Boca Innecesaria

**Boca de Más**

En la cocina de cinco metros cuadrados, el espacio escaseaba. Ahora eran cinco: dos adultos y tres niños.

—Pablo, trae una silla del salón —pidió la madre.

El joven de diecisiete años puso los ojos en blanco, pero obedeció. Regresó con una silla plegable.

—Así. Movemos la mesa y cabemos todos. No pasa nada, Lucas, no pasa nada —dijo sin mirar al niño de cinco años, causante del revuelo. Volvió su atención al marido, cuya expresión dejaba clara su incomodidad.

La primera ración de cocido madrileño fue para el padre. Elena cortó pan, chorizo y colocó un plato con ajos para que su hija los pelara. Rápidamente, el resto de los platos aparecieron en la mesa. El hijo mayor, imitando a su padre, untó pan con chorizo y alternó bocados con cucharadas de cocido. Los ajos desaparecieron entre padre e hijo, dejando el plato vacío.

Lucas sostenía la cuchara pero no comía, observando a los hombres frente a él. Quería hacer lo mismo, pero los platos estaban lejos.

—Come —le dijo su hermana Sofía, de diez años, alcanzándole pan y chorizo.

Lucas los devoró como si fueran turrón. Elena sonrió y tomó su cuchara. El padre rechazó segundas. Pablo asintió en silencio. Sofía pidió sal para su pan. El té se tomó sin palabras, cada uno absorto en su taza. Los mantecados y polvorones desaparecieron rápido.

Al terminar, Javier se levantó primero.

—Que los niños coman primero ahora. Luego nosotros. La mesa es pequeña.

Elena contuvo una réplica. Pablo lanzó una mirada furiosa al niño que masticaba un polvorón.

El día anterior, Javier había llegado con el niño.

—Pasa, Lucas —Elena esperaba en el pasillo con una toalla.

Era evidente que habían hablado de esto.

—¿Quién es? —preguntó Pablo, saliendo de su cuarto con un libro.

—Es Lucas —respondió su madre con dulzura.

—Oí su nombre. ¿Quién es? —insistió.

Javier y Elena no estaban preparados. Debieron explicarlo antes.

—Vivirá con nosotros. Pondremos un sofá-cama en vuestra habitación.

—¿En nuestra habitación? —Sofía apareció en el pasillo.

Su cuarto, ya dividido por un armario, apenas tenía espacio.

—Os ajustaréis.

La autoridad del padre era incuestionable.

Hace siete años, Javier había abandonado el hogar. Elena, normalmente serena, suplicó entre lágrimas que no la dejara con dos niños pequeños. Pero él se fue con una maleta. Se enamoró de una compañera de fábrica, Antonia. Dos años después, regresó.

—Si pusiste el divorcio, me voy. Allá todo está perdido.

Elena no dijo nada. Ya lo había perdonado.

Durante un año vivieron como extraños, hasta que Javier se disculpó. La normalidad volvió, hasta que llegó Lucas.

Antonia no quería al niño. Había tenido un piso por ser madre, pero el pequeño estorbaba.

—Llévatelo o lo llevaré a un orfanato —amenazó.

—¿Cómo? Vivimos cuatro en un piso de dos habitaciones.

—Pues piensa. Cuando nació, no consultaste.

—Pensé que lo querías.

—Ja. Tienes hasta fin de mes.

Sabía que Javier no lo permitiría.

Elena aceptó al niño sin dudar. Trataba a todos por igual.

Con el tiempo, compraron una mesa más grande. Adaptaron un rincón del salón para Sofía, liberando espacio en el cuarto de los chicos.

Pablo empezó la universidad. Lucas ingresó al colegio. Pero el mayor resentía al pequeño. Solo Sofía lo aceptó.

Nunca faltó nada para Lucas. Ropa, juguetes, material escolar. Elena dividía todo equitativamente, pero Pablo lo llamaba “Boca de Más” a sus espaldas y se aprovechaba de él cuando los padres no estaban.

Una tarde, Pablo comió una croqueta de más. Sabía que solo había una por persona.

Esa noche, Elena calentó las croquetas y preparó lentejas.

—¿Quién tomó una extra? —preguntó.

—Lucas. Sofía lo vio —mintió Pablo.

—Sí, comí una —admitió el niño—. Pero Pablo se comió otra y me culpa.

Elena no miró a Pablo. Puso su plato frente a Lucas.

—Dicen que una boca de más es peor que una pistola —dijo Javier, golpeando la mesa—. Aquí solo hay una boca de más. La tuya. Tienes veinte años y vives de nosotros. Si quieres comer, trabaja.

Javier intercambió los platos, dejando el de Pablo vacío. Salió furioso.

Pablo huyó de casa. Sofía fingió beber té. Elena vio lágrimas caer en el plato de Lucas.

—No la comeré…

—Debes. Es tuya. Aprende a aceptar lo que te corresponde, sobre todo la comida. Un hombre debe estar fuerte para trabajar.

***

Al año siguiente, Lucas volvía solo del colegio.

Un día, Pablo lo vio rodeado por cuatro chicos mayores. Le arrebataban la mochila mientras una niña lloraba.

Pasó de largo, pero al ver a Lucas en el suelo, corrió hacia ellos.

—¡Apartaos! —agarró a dos—. ¿Cuatro contra uno? ¡Os estrangularé!

—Lucas, ¿estás bien?

—Sí.

—Este es mi hermano. Si le hacéis algo más, os rompo.

Los niños huyeron.

—Levántate. ¿La cara?

—La protegí con la mochila. Es por ella.

Señaló a la niña.

—¿La conoces?

—No.

—¿Y por qué la defendiste? Son el doble de grandes.

—Hay que defender a las chicas, tengan cinco o veinticinco.

Pablo sonrió. Su padre decía lo mismo.

—Vamos, mamá te matará por el uniforme.

Caminaron juntos. Pablo observaba a Lucas, que se limpiaba la nariz con el dorso de la mano.

—¿Por qué me llamaste hermano? —preguntó Lucas de pronto.

—¿No lo eres?

—Sí.

—Pues eso. ¿Tregua?

—Tregua.

Escupió en la mano antes de estrechar la de Pablo. Este rio, pero no la limpió.

—¿Me ayudas con mates? Prometí a mamá sacar sobresalientes.

—¿Tan mal vas?

—Sí.

—Te ayudo.

Al año siguiente, Lucas cumplió su promesa.

Pablo decidió independizarse, pero compaginar trabajo y estudios era difícil. Aun así, contribuía en casa. Tras lo de las croquetas, nunca más molestó a Lucas.

Bastó una lección para aprender.

**Moraleja:** La familia no se elige, pero el respeto y el amor se construyen. A veces, el mayor acto de valentía es aceptar que fuimos los que estuvimos equivocados.

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