**El Cachorro**
Lucía y su madre vivían solas. Su padre existía, claro, pero que más daba. Por ahora, Lucía no preguntaba por él. En el cole los niños presumían de sus padres, pero en la guardería lo que importaba eran los juguetes, no si tenías o no papá.
Isabel había decidido que era mejor que Lucía no supiera que se había enamorado perdidamente del que sería su padre, y cuando le contó que estaba embarazada, él le soltó que estaba casado. “Claro, mi mujer y yo tenemos problemas, pero no puedo dejarla… su padre es mi jefe. Si lo hago, me quedo en la calle. ¿Y tú qué, vas a querer un hombre sin un duro?”. Le aconsejó que se deshiciera del bebé antes de que fuera tarde, porque de pensión alimenticia, olvídate. Y si se le ocurría hacer algo, peor para ella…
No insistió. Desapareció de su vida y crió a Lucía sola. La niña era encantadora, y eso le bastaba.
Isabel era profesora de primaria, y Lucía, de cinco años, iba a la guardería. No necesitaban a nadie más.
Después de Reyes, llegó un nuevo profesor de gimnasia al colegio. Alto, en forma, sonriente. Todas las maestras solteras —que eran la mayoría— empezaron a coquetearle y a hacerle arrumacos. Solo Isabel no le miraba, ni se reía de sus chistes. Tal vez por eso él fijó sus ojos en ella.
Un día, al salir del cole, un todoterreno frenó frente a ella. Bajó el profe de gimnasia y le abrió la puerta del copiloto con una sonrisa.
—Pasa —dijo, señalando el asiento.
—No hace falta, vivo cerquita —respondió Isabel, desconcertada.
—Vamos, en coche se hace más rápido que andando, aunque sea cerca —razonó él.
Isabel dudó un momento, pero al final subió. Él cerró la puerta, arrancó y preguntó la dirección.
—No la sé. Solo sé el número de la guardería —contestó ella, bajando la mirada.
—¿De qué guardería? —preguntó él, confundido.
—De la que va mi hija —explicó Isabel sin darle más vueltas.
—¿Tienes una hija? ¿Cuántos años tiene? —de pronto, el “usted” se convirtió en “tú”.
—Lucía. Tiene cinco años —Isabel agarró el tirador—. Mejor voy andando.
—Espera. Sube —dio media vuelta a la llave y arrancó el motor.
Isabel cerró la puerta. No pasaba nada porque la llevase a buscar a Lucía. Total, entre ellos no iba a ocurrir nada. ¿Para qué querría un hombre una mujer “con equipaje” si había tantas solteras y sin niños?
—Bueno, si no tienes prisa… —susurró ella.
—Ninguna. No me espera nadie. No tengo mujer ni hijos —soltó él, ahorrándole preguntas incómodas.
—¿Y eso? ¿Muy mal carácter? ¿No lo aguantan? ¿O te hicieron tanto daño que ahora le huyes al compromiso? —preguntó Isabel con una sonrisa pícara.
—Vaya, qué borde. No me lo esperaba. Con esa carita de ángel… Todo ha pasado: amor, desengaños. Pero boda, ninguna, y no solo por mi culpa. No cuajó. Y lo del carácter… Pues mira, nadie es perfecto, ¿no, Isabel Martínez? Tú tampoco eres lo que pareces.
—¿Te arrepientes de haberme subido? Ah, gira por aquí —pidió de pronto.
El coche se detuvo frente a la guardería.
—Te espero —dijo él cuando ella bajó.
Isabel se quedó unos segundos junto al coche.
—No hace falta. Vivimos muy cerca. No quiero que mi hija empiece a hacer preguntas. ¿Me entiendes, Javier Méndez? —lo miró con severidad, como a un alumno despistado—. No nos esperes.
Cerró la puerta y entró en la guardería.
Mientras ella se iba, Javier Méndez se quedó un rato en el coche, pensativo. Luego arrancó y se marchó. Cuando diez minutos después Isabel salió de la guardería de la mano de Lucía, suspiró, aliviada y un poco decepcionada. Todo claro. Una mujer con hija no le interesaba. “Pues mejor, a nosotras tampoco nos hace falta”, pensó.
Pero al día siguiente, Javier la esperaba de nuevo a la salida del cole.
—Sé que pensaste que salí corriendo al saber que tienes una hija. Pues no. Sube. ¿A la guardería? —preguntó como si nada.
Isabel sonrió y asintió. Cuando acercó a Lucía al coche, la niña miró a Javier con la misma seriedad que su madre el día anterior, y luego clavó sus ojos en Isabel.
—Es un compañero del cole, Javier Méndez. Anda, sube —dijo ella con falsa alegría para disimular su incomodidad.
Lucía no saltó de emoción ni corrió al coche. Con gesto serio, se instaló en el asiento trasero y se quedó mirando por la ventana.
—¿Adónde vamos? —preguntó Javier, volviéndose hacia ella.
—A algún sitio no muy lejos. Sin silla de bebé, nos pueden multar —contestó Isabel por su hija.
—Pues vamos al centro comercial. Hace mucho frío para pasear. ¿Te parece, Lucía? —preguntó Javier con voz animada.
Lucía no respondió, siguió mirando por la ventana como si nada fuera más importante. Javier sonrió y arrancó.
En el cole, todos callaban cuando Isabel entraba en la sala de profesores. Y cuando aparecía Javier, salían rápidamente, intercambiando miradas cómplices y sonrisas bobas.
Javier no tenía prisa. Era paciente. Un par de veces se marchó después de cenar en casa de Isabel, pero a la tercera se quedó hasta la mañana. Ella dormía mal, despertándose y mirando el reloj digital, temiendo que Lucía la pillara en la cama con él.
—Anda, que ya es mayorcita. Que se vaya acostumbrando —dijo Javier al amanecer, abrazándola.
Pero ella se zafó y se levantó. Entre semana costaba sacar a Lucía de la cama, pero hoy, como era sábado, podía despertarse temprano. Cuando la niña entró en la cocina, Isabel ya freía tortitas y Javier estaba sentado a la mesa.
—Hola —dijo Lucía, sorprendida, mirando a su madre con expresión interrogante.
—¿Te has lavado? Pues siéntate a desayunar. —Isabel sonrió primero a Javier, luego a Lucía, y acercó la sartén a la mesa.
Primero sirvió a Javier, luego a su hija, lo que no pasó desapercibido para la niña.
—Buen provecho —dijo Isabel, sirviendo el té—. ¿Cuánto azúcar?
—Dos —Javier no apartaba los ojos de Lucía—. A ver, ¿quién se termina antes las tortitas?
—¿Por qué? —preguntó Lucía, seria.
—Por nada. Un reto —Javier se sonrojó un poco—. Las personas valientes aceptan los desafíos. ¿Empezamos? —dio un bocado y sorbió el té ruidosamente.
Lucía comía despacio, mascando con calma, sin intención de ganar. A Isabel le alegraba que su hija no cayera en provocaciones, pero también le entristecía ver que Javier no le gustaba.
—Mamá dice que pronto es tu cumple. ¿Qué te gustaría que te regaláramos? ¿Un transformador? ¿Un coche a control remoto? —Javier dejó de comer rápido, probando otro acercamiento.
—Quiero un cachorro —dijoAl final, Javier entendió que el amor verdadero significaba aceptar no solo a Isabel, sino también a Lucía y al pequeño Smail, y juntos encontraron la felicidad que tanto habían buscado.