¿Adónde vamos? ¿Y quién nos preparará la cena?

¿Adónde vas? ¿Y quién nos va a cocinar? preguntó el marido, sorprendido, al ver lo que hacía Antonia después de discutir con su suegra

Antonia miró por la ventana. Un cielo gris y deprimente, a pesar de ser ya primavera. En su pequeño pueblo del norte, casi nunca había días soleados. Quizá por eso sus habitantes eran tan hoscos y poco amables.

Ella misma había notado que cada vez sonreía menos, y la arruga en su frente, siempre fruncida, le añadía años.

¡Mamá! Me voy a dar una vuelta gritó su hija, Ana.

Vale asintió Antonia.

¿Vale? Dame dinero.

¿Desde cuándo hay que pagar por pasear? suspiró.

¡Mamá! ¡Qué preguntas! perdió la paciencia la chica. ¡Me esperan! ¡Date prisa! ¿Y por qué tan poco?

Es suficiente para unos helados.

Eres una tacaña masculló Ana, pero no esperó respuesta. Salió corriendo de casa.

Antonia negó con la cabeza, recordando lo cariñosa que había sido su hija antes de la adolescencia.

¡Toñi, tengo hambre! ¿Cuándo va a estar la comida? gruñó su marido, Javier, impaciente.

Ve y come respondió ella con indiferencia, dejando un plato en la mesa.

¿No me lo sirves? preguntó él.

Antonia estuvo a punto de soltar la cazuela. ¿En qué mundo vivía?

En la cocina se come, Javi. Si quieres, come. Si no, no declaró, sentándose sola a la mesa.

Quince minutos después, Javier apareció en la cocina.

Está frío qué asco.

Tardas demasiado.

¡Te lo pedí! ¡Ni amor ni cuidado! ¡Sabes que estoy viendo el partido! protestó, metiéndose un trozo de pollo en la boca. No sabe bien.

Antonia se limitó a poner los ojos en blanco. Con el fútbol, su marido era irreconocible. Apuestas, merchandising, entradas carísimas Se había enganchado, aunque de joven el deporte no le interesaba.

Sin sentarse ni una vez, Javier cogió una lata para animarse, unas patatas “para el hambre” y volvió al televisor. Y Toñi se quedó en la cocina, limpiando los platos sucios.

Nadie valoraba su trabajo.

Llegaba agotada tras sus turnos como enfermera senior en el hospital. Cada día, el estrés la esperaba allí, y en casa, en lugar de paz, tenía otro trabajo: servir, traer, limpiar.

¿No queda nada de beber? su marido rebuscó en la nevera. ¿Por qué no hay?

¡Lo has bebido todo! ¿Quieres que compre más? ¡Al menos ten un poco de vergüenza, Javi! estalló Antonia.

Qué exagerada resopló él, y, dando un portazo, salió a reponer “existencias” para el próximo partido.

Antonia decidió acostarse, pues al día siguiente le esperaba otra jornada agotadora. Pero no podía dormir. Le preocupaba su hija: ¿dónde estaría? ¿Con quién? Fuera ya era de noche, y Ana no aparecía. No quería llamarla, porque siempre acababan discutiendo.

¿Quieres humillarme delante de mis amigos? ¡Deja de llamarme! le gritaba Ana al teléfono. Tras esas conversaciones, Antonia dejó de hacerlo, consolándose con que su hija ya tenía 18 años. No quería estudiar ni trabajar. Terminó el instituto y decidió “descubrirse a sí misma”.

Acababa de dormirse cuando la despertaron los gritos de su marido. Alguien había marcado un gol. Luego empezó a discutir el partido con el vecino, que había venido de improviso y se quedó demasiado. El vecino trajo a su novia, y los tres “animaron” juntos. Cerca de medianoche, llegó Ana, haciendo ruido con los platos, dando golpes y yéndose a dormir. Cuando por fin todo se calmó, el gato empezó a maullar, pidiendo comida.

¿En esta casa nadie más va a darle de comer al gato? Antonia salió de la habitación, irritada por el dolor de cabeza y el insomnio. Quería que la oyeran, pero Ana llevaba auriculares y solo se tocó la frente. Javier roncaba frente al televisor con una lata en la mano.

«Estoy harta no puedo más» pensó Antonia.

Al día siguiente, la despertó una llamada de su suegra.

Antonia, cariño, ¿recuerdas que hay que plantar las verduras? Y hay que ir al pueblo a limpiar un poco.

Lo recuerdo susurró Toñi.

Pues mañana vamos.

Su único día libre lo pasaba en la huerta, bajo la mirada de su suegra.

¿Cómo barres así? ¡Hay que agarrar la escoba de otra manera! ordenaba la suegra desde el banco.

Tengo casi cincuenta años, doña Carmen, ya sé hacerlo se atrevió a contestar Toñi.

Mi Javier no lo haría así

¿Y dónde está su hijo? ¿Por qué no vino? ¿Por qué no trajo a su madre en coche? ¿Por qué viajamos tres horas en autobús? Y usted siempre con lo mismo: Javier, Javier

Él está agotado.

¿Y yo? ¿Cree que no lo estoy?

Y entonces empezó Antonia lamentó no haberse mordido la lengua. Carmen era una mujer elocuente y amante de la justicia. Solo que su justicia era de una sola dirección, y Toñi no entraba en ella. Toda la vida, Carmen había alabado a Javier, mientras que Antonia era como una mula de carga a la que soportaba por caridad.

Regresaron a casa en extremos opuestos del autobús. Al día siguiente, la suegra se quejó a su hijo, y este estalló.

¡¿Cómo te atreves a alzar la voz contra mi madre?! se indignó Javier. Si no fuera por ella

¿Qué? Antonia cruzó los brazos. Ya no estaba dispuesta a aguantar más.

¡Todavía estarías trabajando en el ambulatorio! replicó él, recordándole que gracias a Carmen consiguió el puesto en el hospital, donde el sueldo era mejor, pero el estrés le había teñido el pelo de blanco. Más de una vez, Toñi lamentó haber cambiado la tranquilidad del ambulatorio por el caos del hospital.

¿Qué haces? su marido enmudeció al ver lo que hizo Antonia.

Antonia hizo algo que Javier jamás esperaría.

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¿Adónde vamos? ¿Y quién nos preparará la cena?