Hoy ha sido uno de esos días en los que todo parece ir mal desde que abro los ojos.
¿Adónde vas? ¿Y quién nos va a cocinar ahora? preguntó mi marido, sorprendido, al verme prepararme después de la discusión con su madre.
Antonia miró por la ventana. A pesar de ser primavera, el día estaba gris y deprimente. En nuestro pequeño pueblo del norte, los días soleados eran casi inexistentes. Quizá por eso la gente siempre andaba de mal humor, hosca y poco amable.
Últimamente, me he dado cuenta de que apenas sonrío. El ceño fruncido y las arrugas en la frente me hacen parecer mayor de lo que soy.
¡Mamá! Me voy a dar una vuelta gritó mi hija, Lucía.
Vale asentí sin entusiasmo.
¿Vale qué? Dame dinero.
¿Ahora los paseos ya no son gratis? suspiré.
¡Mamá! ¡No seas tacaña! protestó, impaciente. Mis amigos me esperan, ¿vale? ¡Date prisa! ¿Y por qué tan poco?
Es suficiente para un helado.
Eres una roñosa murmuró Lucía antes de salir corriendo sin esperar respuesta.
Vaya, vaya Moví la cabeza, recordando lo dulce que era antes de volverse una adolescente insoportable.
Antonia, ¡tengo hambre! ¿Cuándo vamos a comer? rugió mi marido, Javier, desde el salón.
Ahí tienes respondí fríamente, dejando un plato en la mesa.
¿No me lo sirves? preguntó, como si fuera lo más normal del mundo.
Casi se me cayó la cazuela de las manos. ¿En qué mundo vive?
En la cocina se come, Javier. Si quieres, come; si no, no dije, sentándome yo sola.
Quince minutos después, apareció.
Está frío qué asco.
Pues no tardes tanto la próxima vez.
¡Te lo pedí! Ni un poco de amor ni de atención. ¡Sabes que estoy viendo el partido! se quejó, metiéndose un trozo de pollo en la boca. No está bueno.
Solo pude poner los ojos en blanco. El fútbol lo había convertido en otra persona. Apuestas, merchandising, entradas carísimas Se había vuelto adicto, aunque de joven el deporte le daba igual.
Sin sentarse ni una vez, agarró una lata de cerveza, unas patatas fritas “para el hambre” y volvió al sofá. Y yo me quedé en la cocina, recogiendo los platos sucios.
Nadie valora lo que hago.
Llegaba agotada del turno en el hospital, donde trabajo como enfermera jefa. El estrés era constante, y en casa, en lugar de paz, tenía otro trabajo: servir, limpiar, aguantar.
¿No queda nada de beber? Javier abrió la nevera. ¿Por qué no hay nada?
¡Porque te lo has bebido todo! ¿De verdad quieres que compre más? ¡Por lo menos un poco de vergüenza, Javier! estallé.
Qué exagerada bufó antes de salir, dando un portazo, a comprar su “reserva” para el próximo partido.
Decidí acostarme temprano porque al día siguiente me esperaba otra jornada agotadora. Pero no podía dormir. Me preocupaba por Lucía: ¿dónde estaría? ¿Con quién? Ya era de noche y no aparecía. No quería llamarla porque siempre acabábamos discutiendo.
¡Me avergüenzas delante de mis amigos! ¡Deja de llamarme! solía gritarme al teléfono. Así que dejé de hacerlo, consolándome con que ya tenía 18 años. No quería estudiar ni trabajar. Había terminado el instituto y decidió “encontrarse a sí misma”.
Apenas me dormí cuando los gritos de Javier me despertaron. Alguien había marcado un gol. Luego empezó a discutir a gritos con el vecino, que había venido de improviso y se había quedado a ver el partido. El vecino trajo a su novia, y los tres se pusieron a “animar” como locos. Cerca de medianoche, Lucía llegó, haciendo ruido con los platos, dando golpes y yéndose directa a su cuarto. Cuando por fin todo se calmó y pude dormir, el gato empezó a maullar, pidiendo comida.
¡¿Nadie en esta casa puede darle de comer al gato?! salté de la cama, con migraña y sin haber pegado ojo. Quería que me oyeran, pero Lucía llevaba auriculares y solo se tocó la frente, como diciendo “estás loca”. Javier roncaba en el sofá con una lata en la mano.
«Estoy harta no puedo más», pensé.
A la mañana siguiente, me despertó la suegra.
Antonia, cariño, ¿recuerdas que hay que plantar las verduras? Y hay que ir al pueblo a limpiar un poco.
Lo recuerdo suspiré.
Pues mañana vamos.
Mi único día libre lo pasaba en la huerta, bajo las órdenes de mi suegra.
¡¿Así barres?! ¡Hay que agarrar la escoba de otra manera! daba órdenes desde el banco, sin moverse.
Tengo casi cincuenta años, señora Carmen, puedo hacerlo sola me atreví a responder.
Mi Javier no lo haría así
¿Y dónde está su hijo? ¿Por qué no ha venido? ¿Por qué no ha traído a su madre en coche? ¿Por qué tenemos que ir tres horas en autobús? Y usted siempre con lo mismo: Javier, Javier
Él está cansado.
¿Y yo no?
Y entonces empezó Me arrepentí de no haberme mordido la lengua. Carmen era una mujer de palabra y muy justa si la justicia fuera solo para su hijo. Toda la vida alabando a Javier, mientras que yo era como una mula de carga a la que soportaba por caridad.
Volvimos a casa en extremos opuestos del autobús. Al día siguiente, mi suegra se quejó a su hijo, y él empezó a gritar.
¡¿Cómo te atreves a levantar la voz a mi madre?! se indignó Javier. Si no fuera por ella
¿Qué? crucé los brazos. Estaba harta de tanto abuso.
¡Aún estarías trabajando en el ambulatorio! dijo, recordándome que Carmen me había conseguido el puesto en el hospital provincial. El sueldo era mejor, pero a costa de estrés y canas. Más de una vez me arrepentí de haber cambiado la tranquilidad del ambulatorio por el caos del hospital.
¿Qué haces? calló al verme.
Y entonces hice algo que Javier nunca esperaría.







