**Ya No Te Necesito: Cómo el Marido Abandonó a su Esposa Cuando Por Fin Pudo Ser Madre**
Cuando Leonor volvía del trabajo un viernes por la noche, ni se imaginaba que ese día cambiaría su vida para siempre. Al abrir la puerta, llamó como de costumbre:
¡Cariño, ya estoy aquí!
Silencio. La casa estaba extrañamente callada.
Qué raro debería estar en casa pensó mientras se dirigía al dormitorio.
Empujó la puerta y se quedó helada. Rodrigo, su marido, estaba de pie frente a la cama, metiendo ropa a toda prisa en una maleta.
Rodrigo ¿qué haces? susurró, sin creer lo que veía.
Me voy respondió él, frío, sin siquiera mirarla.
¿Que te vas? ¿Por qué? ¿Qué ha pasado?
Es por tu padre soltó, molesto.
¿Mi padre? ¿Qué tiene que ver él con esto?
Leonor no entendía ni las palabras ni lo que estaba pasando. Y ahí mismo, ante sus ojos, se derrumbaba la vida en común a la que había dedicado tanto amor, paciencia y cariño.
Se conocieron cuando Leonor tenía veintiocho años. Rodrigo era ocho años mayor seguro de sí mismo, encantador, experimentado. En aquel entonces, ella creyó haber encontrado al hombre perfecto. Familiares, amigos, todos le insistían en que era hora de casarse. “El reloj no se detiene”, le decían. “Ya no eres una niña”. Leonor empezó a ver a cada pretendiente como un posible marido, y eso asustaba a más de uno.
Pero con Rodrigo fue distinto. Se presentaron en una cafetería, gracias a un compañero de trabajo, y la conversación fluyó. Él era educado, atento. Y cuando descubrió que Leonor tenía un piso propio, un coche nuevo, un buen puesto en el ayuntamiento y un padre empresario de repente se volvió aún más cariñoso.
Un año después, celebraron una boda de lujo. Todo pagado por su padre. Rodrigo no protestó. Al contrario: aceptó encantado un trabajo como comercial en una de las tiendas de su suegro.
Al principio, la vida matrimonial parecía un cuento de hadas: viajes al extranjero, cenas, regalos. Solo había un detalle que lo estropeaba todo: Rodrigo nunca pagaba nada. Siempre era Leonor. Al principio, no le dio importancia. Después, empezó a pedírselo. Y al final, a suplicárselo.
¿Por qué tengo que ser yo la que lo paga todo? se quejó con una amiga. Quiero sentirme mujer, frágil, cuidada.
Pero Rodrigo se rió:
Cariño, no seas tonta. Todo está bien. No le des vueltas.
En el trabajo, apenas hacía nada, pasaba horas con el móvil, y el dinero que ganaba lo guardaba en su cuenta. Leonor ni siquiera lo sospechaba.
Hasta que enfermó. Gravemente. Pasó un mes en el hospital. Sus padres la visitaban todos los días; Rodrigo, casi nunca. Cuando volvió a casa, se quedó horrorizada: suciedad, platos sin lavar, el suelo lleno de basura.
¿No has limpiado nada? exclamó.
¿Para qué? Eso es cosa de mujeres respondió él, indiferente.
¡Pero he estado en el hospital, Rodrigo! ¿Y aún así tengo que limpiar yo?
Ya estás en casa, ¿no? Pues hazlo.
Temblando de debilidad, Leonor llamó a una empresa de limpieza. El médico le advirtió: la recuperación le llevaría al menos un año. Y pensar en quedarse embarazada estaba fuera de discusión.
Un año después, cuando los médicos por fin le dieron el visto bueno, se lo contó a su marido, emocionada.
¿Te imaginas? Ya podemos ¡Podemos empezar a planearlo!
Estoy ocupado. Ahora no es el mejor momento murmuró él, absorto en el mando de la consola. El regalo que ella le había comprado era ahora su mayor interés.
Pasaron semanas. Él seguía ignorándola. Hasta que un día confesó:
Sabes, Leonor Me voy. Y no quiero tener un hijo tuyo.
¿Qué estás diciendo?
No te quiero. Nunca te he querido. Estaba contigo porque me convenía. Piso, dinero, coche. Ahora me he cansado. Ya no te necesito.
Rodrigo, no puedes hacerme esto ¡Has visto cómo he luchado, cómo he esperado!
Son tus problemas. Yo soy libre.
Cerró la maleta, metió la consola y se fue.
Leonor no comía, no dormía. Se quedaba en casa, mirando al vacío. Tres días después, sus padres, preocupados, aparecieron. Su padre, al verla así, apenas pudo contener la rabia.
La llevaron a la casa de campo. Rodrigo fue despedido esa misma noche. Poco después, el padre de Leonor, Manuel Antonio, hizo las gestiones necesarias para bloquear la cuenta del yerno. Todos sus “ahorros” desaparecieron.
Rodrigo se quedó sin nada: sin trabajo, sin casa. Apenas tenía para alquilar una habitación. No sabía qué hacer después.
Leonor, meses más tarde, encontró un nuevo trabajo. Allí conoció a un hombre llamado Javier. No era joven, pero era honesto, tranquilo, y desde el primer momento le mostró respeto y bondad.
Medio año después, ocurrió un milagro: dos rayas en el test. Lágrimas, risas, una llamada a sus padres y una gratitud infinita por haber tenido, un día, el valor de decir “basta”.







