos juntos.

Lucía mordisqueó su labio, pensativa. El corazón de Fernando se encogió. ¡Qué parecida era a su madre! Ella también se mordía los labios cuando estaba nerviosa, enfadada o insegura. Su hija ya era una mujer. ¿Cómo explicarle que había sufrido tantas pérdidas que no podía arriesgarse a perder lo último que le quedaba?

—Papá, por favor. Solo estaríamos juntos en el tren. Allí viviríamos con los familiares de Adrián. —Lucía lo miraba con esperanza.

—No. Si quieres, pasaremos a verlo y a su familia, pero dentro de un mes.

—No pensé que fueras así… —estalló Lucía—. Podría no haberte pedido permiso, dejarte una nota e irme. Soy mayor de edad. Pero quise hacer las cosas bien.

—Si no te has ido, es porque mi opinión te importa. Y si es así, escúchame —dijo Fernando, tendiendo la mano hacia el periódico. Pero no lo leyó, solo lo dejó sobre sus rodillas.

—Créeme, con el tiempo verás esta conversación con otros ojos.

—Papá, déjame ir. Nos queremos —insistió Lucía.

—Tú quizás sí. Pero ¿él? Si te quisiera, no te haría mentir.

—¿Tú lo sabes todo? ¿De él, de mí? Y tú… —Lucía se calló de golpe, dándose cuenta de que había golpeado bajo.

—Por eso hablo. Yo también pasé por eso. Los errores de juventud se pagan toda la vida —respondió Fernando con tono filosófico.

—Sí, claro. Y dime también lo duro que fue criarme solo, cómo sacrificaste tu felicidad por mí… Te lo agradezco, papá, pero puedo equivocarme si quiero. Por favor. —Sus cejas se arquearon, y en sus ojos había súplica.

—No —zanjó él, cogiendo el periódico para dar por terminada la conversación.

Lucía resopló, giró sobre sus talones y se marchó a su habitación, cerrando la puerta de golpe.

Fernando volvió a dejar el periódico. ¿Cómo iba a concentrarse en las noticias ahora?

***

¿Cuántos años habían pasado? Parecía que fue ayer cuando él convencía a Vega para ir a Barcelona un fin de semana. ¿Le había mentido a sus padres sobre ir con amigas? Nunca lo supo. La dejaron ir.

Fue un viaje maravilloso. Volvieron felices y cambiados. Al menos, así le había parecido. Después, Vega se fue a estudiar a la Universidad de Madrid. Él se quedó en su ciudad, en la politécnica, donde conoció a Nuria. Se enamoró perdidamente, olvidándose de Barcelona, de Vega, de sus promesas de amor eterno. Aunque no, lo del amor nunca se lo había dicho. Lo recordaba bien.

Hasta que Vega volvió y le dijo que estaba embarazada. Él sintió miedo. No por el embarazo, sino por perder a Nuria. Vega fue directa a su casa desde la estación. Él intentó convencerla de abortar. Balbuceó cosas sobre juventud, sobre no estar preparado, sobre que era seguro…

Vega lloraba, decía que ya eran doce semanas.

—¡Entonces por qué esperaste tanto! —gritó él, furioso—. ¡A las doce semanas aún se puede!

Ella se fue. Estuvo seguro de que había abortado, porque durante tres años no supo nada de ella. Si hubiera tenido al bebé, lo habría sabido. Sus padres habrían ido a exigir justicia.

Se casó con Nuria y prepararon su luna de miel en la costa: compraron billetes, hicieron maletas. Pero un timbrazo en la puerta lo cambió todo. Al principio no la reconoció. O mejor dicho, no entendió que aquella mujer pálida y demacrada era Vega. Llevaba de la mano a una niña pequeña.

—Hola —sonrió débilmente Vega.

Fernando se quedó paralizado.

—¿Quién es? —preguntó Nuria desde la habitación, acercándose.

Se dio cuenta de que su esposa estaba detrás de él mirando a la visitante por el temblor en las pestañas de Vega y su mirada perdida. Se volvió.

—¿Quién es? —Nuria no apartaba los ojos de la niña.

Fernando miró de nuevo a Vega. En sus ojos brillaba un dolor intenso. Sintió vergüenza, calor, asco. No había matado a nadieFernando tomó aire, miró a Lucía y sonrió débilmente, entendiendo que el amor verdadero no se trata de control, sino de confiar, incluso cuando duele.

**Fin.**

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